[PIE DERECHO] Hay algo profundamente autodestructivo, casi suicida, en la conducta política de la derecha peruana. Como si no hubiera aprendido nada de las últimas dos décadas, como si el país no estuviera al borde de un abismo populista, autoritario y antiliberal, insiste en atomizarse, en dividirse, en reproducir sus peores defectos con tozudez admirable. En el ala más recalcitrante de la derecha, compiten sin tregua ni pudor personajes como Rafael López Aliaga, Phillip Butters, Carlos Álvarez y Keiko Fujimori, en una especie de circo de gladiadores donde todos se desgarran mutuamente con una ferocidad que ni el más encarnizado de los marxistas podría soñar.

Del otro lado, en la centroderecha —ese espacio en teoría más sensato, democrático y moderno— hay más de veinte candidatos lanzados o en camino, todos convencidos de su excepcionalidad, todos hablando de unidad mientras conspiran contra ella. Ni una sombra de alianza, ni un atisbo de pacto estratégico. La miopía es tal que parecen ignorar que, mientras ellos se despedazan, la izquierda —esa vieja maquinaria del resentimiento y la utopía fracasada— avanza sigilosa pero firme, tejida de acuerdos, coaliciones y pactos programáticos.

Lo más irónico —y también lo más trágico— es que la derecha peruana debe cargar con el lastre del régimen de Dina Boluarte, el más mediocre, insustancial y moralmente desprovisto de los últimos tiempos. Un régimen que, aunque formalmente de derecha, ha sido un compendio de torpeza, frivolidad y oportunismo. Un pasivo insalvable.

El ánimo antiestablishment, cada vez más profundo y visceral, se ha convertido en el mejor aliado de la izquierda radical, que se presenta como la única alternativa frente a un statu quo corrupto y decadente. Si los astros se alinean, al menos un candidato de esa izquierda llegará a la segunda vuelta. Y si la derecha persiste en su fratricidio, podrían ser dos.

Entonces no será la izquierda la que conquiste el poder: será la derecha la que se lo entregue, en bandeja de plata, cavando con entusiasmo su propia tumba.

 

Que un sector de la izquierda peruana se sume a las filas del castillismo solo revela su degradación moral e ideológica. Porque Castillo no fue un líder popular saboteado por los poderes fácticos de la derecha y caído en desgracia por ese complot, sino que fue una marioneta de sus anhelos corruptos y, finalmente, víctima de un fallido afán golpista y antidemocrático.

Que la torpe mediocridad de su sucesora haya ayudado a borrar esa impronta no es excusa política para quienes, desde la izquierda, léase Juntos por el Perú y Nuevo Perú, hoy pervierten su propósito de renovados liderazgos haciendo de la causa de la defensa del castillismo un signo electoral oportunista.

Castillo fue capaz, en poco más de dieciocho meses, de destruir el Estado peruano, en un reino de improvisación y mediocridad. De haber perdurado, los destinos nacionales se habrían acercado a la bancarrota no sólo económica sino política, social y moral.

Solo la mediocre gestión de Boluarte y su pacto infame con un Congreso controlado por las mafias ha sido capaz de elevar la figura de un líder con pies de barro, y de ello quiere aprovecharse una izquierda que no representa una evolución de su propio pensamiento sino una involución terrible.

Castillo tiene bien ganada la prisión que lo signa. Y se espera finalmente una sentencia severa no solo por su despropósito golpista sino, también -y eso es bueno recordarlo-, por los claros indicios de corrupción, cuyo develamiento lo empujó a querer patear el tablero institucional.

Una izquierda que soslaye ello bajo el solo afán de tentar nuevamente el poder, es abrumador indicio de su grosera involución. Lamentablemente, la inacción de la derecha y sus voceros políticos, empresariales y académicos, han permitido que la conciencia popular no recuerde ello y hoy haga suya la narrativa del pobre hombre del pueblo peruano desbordado por un complot.

