Si las agresiones verbales y físicas se siguen tolerando contra políticos y periodistas, el tema va a escalar y podemos llegar a situaciones lamentables cuando la campaña electoral comience y los ánimos estén sumamente polarizados, como lo estarán en la que anticipadamente podemos prever será una de las contiendas más virulentas de nuestra historia política reciente.

Lo sucedido recientemente con el congresista Alejandro Cavero es inadmisible y se suma a una larga lista de personas agredidas, de uno y otro lado del espectro ideológico, cada vez con más violencia. La gente está irritada, es comprensible, pero la opinión pública -léase, líderes de opinión- no puede soslayar o celebrar que algo así ocurra, como ha sucedido en algunos casos.

Mañana a algún desadaptado se le ocurrirá utilizar un arma de fuego o propinar una golpiza mortal a un periodista o una autoridad porque le sale del forro y allí lamentaremos no haberle puesto coto a esta estúpida práctica de cancelación social.

Ya hemos pasado en el país años de violencia política, no solo en la época del terrorismo senderista o emerretista. En nuestra historia republicana ha habido muchos periodos signados por la agresiva conducta de grupos sociales, unos contra otros, con saldo de muertos. ¿Queremos repetir eso? ¿Ser testigos de un magnicidio? ¿Ponernos al borde una vorágine violentista en la que, qué duda cabe, pondrán su cuota las mafias ilegales que tienen intereses en la política y ya mandan matar a adversarios o autoridades que se les enfrentan?

Alegrarnos porque el agredido es de otro bando es inmoral y esa laxitud ética es la que va a conducir a alentar que se mantengan y prolonguen actitudes de ese tipo. Si la condena social recayera sobre estos agresores, podríamos ir conteniendo una práctica que debe ser desterrada del escenario político peruano.

Suficientes problemas tenemos en el país (mediocridad gubernativa, crisis económica, zafarrancho político, desmesura congresal, informalidad criminal, ineficiencia estatal, inseguridad creciente), como para sumarle a ellos violencia política.

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Alejandro Cavero

La mejor noticia política que el Perú democrático, con proyección liberal y republicana, podría tener,es que el fujimorismo no pase a la segunda vuelta y empiece así su proceso de extinción.

Keiko Fujimori hoy encabeza las encuestas de preferencia electoral, pero con su tradicional piso cercano al 10%. No le alcanza para tener asegurado el pase a la jornada definitoria. Basta que un candidato de derecha o de centro despunte y así la sacaría de carrera (estamos dando por descontado que por lo menos algún candidato de la izquierda va a pasar: Antauro Humala, Guido Bellido, Aníbal Torres, Lucio Castro, entre los que más posibilidades tienen).

La actitud política puesta de manifiesto por el fujimorismo en este periodo congresal ya no deja lugar a dudas de su entraña crecientemente autoritaria, conservadora y mercantilista. Lo de PPK no fue un capricho, fue un sentimiento arraigado en el keikismo, que ha desnaturalizado la heredad fujimorista de los 90 en buena parte de sus contenidos.

Lo que está haciendo el fujimorismo en alianza con César Acuña, le va a costar caro. Su apoyo incondicional al régimen de Boluarte no se lava ni siquiera con una vacancia de acá a medio año. Es un pecado imborrable y el electorado lo tendrá en cuenta a la hora de acercarse a las urnas.

Ni siquiera su eventual libramiento judicial del mamarracho de acusación del caso cocteles le servirá a Keiko Fujimori para presentarse como una opción refrescada y renovada frente al electorado. Su actuación política en el Congreso la condena.

Cabe pensar, inclusive, que en el fujimorismo eso ya lo tienen claro. El otorgamiento de poderes superlativos al futuro Senado implica un menoscabo al Ejecutivo. ¿Acaso eso constituye el escenario ideal para un gobierno electo? Pareciera que ya el fujimorismo tiró la esponja, se ha percatado que teniendo predominancia congresal alcanza cuotas de poder enormes y beneficios mercantilistas ostentosos, sin necesidad de asumir los costos de tomar las riendas del Ejecutivo.

