[PIE DERECHO] Por más que uno busque, con paciencia de entomólogo y generosidad de arqueólogo, no se encuentra en la derecha peruana una voluntad auténtica de enmienda ni una inteligencia política que le permita trascender sus miserias internas. A pocos días de que venza el plazo para la inscripción de alianzas, lo único que se advierte es el ruido de sables herrumbrosos y egos inflamados. Salvo el tímido y tardío pacto entre el Partido Popular Cristiano y el general Roberto Chiabra, la derecha parece decidida a confirmar su vocación suicida.

Hay algo casi shakesperiano en este derrumbe, pero sin la grandeza del drama. Los actores no son Macbeth ni Ricardo III, sino caricaturas menores de políticos que, enceguecidos por la vanidad o los intereses de corto plazo, desprecian cualquier posibilidad de unidad. No han entendido —o lo entienden y no les importa— que si no se presentan como un bloque mínimamente cohesionado, quedarán reducidos a una comparsa de exabruptos y memes.

Mientras tanto, la izquierda, con el olfato afinado por décadas de marginalidad y exclusión, intuye que se avecina una oportunidad histórica. Harán bien en explotar el desencanto popular, ese caldo de cultivo ideal para un discurso radical que promueva la refundación y el antipoder. La derecha, en cambio, sin narrativa ni liderazgos, se entrega a la intrascendencia.

¿Aparecerá acaso un outsider, un Mesías de derecha que pueda encarnar las esperanzas del orden, el mercado y la mano dura? Tal vez. Pero los milagros, en política, suelen ser tan escasos como los hombres de Estado.

Así, la derecha camina hacia el abismo con paso firme, convencida —como buen personaje trágico— de que la culpa siempre es de otros. No entienden que no basta tener razón, ni defender buenas causas: hay que saber conquistarlas. Y, sobre todo, hay que merecer el poder.

La del estribo: necesario leer Para entender el conflicto palestino israelí, de Farid Kahhat y Rodolfo Sánchez Aizcorbe. Bien documentado y lleno de datos fácticos, muestra los entretelones y contexto que ayudan a entender la tragedia que hoy acontece en Gaza. Se presenta el domingo próximo en la Feria Internacional del Libro, pero ya está en librerías.

[PIE DERECHO] En un país donde la política equivale al caudillismo (gobierno autoritario y de hombre fuerte), el rencor y el individualismo desenfrenado, la actitud del Partido Popular Cristiano, aunque temporal, de renunciar a su candidatura a favor de las aspiraciones presidenciales del general Roberto Chiabra debe ser bienvenida como una acción sabia, de hecho, como una lección de madurez democrática.

El hecho de que un partido con historia, cuya marca ha logrado sobrevivir al descrédito popular durante décadas, prefiera compartir el escenario antes que lanzarse solo por enésima vez, es prueba de que una colectividad aún puede pensar en el Perú.

Pero una protoalianza no es suficiente. La centroderecha, ese grupo fragmentado y debilitado que fue destruido por los personalismos, debe hacer algo más valiente: para precisar nuestra columna de ayer, debe formar una gran coalición de partidos conjuntos para finales de este mes, el último día en que las alianzas pueden registrarse, y aplazar hasta noviembre, cuando finaliza el plazo para nombrar candidatos, la designación de su abanderado.

En este sentido, todos los partidos tienen interés en el proyecto antes de siquiera acordar quién estará a cargo de él. Un verdadero acto de autosacrificio que, si se materializa, podría convertir un montón de siglas en una opción genuina para gobernar.

Sin primarias —las primarias peruanas son cadáveres muertos al nacer—, una encuesta profesional podría sellar el liderazgo presidencial futuro de la alianza. No es el mejor enfoque, pero es el más justo que tenemos. Eso eliminaría las autoimposiciones mesiánicas, los candidatos por aclamación o patrocinio, y abriría el camino a una decisión mediante la voluntad popular, por muy defectuosa que sea.

La centroderecha tiene una oportunidad histórica de reafirmarse como una alternativa seria. Si no la toma, volverá a ser su propio verdugo. Porque a veces en política, al igual que en la vida, uno tiene que renunciar a algo para ganar otra cosa.

La del estribo: extraordinaria la puesta en escena de La ópera de tres centavos, la sarcástica obra de Bertolt Brecht, que se pone en el Teatro Británico, bajo la dirección de Jean Pierre Gamarra. Va hasta el 20 de julio. Entradas en Joinnus.

En el Perú, la centroderecha liberal parece haber olvidado una máxima elemental de la política democrática: la unidad es condición indispensable para disputar el poder con alguna posibilidad de éxito. No hay manera —absolutamente ninguna— de que una opción política que se reclama racional, moderna y democrática prospere cuando se presenta al electorado con más de veinte precandidatos, todos convencidos, al parecer, de ser el nuevo Mesías, pero ninguno dispuesto a ceder un centímetro de su vanidad para alcanzar un objetivo mayor: el bien del país.