Pedro Castillo nunca fue un presidente. Fue una caricatura patética de liderazgo, un usurpador analfabeto que confundió la política con la comedia de improvisación y, atrapado por la ley y su incompetencia, intentó un golpe monstruoso que fue repudiado incluso por muchos de aquellos que alguna vez le dieron un margen de tolerancia. La mera idea de que la izquierda ahora desee resurgir a su semejanza, como un camino de regreso, muestra una bancarrota moral asombrosa y una miopía nauseabunda.

 

[PIE DERECHO] Uno de los espectáculos más deprimentes que ofrece hoy la política peruana es la claudicación abierta de un sector del Congreso ante las mafias de la minería ilegal. No se trata ya de meros coqueteos, de componendas subrepticias o de indulgencias tácitas, sino de una entrega sin disimulo, un matrimonio de conveniencia en el que el poder legislativo se postra, servil y corrupto, ante un sector que simboliza como pocos la destrucción del país.

La izquierda radical —esa misma que pontifica sobre la justicia social y el cuidado del medio ambiente— ha descubierto en las dragas y las motobombas un inesperado botín electoral y financiero. Donde antes veían al capitalismo depredador, ahora ven votos y dinero. Y los otros, los del centro difuso y la derecha mercantilista, simplemente ven sobres. Sobres abultados, sellados con el lodo del oro ilegal, pero que igual abren con manos ansiosas y conciencias anestesiadas.

Este sector del Congreso no legisla: negocia. No representa: trafica. El proyecto de ley que se discute hoy y los que vendrán no buscan formalizar ni fiscalizar, sino proteger, encubrir y legalizar el crimen ambiental, la evasión tributaria y el poder armado de bandas que siembran terror en Madre de Dios, Puno o la selva central. No es exageración: una parte del Congreso se ha convertido en una sucursal del delito.

Asistimos al entierro de la representación democrática, reemplazada por una suerte de bazar inmoral donde se subastan favores, se comercian leyes y se pacta con el crimen. Todo por una porción de esos miles de millones de dólares que mueve la minería ilegal. Y mientras tanto, el país se hunde entre ríos contaminados, bosques arrasados y comunidades sitiadas por el miedo.

¿Quién pondrá freno a esta barbarie institucionalizada? ¿Quién rescatará al Estado de las garras de estos mercaderes de la política? Porque de seguir así, no será la minería la que se formalice, sino el crimen el que tomará carta de ciudadanía. Y entonces ya no quedará nada que salvar.

 

 

Nunca está más oscura la noche que cuando está por amanecer. Ese viejo proverbio chino, repetido con resignación por quienes han atravesado tiempos difíciles, se adapta con precisión a la situación actual del Perú. Nos hallamos sumidos en una oscuridad que parece interminable: corrupción rampante, inseguridad desbordada, una clase política desacreditada hasta la náusea y una ciudadanía harta, descreída, escéptica. Y, sin embargo, hay motivos para creer que no todo está perdido. Hemos salido de crisis peores. Y lo hicimos —no está de más recordarlo— cuando tuvimos gobiernos capaces de mirar más allá del cortoplacismo vulgar y de los intereses mezquinos.

Lo que el Perú necesita no es una revolución, sino una refundación moral del Estado, un liderazgo lúcido y comprometido que crea, sin dogmatismos ni complejos, en las virtudes del mercado, en la inversión privada como motor del desarrollo y en la necesidad ineludible de contar con instituciones fuertes. Es decir, una democracia funcional, no este remedo que hoy tenemos, donde los poderes se confabulan o se anulan y donde la política se ha convertido en un espectáculo grotesco de cinismo e improvisación.

El próximo gobierno —si es que aún nos queda esperanza en el proceso electoral— debería poner el énfasis en aquello que más duele y más aterra a los peruanos: la inseguridad y la corrupción. Sin seguridad ciudadana, cualquier otro esfuerzo se diluye. Y sin una decidida voluntad por erradicar la corrupción —desde el Estado hasta las más altas esferas empresariales— no hay país posible. A la vez, no puede olvidarse el núcleo de todo proyecto moderno: una educación pública de calidad y una salud digna, sin clientelismo, sin mediocridad.