Una soberana cachetada ciudadana merece el fujimorismo. Ojalá las urnas así lo expresen en abril del 2026 y nos libremos de una vez por todas de una tara política que ya no merece la definición electoral y el beneficio del mal menor, como sucedió en la segunda vuelta con el inefable Pedro Castillo.

No hay en el panorama de la oposición un líder que encabece el malestar profundo que ocasiona el desacreditado régimen presidido por Dina Boluarte.

Hay sí algunos líderes que muestran su disconformidad y no escatiman críticas al gobierno (Rafael Belaunde y Jorge Nieto fundamentalmente, de los presidenciables), pero una cosa es prodigarse en medios de comunicación a lanzar un perfil divergente y otra erigirse en un líder opositor.

Era una ley en los primeros años de la transición que quien encabezaba la oposición luego se hacía de la presidencia. Lo fue Toledo respecto de Fujimori, García con relación a Toledo y Humala respecto de García. Ya después vino la disfuncionalidad con las elecciones del 2016 y el inicio de la grave crisis política por la que transitamos desde entonces, en la que nada es predecible y la lógica política perdió credenciales.

La izquierda misma es sumamente beligerante respecto del gobierno actual, pero no logra constituir un liderazgo opositor fuerte. Ni siquiera Antauro Humala, el más potente líder izquierdista se puede endosar ese perfil.

Los empresarios, los medios de comunicación, los movimientos regionales, los gremios sindicales y sociales, la sociedad civil casi en su plenitud, son hipercríticos del gobierno fallido que nos ha tocado en suerte, pero ese estado de ánimo no encuentra expresión política y nadie de la clase política parece haberse propuesto en serio representar esa actitud.

El secreto parece estar en acompañar el discurso crítico de la movilización callejera o de la activación de colectivos que expresen ese malestar ciudadano. No basta con aparecer en medios, en entrevistas televisivas, radiales o escritas para alcanzar esa dimensión opositora que se requiere, y que quien capture se asomará con mayores posibilidades en las elecciones del 2026.

Si hoy se hiciese una encuesta sobre quién es el líder de la oposición, probablemente aparecerán muchos, pero con escuálido porcentaje. No hay una figura que se encarame sobre el resto y eso, a su vez, va a contribuir a hacer de la fragmentación -de por sí una desgracia- un mal mayor al que ya por sí contiene.

La del estribo: vale la pena darse un salto hoy por el centro de Lima y acudir a la sala Alzedo del teatro Segura, y disfrutar una gran obra, Tiempos mejores, bajo la dirección de Roberto Ángeles y la dramaturgia de Mikhail Page y Rasec Barragán. Entradas en Joinnus. Aproveche que el tráfico está fluido ya que se acabó la procesión del Señor de los Milagros.

Normalmente, en un gobierno afiatado y funcional, el presidente de la república ratifica la designación de los ministros y los defiende a capa y espada frente a las turbulencias políticas que puedan surgir.

No es el caso de Dina Boluarte. A su expremier Alberto Otárola lo dejó caer víctima de una conspiración palaciega y no le importó un ápice que el susodicho se haya fajado hasta los extremos más impensados para defender al gobierno y, en particular, a la primera mandataria.

Lo mismo ha sucedido con el exministro de Energía y Minas, Rómulo Mucho, a pesar de que no era ninguna piedra en el zapato de Palacio (su ductilidad para aceptar el brulote de Petroperú demuestra que Mucho estaba dispuesto a ceder en lo que sea a costa de mantener el cargo). Boluarte simplemente dio la orden de mover todo el poderpalaciego para impedir la censura del ministro de Inclusión y Desarrollo Social, Julio Demartini y a Mucho lo entregó en bandeja a las barras bravas parlamentarias.