Esta absurda fragmentación no se debe a una diferencia ideológica insalvable —todos ellos, con matices, comparten una visión común de economía de mercado, respeto por el Estado de derecho y defensa de las libertades individuales—, sino a un infantilismo político que hace imposible cualquier pacto. Como no hay primarias, las conversaciones naufragan en el mismo escollo: ¿quién será el candidato presidencial?

Propongo una salida simple y democrática: la realización de una encuesta nacional ad hoc a fines de noviembre, cuando vence el plazo legal para definir las candidaturas. Esa encuesta, llevada a cabo por una empresa seria, sin manipulación posible, debería ser el árbitro indiscutible. Quien aparezca liderando la intención de voto entre los aspirantes de la centroderecha liberal será el abanderado, y los demás, con hidalguía, deberán sumarse, sin intrigas ni cálculos mezquinos, al esfuerzo colectivo de rescatar al Perú de la decadencia autoritaria y populista en la que se encuentra.

Si no son capaces de unirse siquiera por una encuesta, entonces no merecen gobernar. Y lo que es más grave: serán responsables de entregarle el país, una vez más, a los extremos —ya sea a la derecha bruta y achorada, o a la izquierda oportunista y autoritaria— que han demostrado, cada uno a su modo, su absoluto desprecio por la democracia y el progreso.

 

[PIE DERECHO] En el Perú, una nación en la que la política es frecuentemente una tragicomedia recubierta de mediocridad, el Congreso de la República ha dado un paso más hacia el abismo moral. Acaba de aprobar una ley de amnistía que absolverá de enjuiciamiento y en algunos casos de condena a los oficiales militares y agentes de policía que cometieron crímenes durante el conflicto armado interno de 1980-2000. La amnistía incluye a aquellos mayores de 70 años y también a quienes no tienen sentencia definitiva y en cuyo caso, gracias a artimañas legales, han podido prolongar el juicio, que se abrió por sus actos, indefinidamente.

Lo que esta ley consagra no es justicia, sino impunidad. Estamos hablando de casos de desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, fosas comunes de mujeres violadas por agentes del estado y campesinos asesinados bajo la suposición infundada de ser terroristas. Amnistiar a quienes cometieron tales atrocidades no solo infringe la letra de la constitución, sino también el alma de la nación.

Sus defensores citan el retraso en el procesamiento de los casos como su razón. ¡Qué ironía! Estos son los mismos retrasos que las defensas de los acusados han fomentado cuidadosamente como un medio de eludir la justicia con la dilación, la ruleta de jurados y la apelación perpetua. Y ahora quieren compensar esa elección con el olvido legal. Esto no se trata de cerrar heridas, sino de negarlas. No es expiación lo que quieren los perpetradores, sino borrado.

Lo más grave es el mensaje: que, en el Perú, es posible torturar, desaparecer, ejecutar civiles y luego, con el paso del tiempo y suficiente presión política, hacerlo desaparecer por decreto. Los asesinados están condenados al olvido y los asesinos exigen ser recordados como patriotas perseguidos.

Con esta ley, el Congreso no exorciza el pasado tanto como lo revictimiza. Ha optado por la cobardía de la amnesia sobre la valentía de la justicia. Y una vez más, ha demostrado que la política peruana no tiene ni memoria ni vergüenza. Se espera por ende que sea inaplicable, por mandato constitucional o por imperativo de las cortes internacionales a las que el Perú está adscrito.

 

[PIE DERECHO] En el Perú de hoy, el centro liberal sobrevive como una especie en peligro, atrapada entre una derecha reaccionaria y una izquierda autoritaria. La atmósfera política es tóxica, no por accidente sino debido a un gobierno terrible que ha convertido la incompetencia en un modo de gobernar y la arbitrariedad en una política de estado. Nada une tanto como el agotamiento, y es este agotamiento el que nutre, día a día, los sentimientos antisistema que recorren el país como un fantasma inquietante.

Bajo estas circunstancias, el espacio para una alternativa sensata, con visión de futuro, económicamente liberal y políticamente democrática no sólo es limitado, sino cada vez más vulnerable. Las buenas intenciones y la inteligencia son insuficientes. Se necesita un acto de valentía: la gran alianza, la firme y honesta unidad de los grupos políticos con sentido común, que saben que el Perú tiene futuro, pero que es más que los pequeños cálculos de cuotas y líderes de capillas.

