En lugar de estar perdiendo el tiempo en conspiraciones golpistas o violentistas, la derecha haría bien en empezar a pensar cómo conforma una mayoría parlamentaria capaz de contener los arrestos constituyentes del presidente electo, Pedro Castillo, quien parece no entender que no es el momento, que no tiene la fuerza política para hacerlo y que además arruinará su aparente opción de moderación económica.

La derecha tiene 43 votos y el centro 44 (o 45 si Héctor Valer, expulsado por López Aliaga de Renovación Popular, se adhiere a este sector). Suman 88 votos, número suficiente para, inclusive, vacar a Castillo si éste decide romper los cánones constitucionales para emprender el camino constituyente, es decir, convoca a un referéndum de facto de inmediato o luego de recoger firmas (ni aunque recolecte diez millones puede saltarse el camino previo de la aprobación congresal).

Lo natural es que Fuerza Popular, Renovación Popular y Avanza País conformen un bloque de centro derecha democrático junto con Acción Popular, Alianza para el Progreso, Podemos, Somos Perú y los morados. Juntos tienen el poder de disuasión suficiente para hacerle entender a Castillo que debe discurrir dentro de los márgenes constitucionales.

Podrá haber votación diferenciada en lo que se refiere, por ejemplo, a aprobar el paquete tributario que Pedro Francke ha anunciado respecto del sector minero o eventualmente apoyar alguna reforma constitucional puntual, pero en lo que debe haber una sólida y pétrea unidad es en impedir que Castillo apruebe la reforma del artículo 206 para conducirnos a una Asamblea Constituyente o, lo que sería más grave, que pretenda hacerlo sin seguir los preceptos constitucionales (si así lo hace, lo que corresponde de inmediato es que se procese su vacancia).

Lo más probable es que este acuerdo pase por la renuncia de Fuerza Popular y de Renovación Popular a presidir la Mesa Directiva. Sería lo más adecuado. Ambos partidos son polarizantes y será más fácil convencer al centro de sumarse a este acuerdo multipartidario si se antepone la vocación de renuncia al protagonismo.

Embarcada en teorías conspirativas absurdas, llamamientos golpistas y miradas de soslayo a actitudes violentas, la derecha se ha olvidado de hacer política y eso pasa en estos momentos por asegurar un Congreso de contención opositora.

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Asamblea Constituyente, Pedro Castillo, Pedro Francke

En medio de la batahola generada por su proclamación, con clara realidad en contra de la opinión pública respecto del tema y con una situación fáctica congresal adversa, Pedro Castillo lanza ayer un tuit insistiendo en la necesidad de una nueva Constitución.

Esperemos que solo sea un afán de insistir en una propuesta de campaña, pensada para aquietar las expectativas de algunos de sus votantes (los más ideologizados de izquierda), pero que pronto se soslayará por la sola fuerza de los hechos.

En el Congreso, ya se sabe que desde el centro, ni Acción Popular ni Alianza para el Progreso (los grupos mayoritarios fuera de la derecha) le darán sus votos para que pueda conseguir siquiera los 66 que le permitan dar inicio a la reforma del artículo 206 que a su vez le permita al Ejecutivo convocar a un referéndum que plantee la Constituyente.

Es una iniciativa que nace muerta. A lo más que podría aspirar Castillo, sin violentar la Constitución, es a aprobar algunas reformas puntuales, pero para ello tendría que lograr cierto consenso con el centro. Si no, no hay forma, a menos que se atreva a saltarse a la garrocha el orden constitucional y que se exponga a las consecuencias legales y fácticas se semejante dislate (lo que va desde una vacancia hasta un golpe militar restaurador del orden constitucional).

Tiene tanto por hacer en materia de reformas de políticas públicas y de hacerlo desde una perspectiva de izquierda, más allá del libre mercado, en salud y educación pública, en seguridad interna para los más pobres, inclusión digital de los sectores populares, en políticas tributarias, etc., que gastar energías en impulsar un cambio constitucional suena irracional y autodestructivo. Es un homenaje fallido a un fetiche de la izquierda.

Esperemos que Castillo entienda pronto la magnitud del desafío de lograr cambios cualitativos en las materias señaladas, el mismo que excede largamente lo que anteriores gobiernos han hecho en materia de reformas, para que abandone la terca insistencia en un proceso político que tirará por la borda su gobierno.