Nos hace recordar la actitud del taimado Vizcarra -sobre quien ojalá caiga todo el peso de la ley en estos días- respecto de su breve Premier, Pedro Cateriano. Lo nombró, pero nunca imaginó la vitalidad de Cateriano para encaramarse sobre el cargo que le asignaron. Ello no fue del agrado de Vizcarra y astuta y traicioneramente no movió un dedo para impedir que el Congreso le niegue la confianza y lo obligue a renunciar.

Boluarte juega a la política menuda en Palacio. Tiene a un Premier nominal en Gustavo Adrianzén, pero despacha primordialmente con el primer ministro en la sombra, Eduardo Arana, ministro de Justicia, probable sucesor de Adrianzén prontamente.

Como resultado de ello, eleva los niveles de precariedad política que de por sí ya exhibe el Ejecutivo. Con ministros en salmuera, sin seguridad respecto de su permanencia, con la certeza de que la palabra presidencial no vale nada a la hora de ser defendidos frente a una crisis -salvo que sean del círculo de poder cercano de la gobernante-, no hay estabilidad política posible.

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Dina Boluarte, Juan Carlos Tafur, Otarola

No me parece una mala noticia que el gobierno haya decidido tomar distancia del empresariado, dejando de asistir en bloque (ningún ministro ni la presidenta acudieron al último CADE) al evento empresarial más importante del año.
Claramente, ello ha obedecido a los pronunciamientos críticos de varios gremios empresariales respecto de decisiones gubernativas, siendo la cereza del postre una encuesta de Ipsos a los propios asistentes al evento que mostraba una enorme desaprobación de la gestión presidencial.
Los organizadores lamentaron esa ausencia, aunque la revistieron de sensatez al considerar que ello era un acicate a seguir propendiendo a un acercamiento del gobierno con la inversión privada. La verdad es que veo más bien como una buena noticia esa ausencia y esa distancia premeditada.
No les hace bien a los poderes fácticos de la derecha ser asociados con el régimen. Ya suficiente con que la ciudadanía identifique a este gobierno como el resultado de una coalición de derechas afincadas en el Congreso como para que el núcleo duro de la derecha -el empresariado- también se vea metido en la colada.
No pierde nada el inversionista privado con esta lejanía. Igual, sus decisiones de invertir o no se van a mantener, hayan visto presencialmente a ministros o a la gobernante o éstos hayan brillado por su ausencia.
El empresariado debe seguir con el pie en alto siendo vigilantes y críticos de la mediocre gestión gubernativa. Este es un gobierno que no ata ni desata y el empresariado se equivocó garrafalmente al inicio de la gestión de Boluarte cuando ponderó la relativa estabilidad que ofrecía -luego del caos castillista-y le endosó un apoyo superlativo. Después, felizmente, ha enmendado el error.
No hay que darle tregua al gobierno. Sus actos son de una ineficacia e indolencia tales que ameritan una actitud crítica no solo de los medios de comunicación -que felizmente es mayoritaria-, sino también de la sociedad civil, dentro de la cual el empresariado es pieza fundamental.

Se está discutiendo en el Congreso la posibilidad de que se permita el financiamiento a los partidos por parte de personas jurídicas privadas. Eso es bueno siempre y cuando no sea anónimo, como pretende un sector del Parlamento, sino abierto y transparente.

Al haberse cerrado esa posibilidad, lo único que se logró fue que los sectores de las economías delictivas, con claros intereses de influencia política, se acercaran a los candidatos y les financiasen sus campañas, como sucedió con Pedro Castillo y muchos otros, que luego retribuyen ello con leyes propicias o vistos buenos estatales a su quehacer delictivo.

Al abrir la cancha a la posibilidad de financiamiento privado se reduce esa influencia, pero no se logrará acotar plenamente. Nada impide que el narcotráfico, la minería ilegal, los tratantes de personas o los transportistas informales hagan bolsas de dinero para apoyar candidaturas a cambio de favores posteriores.

