[PIE DERECHO] En Bolivia acaba de ocurrir un hecho que debería encender las alarmas en el Perú. Un outsider que apenas registraba un modesto 7% en las encuestas semanas atrás, terminó ganando la primera vuelta, capitalizando el desconcierto y la fatiga de un electorado que había perdido la fe en los partidos tradicionales y, sobre todo, en la izquierda gobernante.

El dato no es menor: en Bolivia, poco antes de las elecciones, un 30% de los votantes se declaraba indeciso. En el Perú, ese porcentaje es todavía más dramático: llega al 50%. La mitad del electorado no sabe aún a quién entregar su voto, y eso constituye un terreno fértil para una sorpresa de magnitudes históricas.

Pero mientras en Bolivia el rechazo se volcó contra la izquierda oficialista, aquí en el Perú será la derecha gobernante la que pagará la factura. Porque Dina Boluarte, aunque llegó de la mano de Pedro Castillo, ya no es percibida como una prolongación de él ni de Vladimir Cerrón. Su gobierno, marcado por la represión, la ineficacia y el sometimiento a un Congreso corrupto, ha quedado asociado en el imaginario popular a la derecha más cínica y mercantilista: la de Keiko Fujimori, la de César Acuña, la de los grupos que usufructúan de la desgracia nacional con descaro y sin pudor.

Es esa derecha, autoritaria y oportunista, la que el pueblo siente como responsable del desastre. De allí que la reacción, cuando llegue, no será tibia ni matizada: será un rechazo frontal, visceral, de consecuencias imprevisibles. Así como en Bolivia emergió un outsider que canalizó la rabia ciudadana, en el Perú podría irrumpir una figura inesperada, alimentada por la indignación contra Boluarte y quienes hoy se reparten el poder como si fuera un botín.

Estamos, pues, frente a un escenario que preludia lo inesperado. La historia latinoamericana enseña que cuando el pueblo se siente traicionado y sin salida, se aferra al primer caudillo que encarne su frustración y su esperanza. Y en el Perú, hoy, esa marea de indecisos parece aguardar la chispa que active el incendio político que, tarde o temprano, consumirá este orden decadente.

 

[PIE DERECHO] Donde la figura de la memoria está aislada y la justicia se convierte en rehén de las circunstancias, las leyes no son más que un ardid que el poder utiliza para imponerse sobre la ciudadanía. Lo que acaba de suceder con la reciente amnistía aprobada por el Ejecutivo para militares y policías que cometieron violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado interno es una norma que empeora las cicatrices, no las sana; no reconcilia, sino que mantiene abierto el abismo entre los heridos y sus agresores.

Como es obvio, no se trata de juzgar a los combatientes que respetaron la ley contra el terrorismo con la misma vara que a aquellos que se convirtieron en verdugos. El primer grupo merece respeto y agradecimiento por haber defendido, en medio de uno de nuestros momentos más nefastos en la historia, la democracia. Los segundos, sin embargo, son una mancha sin remedio.

Con esta medida, el régimen de Dina Boluarte —cada vez más bañado de ilegitimidad— ha consagrado una de sus páginas más oscuras en una corta historia. Ha hecho estallar uno de los bastiones de la República bajo el pretexto de «cerrar capítulos» y «pacificar el país»: el Estado de Derecho. Porque eso acontece cuando la ley se pervierte para beneficiar a un pequeño grupo.

Al hacerlo, menosprecian a las víctimas, sus familias y prácticamente a toda la sociedad. La verdad y la justicia estarán ausentes, y la memoria de todas las personas que sufrieron languidecerá en un rincón desagradable donde el poder prefiere no recordar. Es la santificación de la impunidad. Sin embargo, eventualmente, la historia paga sus deudas y el hecho de que hubo un gobierno dispuesto a intercambiar justicia por conveniencia política resonará a través de la posteridad.

El perdón es una virtud. La amnistía, en general, ataca a la democracia. Y eso es uno de los delitos más graves que un régimen puede cometer.

 

[PIE DERECHO] La derecha peruana, siempre tan convencida de que la razón, la historia e incluso la providencia la respaldan, ha vuelto a caer en el error que la ha condenado durante décadas: el individualismo suicida.

Los principales candidatos de la derecha y centro-derecha, los que lideran las encuestas, tras semanas de rumores, conversaciones discretas y algunos intentos de acercamiento, han terminado confirmando lo que ya era un secreto a voces: vencido el plazo anoche, irán a la contienda sin pacto, sin una lista única, sin siquiera un gesto de grandeza que ponga lo común por encima de la vanidad personal.

En lugar de un frente sólido o dos o tres bloques capaces de disputar efectivamente el poder, tendremos un zoológico político donde pululan mini candidatos, cada uno convencido de su gracia profética, cada uno afilando su lengua para insultar a su vecino ideológico. El espectáculo ya ha comenzado: ataques mutuos, insinuaciones maliciosas, disputas sobre quién, en definitiva, representa a la derecha de la derecha. Es el preludio de una campaña fratricida en la que, como en aquellas viejas guerras civiles de repúblicas caudillistas, se matarán entre sí para dejar el camino libre al adversario.