El día que la izquierda arrase en las elecciones presidenciales, obtenga además una mayoría congresal y encuentre al país comprometido con un momento constituyente, pues nadie le podrá negar el derecho de hacerlo. Pero ese día, claramente, no ha llegado con el triunfo ajustado de Castillo, con minoría en el Parlamento y con la ciudadanía más preocupada de la urgencia pandémica y la reactivación económica.

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Asamblea Constituyente, Congreso, Pedro Castillo

La radicalización de la ya extrema derecha peruana, al punto de transitar el camino de la violencia política (es hora de ponerle coto policial a semejante actitud), puede ser solo un preámbulo de la desaparición paulatina de este sector del espectro ideológico nacional.

Si, como todo lo hace pensar, Castillo modera su propuesta económica, perceptible por los nombres que se van conociendo de su inminente gabinete ministerial, y además acota la eventualidad de una Constituyente, le quitará por completo la alfombra a cualquier escenario de polarización futura.

Además, una opción de centroizquierda, en la actual circunstancia, cosecharía los beneficios de la situación económica internacional y al cerrar brechas groseras en materia educativa y sanitaria, podría conducir a un gobierno con altos niveles de popularidad y a una atmósfera política bastante más estable que la actual.

Hay que recordar que el propio triunfo de Castillo se debió a la confluencia simultánea de crisis económica, sanitaria, social y política. Estas elecciones fueron, en ese sentido, lo más parecido a las de los 90, cuando triunfó un outsider como Fujimori.

En las elecciones de este año iba a haber un disruptivo de todas maneras. Lo fue George Forsyth buena parte de la campaña, surgió López Aliaga, luego apareció Lescano y en el tiempo preciso electoral lo hizo Castillo (si la elección era dos semanas después, probablemente surgía otro).

Nada hace pensar que el 2026 (o antes, si se cumple el sueño húmedo de la ultraderecha de vacar a Castillo) se vaya a repetir un escenario similar. Ya la pandemia estará bajo pleno control, la economía en plan de recuperación (como ya lo está), con menor conflictividad social (propia de un régimen de izquierda) y probablemente sin crisis política.

La ultraderecha solo cosecha del caos que ella misma contribuye a crear. Probablemente marque cierta agenda, más aún si se tiene en cuenta la derechización del aparato mediático televisivo, pero el bullicio caerá en saco roto si Castillo gobierna desde la centroizquierda.

La ultraderecha merece atención, sin duda. Surgió y creció en otros países por ser soslayada ingenuamente. Pero tampoco hay que regalarle una proyección de éxito cuando, más bien, todo apunta a que felizmente para la democracia peruana, haya sido solo un hipo tóxico que terminará por irse extinguiendo.

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Asamblea Constituyente, Pedro Castillo, Ultraderecha

Queda cada vez más claro que Pedro Castillo va a necesitar del apoyo político del centro congresal si quiere gobernar con tranquilidad y además no depender de los votos cerronistas dentro de la bancada de Perú Libre.

El centro suma 45 votos en el Parlamento (43 la derecha y 42 la izquierda), con la sumatoria del congresista Héctor Valer, expulsado tontamente de Renovación Popular por Rafael López Aliaga, ya que con ello rompió la capacidad de veto que tenía la derecha, con sus 44 votos, para cualquier reforma constitucional, elección de magistrados del TC o directores del BCR.

Obviamente, no se trata de que Acción Popular, Alianza para el Progreso, Podemos, Somos Perú y los morados le otorguen sus votos a cambio de nada. El acuerdo debe pasar por la moderación económica y política de Castillo, su abandono de las banderas estatistas de la primera vuelta y de su afán de convocar a una Asamblea Constituyente a trompicones.

Esa decisión eventual de Castillo le va a costar, probablemente, una ruptura con el radicalismo cerronista, quien acaba de publicar una convocatoria a un evento para el 24 de julio donde en la práctica lo compele a Castillo a someterse a su lógica política. Castillo puede perder a doce o quince congresistas cerronistas si se aparta de la línea radical y con mayor razón va a necesitar de los votos del centro para gobernar sin sobresaltos.

Jaloneado entre la extrema izquierda cerronista y la extrema derecha lopezaliaguista, Castillo puede discurrir por los linderos de una centroizquierda legítimamente. Nadie le puede pedir que se vuelva un gobernante de derecha (lo de Humala ha marcado a sangre y fuego a la izquierda como una traición indigerible e imperdonable y sería absurdo exigirle a Castillo que se ponga el polo blanco).