Esta coalición necesita una línea clara, moral, política y de dirección, un candidato con autoridad y sentido de la inteligencia. No un sociópata que coseche el odio de sus conciudadanos, sino una persona creíble, no un tecnócrata sin alma o un oportunista con palabras vacías, sino alguien que encarne una visión para este país, que no inspire temor u odio, sino entusiasmo por algo, que no intente obtener votos a través de sembrar torrentes de odio, sino alguien que nos entusiasme y a quien podamos atender y distinguir. Y con ellos, un proyecto gubernamental específico, viable, audaz y moderado, un gobierno al servicio de los ciudadanos y no al revés, que fomente la inversión sin renunciar a la equidad, que proteja la democracia sin complejos ni dudas.

De lo contrario, el centro liberal será simplemente la próxima víctima de esta polarización creciente. Será desintegrado por una tormenta que, si no se dirige, arrasará no sólo los márgenes, sino toda esperanza de construir un buen país. La hora llama al coraje, no a la reflexión dubitativa. La historia no espera.

 

[PIE DERECHO] Hay algo profundamente autodestructivo, casi suicida, en la conducta política de la derecha peruana. Como si no hubiera aprendido nada de las últimas dos décadas, como si el país no estuviera al borde de un abismo populista, autoritario y antiliberal, insiste en atomizarse, en dividirse, en reproducir sus peores defectos con tozudez admirable. En el ala más recalcitrante de la derecha, compiten sin tregua ni pudor personajes como Rafael López Aliaga, Phillip Butters, Carlos Álvarez y Keiko Fujimori, en una especie de circo de gladiadores donde todos se desgarran mutuamente con una ferocidad que ni el más encarnizado de los marxistas podría soñar.

Del otro lado, en la centroderecha —ese espacio en teoría más sensato, democrático y moderno— hay más de veinte candidatos lanzados o en camino, todos convencidos de su excepcionalidad, todos hablando de unidad mientras conspiran contra ella. Ni una sombra de alianza, ni un atisbo de pacto estratégico. La miopía es tal que parecen ignorar que, mientras ellos se despedazan, la izquierda —esa vieja maquinaria del resentimiento y la utopía fracasada— avanza sigilosa pero firme, tejida de acuerdos, coaliciones y pactos programáticos.

Lo más irónico —y también lo más trágico— es que la derecha peruana debe cargar con el lastre del régimen de Dina Boluarte, el más mediocre, insustancial y moralmente desprovisto de los últimos tiempos. Un régimen que, aunque formalmente de derecha, ha sido un compendio de torpeza, frivolidad y oportunismo. Un pasivo insalvable.

El ánimo antiestablishment, cada vez más profundo y visceral, se ha convertido en el mejor aliado de la izquierda radical, que se presenta como la única alternativa frente a un statu quo corrupto y decadente. Si los astros se alinean, al menos un candidato de esa izquierda llegará a la segunda vuelta. Y si la derecha persiste en su fratricidio, podrían ser dos.

Entonces no será la izquierda la que conquiste el poder: será la derecha la que se lo entregue, en bandeja de plata, cavando con entusiasmo su propia tumba.

 

Que un sector de la izquierda peruana se sume a las filas del castillismo solo revela su degradación moral e ideológica. Porque Castillo no fue un líder popular saboteado por los poderes fácticos de la derecha y caído en desgracia por ese complot, sino que fue una marioneta de sus anhelos corruptos y, finalmente, víctima de un fallido afán golpista y antidemocrático.

Que la torpe mediocridad de su sucesora haya ayudado a borrar esa impronta no es excusa política para quienes, desde la izquierda, léase Juntos por el Perú y Nuevo Perú, hoy pervierten su propósito de renovados liderazgos haciendo de la causa de la defensa del castillismo un signo electoral oportunista.

Castillo fue capaz, en poco más de dieciocho meses, de destruir el Estado peruano, en un reino de improvisación y mediocridad. De haber perdurado, los destinos nacionales se habrían acercado a la bancarrota no sólo económica sino política, social y moral.

Solo la mediocre gestión de Boluarte y su pacto infame con un Congreso controlado por las mafias ha sido capaz de elevar la figura de un líder con pies de barro, y de ello quiere aprovecharse una izquierda que no representa una evolución de su propio pensamiento sino una involución terrible.

Castillo tiene bien ganada la prisión que lo signa. Y se espera finalmente una sentencia severa no solo por su despropósito golpista sino, también -y eso es bueno recordarlo-, por los claros indicios de corrupción, cuyo develamiento lo empujó a querer patear el tablero institucional.

Una izquierda que soslaye ello bajo el solo afán de tentar nuevamente el poder, es abrumador indicio de su grosera involución. Lamentablemente, la inacción de la derecha y sus voceros políticos, empresariales y académicos, han permitido que la conciencia popular no recuerde ello y hoy haga suya la narrativa del pobre hombre del pueblo peruano desbordado por un complot.

