La república imposible*

Caudillismo, populismo, clientelismo, militarismo, corrupción, precariedad de los servicios del Estado, absoluta crisis de valores – sí, en efecto- pobreza y pobreza extrema, hambre, son las principales características de una sociedad que no solo es informal en más del 70% de la población del país, sino que piensa, actúa y respira informalmente, y que ve al Estado como su fuente más a la mano de enriquecimiento.

El corazón de las tinieblas. Ya sabemos que, desde la década de 1960, el giro lingüístico maniató la teoría del conocimiento reduciéndola, en algunos casos, a los referentes internos generados por los signos y estructuras del lenguaje. De las disciplinas que pretendían algún tipo de verdad o de verisimilitud, basadas en su método de investigación, la más vilipendiada fue la historia. De hecho, en su magnífico tratado sobre teoría de la historia, Sonia Corcuera señala que sólo la corriente positivista intentó dotar a la disciplina de la musa Clío de alguna sistematicidad procedimental al momento de acercarse al pasado e intentar recrearlo.

Luego, desde Annales, volamos con la teoría, pero entre François Lyotard, Richard Rorty, y antes que ambos, Ludwig Wittgenstein nos obligaron a un aterrizaje más que forzoso: todas las premisas epistemológicas fueron, o destruidas, o recibieron críticas de fondo. La crítica central: la historiografía no produce conocimientos que indiquen realmente algo acerca del pasado que pretende traer al presente.

Ante este escenario, la historia cultural surgió como una respuesta, a veces resignada a la adopción del paradigma hermenéutico por parte de la disciplina histórica -la historia es análisis de textos y no de contextos- pero en otros casos se erigió como una respuesta, algo tímida y conservadora, al embate narrativista. De allí que Quentin Skinner señale que el estudio de los textos escritos por actores políticos del pasado puede remitir a un contexto, pero muy acotado a su tiempo, a su espacio, al significado de las palabras en el momento en el que fueron enunciadas, e, inclusive, al intento de descifrar la intencionalidad del actor político, la que subyace tras el texto y en el contexto en el que dicho actor se desempeñó.

La historia cultural, y sus apéndices más contemporáneos, como la historia intelectual y la historia conceptual no terminan de convencerme, tampoco el giro lingüístico y sus posturas más radicales que casi pretenden que aceptemos la premisa de que la única realidad existente, o es el lenguaje o se encuentra dentro de él. Sin embargo, tales tendencias, e inclusive respuestas desde la historia, como las que provienen del ya citado Skinner, me llevan a ser mínimamente cuidadoso con las categorías que utilizo en mis análisis historiográficos para no caer en anacronismos y elefantiásicas generalizaciones.

Es por eso que, tras un tiempo en el que asumí la impronta republicana como enfoque principal de mi análisis histórico e inclusive del político, he pasado a revisar algunas cuestiones fundamentales que paso a exponer. En primer lugar, ya me va quedando claro que las democracias ideales que hace miles de años lucubraron Platón y Aristóteles, ya en su tiempo constituyeron modelos utópicos que las polis griegas adaptaron hasta donde pudieron a base de la natural dialéctica entre los intereses políticos en juego dentro de la ciudad y las máximas filosóficas y valorativas que apuntaban al bien común y que esbozaban las características más saltantes del ciudadano ideal.

De allí que dichas categorías, o las planteadas por los modernos teóricos de la Ilustración o la Independencia de Estados Unidos o, inclusive, las de nuestros propios teóricos del Perú inicial no pueden atravesar el muro de la distancia temporal y espacial que las aleja casi irremediablemente de nuestra sociedad contemporánea, fragmentada y enferma, en la que, como alguna vez señaló Hugo Neira, violar la ley da a quien lo hace la sensación de estar en lo correcto.

No vivimos, pues, tiempos de utopías, vivimos tiempos de realidades muy complejas, cuyo telón de fondo es una disputa ideológica mundial entre derechas muy conservadoras y fundamentalistas, e izquierdas que hicieron de una supuesta “corrección política” un paradigma que debía imponerse derribando estatuas o mutilando libros. Pero el problema es social, no es cultural. Nos lo acaban de demostrar las masas chilenas que rechazaron un proyecto constitucional que básicamente abandonó las banderas que generaron su espacio de deliberación y las reemplazó, unilateralmente, por otras. Qué importantes las lecciones de Gonzáles Prada, cuando advierte al intelectual acerca de los límites de su liderazgo sobre las masas y subraya los peligros de su propia soberbia.

Caudillismo, populismo, clientelismo, militarismo, corrupción, precariedad de los servicios del Estado, absoluta crisis de valores – sí, en efecto- pobreza y pobreza extrema, hambre, son las principales características de una sociedad que no solo es informal en más del 70% de la población del país, sino que piensa, actúa y respira informalmente, y que ve al Estado como la fuente de enriquecimiento, desde los grupos de poder hasta los aspirantes a funcionarios, igual que sus homólogos españoles de nuestro virreinato, hace siglos.

Haya y Mariátegui lo tuvieron claro:  hay que partir de la realidad, y, tras conocerla a fondo, teorizar sobre ella. Por eso ambos sufrieron el exilio simbólico de la Comintern: ninguno aceptaba ortodoxias teóricas. La república, en efecto, es una utopía, por eso tiene que pensarse como lugar de llegada -nunca como punto de partida- de una examinación cuyo principio solo puede ser la definición más cabal y ceñida posible de lo que somos, del presente en el espacio y en el tiempo, del único lugar que realmente existe y desde el cuál todo comienza y se proyecta.

*Tomo prestado el título, del libro de nombre análogo de Tulio Halperin

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Haya de la Torre, Mariátegui, República

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