La incertidumbre que existe aún respecto de cuál será la línea programática, en materia política y económica, del gobierno entrante solo se empezará a resolver luego de su proclamación y su reaparición pública concomitante, pero de antemano sería muy importante que el centro se manifieste y le haga entender a Castillo que hay posibilidad de construir puentes de gobernabilidad que no pasen por la renuncia de sus propuestas esenciales de gobierno (aumento recaudatorio, inversión potente en salud y educación, infraestructura popular, etc.). Eventualmente, inclusive, alguna reforma constitucional puntual podría ser aceptable como parte del intercambio político y el centro le daría los votos para lograr los 66 votos que luego permitirían convocar a un referéndum. Ases bajo la manga hay muchos.

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Asamblea Constituyente, Pedro Castillo, Rafael Lopez Aliaga

Pedro Castillo va a arruinar su gobierno si insiste, como parece por la convocatoria que ha lanzado Perú Libre para la próxima semana, en la realización de una “Asamblea Plurinacional Constituyente” y de un referéndum para el 2022.

No tiene el mandato ni la legitimidad para refundar la República. Ha ganado con las justas, y, según las encuestas, aún entre sus propios votantes, la mayoría no está de acuerdo con un cambio total de la Constitución.

Tiene, además, una posición relativa en el Congreso que no le permite llevar a cabo tal Asamblea. Solo tiene 42 votos fijos, a los que eventualmente podrá sumar algunos estratégicos, pero que difícilmente lo acompañarán si insiste en su propuesta maximalista.

La única vía legal que le queda es la de forzar la disolución del Congreso haciendo cuestión de confianza por un proyecto de reforma del artículo 206 para permitirle al Ejecutivo una tercera vía de reforma constitucional, como sería convocar directamente un referéndum para aprobar la Constituyente.

Lo más probable es que no obtenga el voto de confianza y así se vería obligado a recomponer un nuevo gabinete que insistiría con lo mismo. Si se le vuelve a negar el respaldo, recién entonces podría disolver el Congreso e ingresaríamos a una espiral endiablada de elecciones (elecciones para nuevo congreso, aspirar a tener en él a por lo menos 66 congresistas que le permitan aprobar la reforma del 206 en primera instancia; luego, convocar a un primer referéndum para consolidar la misma; si lo gana, convocar recién entonces al segundo referéndum para ver si el pueblo quiere una Constituyente; si gana ese referéndum recién convocaría a elecciones para la Constituyente y ésta deliberaría por lo menos ocho meses hasta arrojar un nuevo texto constitucional).

En ese trance, polarizaría al país, tendría durísima resistencia en el Congreso (la derecha y el centro unidos lo podrían vacar apenas se ponga en evidencia su intención de disolver el Congreso), generaría inmensa incertidumbre económica, muy pocos empresarios se animarían a invertir en tanto no se aclare el panorama, etc.

Castillo puede llevar a cabo el 99% de sus planteamientos de reforma izquierdista del modelo sin cambiar la Constitución. Insistir en ello solo revela una terquedad digna de mal augurio o una sujeción política a las redes radicales de Perú Libre que controla Vladimir Cerrón. Su insistencia en la Constituyente lo coloca a Castillo en una disyuntiva: o es un necio o es un títere.

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Constituyente, Pedro Castillo, Perú Libre

Hace dos semanas, voceros calificados del keikismo se esmeraron en informar a los medios de un presunto distanciamiento de la lideresa de Fuerza Popular respecto de la estrategia beligerante y belicosa de la ultraderecha representada por Rafael López Aliaga, quien había anunciado que no reconocería el triunfo de Pedro Castillo.

Ello ocasionó, inclusive, fricciones en la organización de sendos mítines en paralelo, dando a entender claramente que Keiko Fujimori iba a seguir una ruta distinta, que pasaba por el reconocimiento de su derrota. Se mantenía un perfil opositor a Castillo, pero bajo los cauces democráticos legales.

¿Qué pasó en ese lapso, que hoy nos muestra a Keiko anunciando que no reconocerá a Castillo como Presidente? ¿Alguien le habrá sugerido que no puede permitir que el liderazgo de la oposición se lo arrebate López Aliaga y que eso pasa por radicalizar su postura y mimetizarse con aquél? ¿No importa, en ese cálculo, la lección de lo sucedido con Kuczynski, donde su labor de obstrucción necia casi destruyó su partido?