El Perú puede amanecer, si se lo propone. No es una ilusión ingenua, sino un anhelo basado en la convicción —sustentada en la experiencia— de que hemos sido capaces antes y podemos serlo otra vez. Si acaso hay una luz al final de este túnel, será porque tuvimos el coraje de exigirla y la sabiduría de construirla.

La del estribo: qué maravilloso leer por primera vez a Guillermo Cabrera Infante y su proverbial Tres tristes tigres. Un agradecimiento adicional al club del libro del entrañable Alonso Cueto. Revisitar autores clásicos es una bocanada de oxígeno en medio del tráfago miserable de la coyuntura.

[PIE DERECHO] La libertad de prensa es, en cualquier sociedad que aspire a merecer el nombre de democrática, un pilar tan esencial como las elecciones libres o la división de poderes. Y, sin embargo, en el Perú de hoy, ese principio elemental parece erosionarse a pasos agigantados. Lo revelan, sin ambages, los recientes episodios de hostigamiento judicial contra periodistas que tienen el valor —esa rara virtud en tiempos de cobardía generalizada— de fiscalizar al poder.

La denuncia penal del exministro del Interior Juan José Santiváñez contra Mónica Delta y otros periodistas de Latina es un acto propio de un régimen que confunde la crítica con el delito. ¿De qué se acusa a los reporteros? ¿De haber hecho preguntas incómodas? ¿De haber expuesto verdades desagradables? La democracia no necesita coristas del poder, sino fiscalizadores implacables.

A ello se suma la actitud intimidante del Ministerio Público, cuando la suspendida fiscal Marita Barreto, que aún mantiene el control del Eficoop, en lugar de proteger la libertad de expresión, la amenaza: Carlos Paredes, Augusto Thorndike, Milagros Leiva y hasta un canal entero como Willax, son sospechosos de conformar una organización criminal, bajo la lupa de una institución que debería ser garantía de justicia, no instrumento de vendetta política.

Y, como si todo eso no bastara, la congresista Patricia Chirinos —una caricatura de la intransigencia— pretende acallar a La Encerrona y a Marco Sifuentes, empapelándolos con querellas judiciales como si fueran delincuentes y no periodistas ejerciendo su oficio.

Estos hechos, que podrían parecer anecdóticos o aislados, configuran en realidad un patrón: el poder, cada vez más autoritario y menos tolerante, intenta disciplinar al periodismo. Criminalizar la crítica, domesticar al disidente, imponer un silencio cómodo.

La democracia peruana, ya maltrecha por otras dolencias, no resistirá mucho más si se liquida lo que queda de prensa libre. Que no digan, cuando el autoritarismo haya echado raíces, que no se les advirtió. Porque hoy no se persigue a los corruptos, sino a quienes los denuncian. Y eso, más que escándalo, es tragedia.

 

 

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el liberalismo en el Perú parecía anunciar una era de lucidez. Era la década de los ochenta, cuando la ruina del estatismo y el terror de Sendero Luminoso empujaron a ciertos sectores ilustrados a redescubrir las virtudes de la libertad individual, el mercado abierto y el Estado de derecho. Hernando de Soto, con El otro sendero, ofrecía entonces una lectura esperanzadora: el Perú profundo, informal, emprendedor a su manera, albergaba en sus entrañas una protoeconomía liberal que solo necesitaba reglas claras y propiedad formal para florecer.

Pero esa visión, aunque audaz, pecó de ingenua. Confundir el ansia de sobrevivir del informal con una vocación liberal fue un error fatal. El comerciante ambulante, el mototaxista, el bodeguero de barrio no eran liberales en potencia, sino sobrevivientes del abandono, reaccionarios frente al Estado, antiestablishment por necesidad, no por convicción ideológica. Y cuando el liberalismo criollo, antes que rebelarse frente a ese Estado obeso, clientelista y corrupto, decidió convivir con él, aliarse a sus beneficios, se condenó a la irrelevancia.