El mejor remedio a esa desestabilizadora posibilidad -afecta directamente la gobernanza democrática- es dotar a la ONPE de mayores dientes para fiscalizar el tema. Por lo pronto, que sea obligatorio bancarizar no solo los aportes sino también los gastos. Y, lo más importante, que si se descubriera un desbalance grosero, que revelaría el ingreso de dineros ilegales, la ONPE tenga la capacidad de suspender la presencia de ese partido en la lid electoral. Hoy no lo puede hacer, simplemente controla un par de veces o tres el proceso, pero no puede establecer sanción alguna.

Que la economía esté controlada en amplios sectores por mafias criminales es un tremendo problema que se debe resolver con celeridad. Pero que la política también lo esté, ya constituye un riesgo mayor, porque colocaría al Estado en manos de lógicas delictivas abiertas, desnaturalizando la esencia misma de la democracia y la gobernabilidad que se busca recuperar luego de haber sufrido dos gobiernos nefastos, como los de Pedro Castillo y Dina Boluarte.

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Dina Boluarte, ONPE, Pedro Castillo

Mientras la derecha siga restringiendo su narrativa a la defensa del modelo económico, no tendrá ningún porvenir electoral auspicioso. Es cierto que la dinámica de la inversión privada debe recuperarse a los niveles de los 90 y la primera década del siglo XX, pero esa promesa debe ser bandera primordial de los gremios empresariales.

Los políticos de derecha deben romper los moldes tradicionales bajo los cuales se han movido regularmente en el país. Al respecto, me atrevería a señalar cuatro ejes básicos de políticas estatales que la derecha debería incorporar a su arsenal ideológico y político: salud y educación públicas, lucha contra la inseguridad ciudadana y reforma del proceso de regionalización.

Si los gobernantes de la transición post Fujimori hubieran hecho su tarea en esos aspectos y hoy el Perú tuviese una salud de primer orden, educación pública de alta calidad, seguridad en las calles y una descentralización operativa y eficaz, el país sería otro, viable y con la ciudadanía básicamente satisfecha con el statu quo.

No fue así. Los gobernantes de la transición descuidaron por completo esas labores y dejaron al país inerme frente a la pandemia, lo que generó un malestar ciudadano tan gigantesco que luego fue la causa de la llegada de un improvisado a la presidencia, como fue Pedro Castillo. Esta vez, el malestar que ocasiona la pésima gestión pública de Dina Boluarte es igual o mayor al que existía el 2021 y augura por ello -lo diremos hasta el hartazgo- la aparición de figuras antisistema.

Escuchar a un candidato de derecha hablar de estos temas sería inédito, inusual, rupturista, y le arrebataría a la izquierda el monopolio del manejo estatal, bajo criterios más modernos y eficientes, seguramente. Ya de por sí sorprende que en el tema de la inseguridad ciudadana, no haya un solo candidato de la derecha -en un tema que propicio para ella, además- salir a plantearle al país una solución cabal al problema (solo Antauro Humala y Carlos Álvarez se pronuncian regularmente sobre el tema).

La derecha se va a tener que esmerar por encima de lo habitual si quiere asomarse a la justa electoral del 2026 con posibilidades reales de disputarle al fujimorismo y a la izquierda radical el protagonismo que de antemano, ambos sectores ya tienen asegurado. Propuestas de reforma del Estado pueden ser un caballito de batalla capaz de refrescar el discurso habitual de las derechas

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derecha peruana, Estado peruano

Según la última encuesta del IEP sigue creciendo la gente que descree de la política y que engrosará el ejército de votantes antisistema, más allá de su filiación ideológica.

Así, entre noviembre del año pasado y noviembre de este año, la gente a la que le interesa nada la política ha crecido de 21 a 35%, catorce puntos, una diferencia significativa y crucial. A la que le interesa poco ha disminuido de 35 a 28%, pero sumando ambas, la gente que le interesa poco a nada la política era el 56% de la ciudadanía a fines del 2023; hoy es el 63%.