¿La habrán animado los cantos de sirena golpistas de encumbrados personajes de talla mundial, como Mario Vargas Llosa, y aspirará a que eventualmente se produzca algún acontecimiento que interrumpa la unción de Castillo o recorte su mandato y pensará que en el impensado nuevo escenario electoral inmediato, ella debe estar en forma, manteniendo la beligerancia al extremo?

El error de cálculo estratégico puede ser suicida. Porque si, más bien, Castillo es proclamado, asume el 28 de julio, ejerce un gobierno de centroizquierda y se beneficia del contexto económico internacional, lo más probable es que llegue en buen pie al 2026 y que en esa circunstancia, le deje un buen capital político a quien, desde la izquierda, quiera tomar la posta (probablemente alguien como Indira Huillca).

¿En ese escenario, acaso cree Keiko o quien la esté asesorando, que su ultraderechización y alejamiento del centro -camino autodestructivo que ya recorrió desde el 2016- le fortalecerá un patrimonio electoral o, más bien, la condenará una vez más a la derrota?

La única manera de que Keiko se alce con el triunfo en las próximas elecciones pasa porque capture el espacio de la centroderecha liberal y se comporte democráticamente. En ese nicho no tiene competidor y lo más probable es que no aparezca ninguno en el horizonte. Comete un grosero error convirtiéndose en una caricatura destemplada de Renovación Popular, el partido ultraconservador. Le está haciendo la campaña a Rafael López Aliaga.

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Keiko Fujimori, Mario Vargas Llosa, Rafael Lopez Aliaga

Uno debería creer que luego de 20 años ininterrumpidos de democracia, con cinco presidentes electos consecutivamente -un periodo inédito en nuestra historia republicana, llena de golpes militares-, la democracia como sistema habría alcanzado algún arraigo en nuestro pueblo y en nuestras élites.

Más aún si en ese lapso democrático, el país, a pesar de gestiones mediocres o corruptas, ha alcanzado logros económicos significativos en niveles de crecimiento del PBI per cápita, disminución de la pobreza y las desigualdades y crecimiento de la clase media (supuesto sostén sociológico de las democracias globales).

Pero lo que se aprecia en estos días es una defección democrática de nuestra clase política mayoritaria y nuestras élites sociales, tanto de la derecha como de la izquierda.

El triunfo de Castillo, hombre de pueblo, izquierdista y poco versado en asuntos administrativos, ha despertado no solo un vendaval de racismo y clasismo sino también de golpismo desembozado, de personajes impensables de voluntades antidemocráticas (el caso de Mario Vargas Llosa es el más penoso). Los llamados al golpe crecen y bajo el pretexto falaz de un fraude solo existente en las afiebradas conciencias de la ultraderecha, se invoca a los militares a poner fin al proceso democrático en curso.

A la par, cuando la ocasión sería propicia para que la izquierda haga gala de principismo democrático, ante la primera prueba de validación en esa perspectiva, demuestra que la democracia representativa y las libertades políticas le importan un rábano.

Las maravillosas protestas sociales contra la dictadura cubana son vistas de soslayo, con hipócrita silencio, por la izquierda peruana, la radical y la moderada, a quienes le importa más el sostenimiento de un régimen ideológicamente afín, sin importar el fracaso social y económico al que ha conducido a su pueblo. Ni el terrible menoscabo de las libertades individuales de la que hace gala la dictadura contemporánea más longeva de la región, los anima siquiera a un barniz crítico.

Si la derecha y la izquierda peruana parecen tan poco convencidas del inmenso y superior valor moral de la democracia, habrá que deducir que este periodo republicano del post fujimorismo solo ha sido accidental, producto de una reacción traumática a los acontecimientos de los 90, pero que no ha hecho carne en nuestra sociedad o por lo menos en sus élites políticas.

En otros momentos de nuestra historia, las Fuerzas Armadas ya habrían dado un golpe de Estado e impedido el ascenso al poder de un candidato de origen popular, de izquierda y de incierta capacidad ejecutiva.

Felizmente, todo parece indicar que nuestros altos mandos militares han entendido el sentido republicano de su existencia, que está dada para proteger la Constitución, no para violarla a su antojo. Son garantes de la Constitución, no del gobierno de turno ni de apetitos de poder que puedan albergar algunos malos oficiales.