Pedro Castillo nunca fue un presidente. Fue una caricatura patética de liderazgo, un usurpador analfabeto que confundió la política con la comedia de improvisación y, atrapado por la ley y su incompetencia, intentó un golpe monstruoso que fue repudiado incluso por muchos de aquellos que alguna vez le dieron un margen de tolerancia. La mera idea de que la izquierda ahora desee resurgir a su semejanza, como un camino de regreso, muestra una bancarrota moral asombrosa y una miopía nauseabunda.

 

[PIE DERECHO] Uno de los espectáculos más deprimentes que ofrece hoy la política peruana es la claudicación abierta de un sector del Congreso ante las mafias de la minería ilegal. No se trata ya de meros coqueteos, de componendas subrepticias o de indulgencias tácitas, sino de una entrega sin disimulo, un matrimonio de conveniencia en el que el poder legislativo se postra, servil y corrupto, ante un sector que simboliza como pocos la destrucción del país.

La izquierda radical —esa misma que pontifica sobre la justicia social y el cuidado del medio ambiente— ha descubierto en las dragas y las motobombas un inesperado botín electoral y financiero. Donde antes veían al capitalismo depredador, ahora ven votos y dinero. Y los otros, los del centro difuso y la derecha mercantilista, simplemente ven sobres. Sobres abultados, sellados con el lodo del oro ilegal, pero que igual abren con manos ansiosas y conciencias anestesiadas.

Este sector del Congreso no legisla: negocia. No representa: trafica. El proyecto de ley que se discute hoy y los que vendrán no buscan formalizar ni fiscalizar, sino proteger, encubrir y legalizar el crimen ambiental, la evasión tributaria y el poder armado de bandas que siembran terror en Madre de Dios, Puno o la selva central. No es exageración: una parte del Congreso se ha convertido en una sucursal del delito.

Asistimos al entierro de la representación democrática, reemplazada por una suerte de bazar inmoral donde se subastan favores, se comercian leyes y se pacta con el crimen. Todo por una porción de esos miles de millones de dólares que mueve la minería ilegal. Y mientras tanto, el país se hunde entre ríos contaminados, bosques arrasados y comunidades sitiadas por el miedo.

¿Quién pondrá freno a esta barbarie institucionalizada? ¿Quién rescatará al Estado de las garras de estos mercaderes de la política? Porque de seguir así, no será la minería la que se formalice, sino el crimen el que tomará carta de ciudadanía. Y entonces ya no quedará nada que salvar.

 

 

Nunca está más oscura la noche que cuando está por amanecer. Ese viejo proverbio chino, repetido con resignación por quienes han atravesado tiempos difíciles, se adapta con precisión a la situación actual del Perú. Nos hallamos sumidos en una oscuridad que parece interminable: corrupción rampante, inseguridad desbordada, una clase política desacreditada hasta la náusea y una ciudadanía harta, descreída, escéptica. Y, sin embargo, hay motivos para creer que no todo está perdido. Hemos salido de crisis peores. Y lo hicimos —no está de más recordarlo— cuando tuvimos gobiernos capaces de mirar más allá del cortoplacismo vulgar y de los intereses mezquinos.

Lo que el Perú necesita no es una revolución, sino una refundación moral del Estado, un liderazgo lúcido y comprometido que crea, sin dogmatismos ni complejos, en las virtudes del mercado, en la inversión privada como motor del desarrollo y en la necesidad ineludible de contar con instituciones fuertes. Es decir, una democracia funcional, no este remedo que hoy tenemos, donde los poderes se confabulan o se anulan y donde la política se ha convertido en un espectáculo grotesco de cinismo e improvisación.

El próximo gobierno —si es que aún nos queda esperanza en el proceso electoral— debería poner el énfasis en aquello que más duele y más aterra a los peruanos: la inseguridad y la corrupción. Sin seguridad ciudadana, cualquier otro esfuerzo se diluye. Y sin una decidida voluntad por erradicar la corrupción —desde el Estado hasta las más altas esferas empresariales— no hay país posible. A la vez, no puede olvidarse el núcleo de todo proyecto moderno: una educación pública de calidad y una salud digna, sin clientelismo, sin mediocridad.

El Perú puede amanecer, si se lo propone. No es una ilusión ingenua, sino un anhelo basado en la convicción —sustentada en la experiencia— de que hemos sido capaces antes y podemos serlo otra vez. Si acaso hay una luz al final de este túnel, será porque tuvimos el coraje de exigirla y la sabiduría de construirla.

La del estribo: qué maravilloso leer por primera vez a Guillermo Cabrera Infante y su proverbial Tres tristes tigres. Un agradecimiento adicional al club del libro del entrañable Alonso Cueto. Revisitar autores clásicos es una bocanada de oxígeno en medio del tráfago miserable de la coyuntura.

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