La gente de centroderecha se contenta con los resultados de autoidentificación ideológica, que en esta misma encuesta muestran un predominio de este sector (izquierda 25%, centro 39% y derecha 36%), y creen que está la cancha inclinada su favor.

Sin embargo, la gente que mayoritariamente dice que le interesa poco o nada la política va a votar no por su identidad ideológica sino por su estado de ánimo, claramente disidente del statu quo, y harto de las cosas como están funcionando.

En esa medida, crecerán las opciones radicales disruptivas, que en este momento casi monopolizan los candidatos de la izquierda (Antauro Humala, Guido Bellido, Aníbal Torres, en alguna medida Verónika Mendoza, quien inteligentemente ha radicalizado su discurso).

La única forma de romper esta tendencia es que la centroderecha perfile sus respectivas candidaturas como radicales y disruptivas, críticas al extremo del establishment boluartiano, del fujimorismo predominante y logren confirmar alianzas novedosas y atractivas al electorado.

Si de acá a abril del 2026 eso no ocurre, el camino está empedrado para una segunda vuelta entre Keiko Fujimori y un candidato de izquierda, o, inclusive, entre dos candidatos de izquierda. El malhumor ciudadano pesará más a la de hora acercarse a las urnas que la eventual identidad ideológica del votante. El 2026 predominará la irritación, la cólera anidada y contenida de años de mediocridad y desvergüenza exhibidos por el régimen de Boluarte, de la mano de un Congreso tan deslegitimado como ella, y al que la gente aborrece sin distinción.

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encuestas IEP, Keiko Fujimori

Fueron vanas las ilusiones del premier Gustavo Adrianzén respecto de que la cumbre APEC podría haber logrado que la aprobación de la presidenta Boluarte mejorase un poco. Dos encuestas hechas con posterioridad (IEP y CPI) revelan que o sigue bajando o está estancada en los bajísimos niveles que mostraba antes del evento internacional.

En otras circunstancias, con otro gobierno, el impacto del foro internacional, con la presencia de mandatarios de las principales potencias del mundo y el logro de importantes acuerdos en beneficio del país, sí hubiera redundado en un rebote estadístico a favor del régimen, pero el desprestigio y descrédito del gobierno actual es de tal envergadura que ni eso la ha ayudado a mejorar sus indicadores de popularidad.

Según la medición del IEP, El 76% indica que la situación económica es peor que hace un año. Ocho de cada 10 encuestados creen que la situación política es peor que hace doce meses (pasa del 71 al 80%). Y lo más preocupante es la seguridad: el 90% cree que es peor que en 2023. Y como cereza del postre, la sensación de que la corrupción se ha incrementado llega al 82%.

Si le sumamos el inicio sangriento del régimen (eso le va a pesar políticamente y también penalmente a la mandataria) y la ausencia absoluta de políticas públicas (vemos ahora último el mamarracho llamado Ley MAPE para resolver el tema de la minería informal), y la constatación de que no hay una sola entidad pública que haya mejorado sus niveles de actuación y de provisión de servicios (pasaportes, brevetes, DNI, etc,), se entenderá perfectamente el grado refractario del gobierno para una mejoría ante el parecer de la ciudadanía.

No hay remedio para este gobierno. Ni cambios de gabinete, ni anuncios grandilocuentes, como la inauguración del megapuerto de Chancay, ni eventos superlativos (como la cumbre APEC), ni discursos reiterados, harán que la aprobación del régimen aumente. Y lo peor es que al gobierno eso no le importa. Y se nota.

Boluarte confía en que la conjunción de intereses con la coalición mafiosa del Congreso la sostendrá en el poder a toda costa y eso es lo único que le interesa. Qué desolador que nuestros dos bicentenarios (2021 por la proclama de San Martín) y 2024 (por la batalla de Ayacucho) nos hayan tocado en suerte gobernantes como Pedro Castillo y Dina Boluarte, incapaces de entender el profundo significado republicano de las fechas.

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Congreso, gobierno de boluarte
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