Han resistido la presión de la ultraderecha nativa, claramente golpista, de excompañeros de armas (una minoría, sin duda, frente a los miles de exoficiales demócratas), e inclusive, del aval brindado por nuestro intelectual más connotado e influyente, Mario Vargas Llosa, quien ha llegado a decir que todo lo que se haga para impedir el triunfo de Castillo está justificado (a buen entendedor pocas palabras).

No le auguro buen futuro al gobierno de Castillo. Hasta el momento no da muestras de pragmatismo y de retroceder en la suicida idea de impulsar una Asamblea Constituyente, y a la vez no se aprecia un nivel organizativo suficiente como para acometer la tarea endiablada de administrar un Estado fallido como el peruano.

Pero a pesar de ello estamos en la obligación cívica de aceptar los resultados electorales y si Castillo no da la talla, pues que le sirva de lección a sus votantes de no dejarse llevar una próxima vez por razones identitarias o emotivas (claramente, el programa de Keiko Fujimori era muy superior al de Perú Libre; es una lástima que ella no haya ganado).

A la postre, si Castillo enmienda y despliega un gobierno de izquierda sensata, le hará mucho bien a la democracia peruana albergar una rotación ideológica (Humala no es un buen ejemplo, porque traicionó su votación de izquierda y ejerció un gobierno derechista mediocre) y salir indemne del desafío.

Hay que saludar el compromiso democrático de nuestras Fuerzas Armadas. Han logrado digerir el trauma del montesinismo y esa experiencia seguramente la tienen presente los actuales oficiales que vieron desfilar en su momento a sus superiores por la ignominia de la corrupción o del golpismo y pasar días en las cárceles. Son los militares de hoy un ejemplo a destacar en medio de tanto civil antidemocrático y golpista que les toca las puertas para que traspongan los márgenes de la institucionalidad y de la ley.

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FF. AA., Mario Vargas Llosa, Pedro Castillo

Resulta políticamente imperativo que el presidente electo, Pedro Castillo, dé a conocer a la opinión pública su postura global sobre el proceso electoral (tan cuestionado por la derecha recalcitrante), sobre Vladimir Cerrón y Los dinámicos del centro, sobre Pedro Francke y su eventual moderación económica, sobre la peregrina tesis de la Asamblea Constituyente y sobre cómo piensa llevarla a cabo, etc.

No basta con que se reúna ordinariamente y trascienda algo de lo que en esas reuniones se discute, no basta con sus tuits esporádicos o con las declaraciones de algunos voceros, por más autorizados o calificados que sean.

El panorama económico se le muestra propicio. No solo por los precios de las materias primas sino por el boom exportador a los Estados Unidos debido al incremento arancelario que Washington ha aplicado a las importaciones chinas. Si se maneja con sensatez, puede mostrar pronto cifras positivas en recaudación fiscal, volumen de exportaciones, crecimiento del PBI, disminución de la pobreza, etc.

Su problema radica en la parte política y en la incertidumbre que existe respecto de cuáles serán sus postulados institucionales, políticos y económicos. Se enfrenta y enfrentará a una recia deslegitimación interna y externa, llevada a extremos internacionales obtusos por Mario Vargas Llosa y sus satélites.

La pasividad que viene mostrando solo contribuye a tornarlo más precario y débil. La mayoría del país que votó por él debe estar en estos momentos desconcertada, desmovilizada, incipientemente hasta desilusionada porque su líder se esconde, no da entrevistas, no da conferencias de prensa, no se somete a interrogatorios acuciosos, no se pronuncia sobre la coyuntura.

Ya sabemos que Castillo no es un líder carismático ni potente. Eso, probablemente, no va a cambiar por más influjo que ejerza sobre él el poder, pero lo que no puede permitir es que se generan vacíos políticos a su alrededor. De buena fe, hay muchos que no votamos por él que deseamos que le vaya bien, que entienda la racionalidad y pragmatismo que exige su situación congresal y social y logre consolidar una propuesta de centroizquierda viable y potable. Pero su ausencia absoluta lo único que hace es abonar en el terreno de la duda sobre sus reales capacidades gubernativas y fortalece los peores augurios.

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Asamblea Constituyente, Mario Vargas Llosa, Pedro Castillo
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