En vez de encarnar la disrupción que requería ese magma social hastiado, el liberalismo peruano se volvió un remedo del statu quo. Se tornó tecnocrático, elitista, confundió el crecimiento económico con justicia, y la estabilidad con progreso. No supo articular una narrativa popular ni proponer una ética del esfuerzo con alma. Creyó que bastaba con cifras y marcos legales.

Hoy, devorado por los populismos de izquierda y de derecha, reducido a columnas de opinión y foros de nicho, el liberalismo peruano vive su hora más baja. No lo ha vencido el marxismo, ni siquiera el autoritarismo, sino su propia cobardía. En el Perú, ser liberal debió ser un acto de coraje, no de acomodamiento. Pero nuestros liberales, salvo contadas excepciones, prefirieron la comodidad de los salones a la incomodidad del pueblo. Y ahora pagan, como suele ocurrir en nuestra historia, el precio del desencanto.

 

[PIE DERECHO] La presidenta Dina Boluarte ha vuelto a escupir en la cara del país. Como si no bastaran los muertos de diciembre, el silencio insultante ante la prensa, las joyas inexplicables y las operaciones de belleza en plena tragedia nacional, ahora decide premiarse con un aumento de sueldo descarado. En un país donde más del 30% de la población vive en la pobreza, esta frivolidad no es solo una afrenta: es un crimen moral.

No se trata del monto en sí, aunque es escandaloso. Se trata del gesto. De la señal que envía una mandataria que debería estar recogiendo escombros, pidiendo perdón cada día por la forma en que llegó al poder y por los errores —por no decir horrores— de su gestión. En lugar de ello, se rodea de adulones, se ausenta del debate público, y ahora, cual reina de opereta, decide subirse el sueldo mientras millones de peruanos no tienen qué comer.

El Perú no solo padece una crisis política. Vive una tragedia de representación. Nunca en nuestra historia reciente se había sentido tan hondo el divorcio entre el gobierno y el pueblo. El Ejecutivo es una corte de fantasmas: ministros sin rostro, tecnócratas sin legitimidad, una presidenta que cree que gobernar es maquillar su imagen con bisturí, joyas y ahora, más dinero.

Y lo peor es que nadie parece capaz de frenarla. El Congreso, igual de desprestigiado, mira a otro lado. La clase política, fragmentada y ruinosa, piensa en las elecciones del 2026 como si fueran un trámite más, sin entender que lo que se gesta hoy es una ola de hartazgo que puede arrasarlo todo.

Aumentarse el sueldo en estas circunstancias no es solo torpeza: es una provocación. Una muestra de que este gobierno, más que autoritario, es simplemente indiferente. Y esa indiferencia, tarde o temprano, será castigada. No en los pasillos del poder, sino en las urnas, cuando los peruanos decidan que ya no quieren más reinas ni virreyes, sino un país que los respete.

 

Hago la mía la carta pública lanzada por el presidente de Transparencia, Álvaro Henzler, a los principales candidatos en liza:

*CARTA ABIERTA A LÍDERES POLÍTICOS*

Estimados dirigentes de partidos políticos:

Nos encontramos a un mes de un hito importante en el calendario electoral: la inscripción de alianzas electorales. Sobre estas, organizamos desde Transparencia tres encuentros a los cuales fueron todos convocados. Estos espacios de encuentro nos sirvieron para darles información sobre la conveniencia de forjar alianzas electorales. Dirigentes de casi 30 partidos han respondido a nuestra convocatoria. Escucharon las experiencias de coaliciones de parte de líderes políticos plurales de Chile, Colombia y Uruguay, donde las alianzas son parte de una cultura política y han logrado con ellas ganar elecciones. También se presentaron resúmenes de los resultados históricos de las alianzas en el Perú y algunas simulaciones de los posibles resultados de la próxima elección. Quisiera sintetizar las cinco razones por las cuales resultaría conveniente y urgente concretar alianzas:

  1. La ciudadanía lo prefiere. Según una encuesta de Ipsos, 57% de peruanos está a favor de la formación de alianzas de partidos.
  2. Las alianzas aseguran escaños. Desde los noventa, con excepción de 2021, en todos los procesos se conformaron alianzas. De las 16 alianzas que se formaron, todas alcanzaron representación parlamentaria.
  3. A las alianzas les va bien en las elecciones. En el periodo 1990-2021, en cinco elecciones, las alianzas se posicionaron entre los tres primeros lugares.
  4. Las alianzas promueven la gobernabilidad. Con una fragmentación del voto entre el doble de partidos en contienda con respecto a 2021, la posibilidad de repetir una segunda vuelta con candidatos poco representativos es alta.
  5. Las alianzas permiten la supervivencia de los partidos que las conforman. Según el análisis de simulaciones realizado, muy pocos partidos políticos pasarían la valla electoral; casi 90% de los partidos podrían perder su inscripción.

Muchos de ustedes coinciden con los beneficios de las alianzas y son también conscientes de sus complejidades: acordar un plan de gobierno común, definir quién sería el candidato presidencial, convenir cómo distribuir las candidaturas al Congreso. Cada quien puede tener la legítima convicción de que puede aspirar a ser gobierno y lograr representación congresal. Sin embargo, como están las cosas ahora, solo un partido de los 43 logrará la presidencia y solo hasta cinco o seis lograrán curules. Nos encontramos, probablemente, en uno de los momentos más álgidos de nuestra democracia. Para superarlo, se requiere de más humildad que ego, de más desprendimiento que encumbramiento y de más resiliencia que brillo. Creo que la ciudadanía les reclama el hacer un último esfuerzo durante el mes siguiente para superar la situación de inestabilidad, ingobernabilidad y pérdida de visión de país que actualmente padecemos.

Atentamente,

Álvaro Henzler
Presidente de Transparencia

¡Ojalá lo entiendan!

 

[PIE DERECHO] La relativa paz social que experimenta el Perú, celebrada por algunos como muestra de estabilidad, no es sino un engañoso espejismo, un remanso cenagoso que oculta la podredumbre del fondo. Dina Boluarte ha logrado sostenerse, no por mérito propio, sino gracias a una coalición tácita de intereses que ven en su pasividad una garantía de impunidad, negocios y statu quo. Pero esta tranquilidad no es serenidad democrática: es anestesia, resignación, o peor aún, parálisis del alma colectiva.

La clase política, corroída hasta la médula, ha hecho de la inercia una estrategia de supervivencia. Y los ciudadanos, exhaustos tras años de sobresaltos, se han refugiado en la desconfianza, convertida ya en filosofía nacional. Nadie espera nada de nadie. ¿Cómo extrañarse, entonces, que el pueblo no grite si sabe que no será escuchado?

Pero este mutismo social no debe confundirse con paz verdadera. Es, más bien, una tregua silenciosa, un compás de espera. Porque el malestar —ese magma ardiente de frustraciones, humillaciones y desprecios— no ha desaparecido. Al contrario: se acumula, se espesa, se recalienta. Y encontrará inevitablemente una salida. No será en las calles, que hoy parecen domadas, sino en las urnas, que aún conservan la ilusión de poder.

El 2026 será, si nada cambia, el momento del desfogue. Pero no será un voto esperanzado, sino colérico, castigador, revanchista. Un voto que no elegirá, sino que repudiará. Y en ese abismo antisistema es donde anidan los populismos, los autoritarismos, los mesianismos de izquierda y derecha que prometen demoler para comenzar de nuevo. No por convicción democrática, sino por hartazgo.

La calma del Perú es hoy la antesala de su próxima tormenta. Los responsables de esta catástrofe incubada no están en las plazas, sino en los palacios. Y cuando la historia les pase la factura, será demasiado tarde para redimirse.

 

x