Porque la izquierda, a diferencia de sus rivales, ha aprendido la lección. No es que esté unida por afinidad doctrinal –sus diferencias son, en algunos casos, abismales– sino por la convicción práctica de que el poder se conquista y se retiene con disciplina. Mientras la derecha se enreda en sus disputas laberínticas, la izquierda se acerca en varios bloques, sin que se desangre por hemorragias internas, con el ojo acerado puesto en el objetivo esencial.

La próxima votación amenaza con ser una repetición de la historia: un mosaico de candidaturas de derecha que se neutralizan entre sí, perdiendo la oportunidad de ofrecer al país una alternativa clara y competitiva. No será la primera vez que la derecha peruana confunde la política con un torneo de egos y termina pagando un precio que, lamentablemente, no solo pagan ellos, sino todo el pueblo.

La del estribo: notable el libro El loco de Dios en el fin del mundo, del escritor español Javier Cercas, que discurre alrededor de un viaje del papa Francisco a Mongolia y al que invita al autor de Soldados de Salamina y Anatomía de un instante, entre otros, de una valiosa producción literaria.

 

[PIE DERECHO] Mañana, con ese aire de solemnidad impostada que no engaña a nadie, la señora Dina Boluarte se dirigirá al país. Lo hará, como tantas veces en nuestra accidentada historia republicana, no para anunciar un rumbo, una idea clara, un propósito noble, sino para rubricar con su retórica hueca un pacto tácito con la descomposición. Su mensaje será anodino, gris, burocrático, como salido de la pluma de un mal asesor que no cree en lo que escribe, ni espera que alguien lo escuche con verdadera atención.

No será un discurso, será un epitafio anticipado a otro año perdido. La continuidad del desgobierno, del canje impúdico de favores con un Congreso que, en un gesto de cinismo sin pudor, ha elegido como Mesa Directiva a personajes que parecen salidos de una sátira de la política criolla. Ahí están, sonrientes y satisfechos, los representantes de lo peor: el clientelismo, el oportunismo, el mercadeo del poder. Ninguno de ellos es capaz de articular una visión del país, porque no la tienen ni la buscan. Les basta con la cuota, el presupuesto, la impunidad.

¿Y el país? El país asiste, como espectador resignado, a esta comedia sin gracia. Los ciudadanos, hastiados, han aprendido a desconfiar de todo. El hartazgo se palpa en las calles, en los mercados, en las esquinas donde antes se discutía de política con pasión, y ahora solo con desprecio. La democracia, esa gran promesa que nos hizo soñar con un futuro distinto, se ha convertido en una rutina indolente, administrada por mediocres sin imaginación.

Lo peor no es el mensaje de mañana. Lo peor es lo que vendrá después: más de lo mismo. Un Perú sin horizonte, condenado a la inercia. Porque mientras Dina y su corte parlamentaria juegan al poder, el país verdadero se hunde en la abulia, ese cáncer silencioso que corroe las naciones antes de su colapso final.

La del estribo: notable el número de la proverbial revista mexicana Letras Libres (la número 318) dedicado a rendirle homenaje a Mario Vargas Llosa. Entre el dossier de columnistas aparece nuestro escritor Gustavo Rodríguez, y sobresalen las colaboraciones de Enrique Krauze, Carlos Granés, Arturo Fontaine, entre otros.

 

[PIE DERECHO] Por más que uno busque, con paciencia de entomólogo y generosidad de arqueólogo, no se encuentra en la derecha peruana una voluntad auténtica de enmienda ni una inteligencia política que le permita trascender sus miserias internas. A pocos días de que venza el plazo para la inscripción de alianzas, lo único que se advierte es el ruido de sables herrumbrosos y egos inflamados. Salvo el tímido y tardío pacto entre el Partido Popular Cristiano y el general Roberto Chiabra, la derecha parece decidida a confirmar su vocación suicida.

Hay algo casi shakesperiano en este derrumbe, pero sin la grandeza del drama. Los actores no son Macbeth ni Ricardo III, sino caricaturas menores de políticos que, enceguecidos por la vanidad o los intereses de corto plazo, desprecian cualquier posibilidad de unidad. No han entendido —o lo entienden y no les importa— que si no se presentan como un bloque mínimamente cohesionado, quedarán reducidos a una comparsa de exabruptos y memes.

Mientras tanto, la izquierda, con el olfato afinado por décadas de marginalidad y exclusión, intuye que se avecina una oportunidad histórica. Harán bien en explotar el desencanto popular, ese caldo de cultivo ideal para un discurso radical que promueva la refundación y el antipoder. La derecha, en cambio, sin narrativa ni liderazgos, se entrega a la intrascendencia.

¿Aparecerá acaso un outsider, un Mesías de derecha que pueda encarnar las esperanzas del orden, el mercado y la mano dura? Tal vez. Pero los milagros, en política, suelen ser tan escasos como los hombres de Estado.

Así, la derecha camina hacia el abismo con paso firme, convencida —como buen personaje trágico— de que la culpa siempre es de otros. No entienden que no basta tener razón, ni defender buenas causas: hay que saber conquistarlas. Y, sobre todo, hay que merecer el poder.

La del estribo: necesario leer Para entender el conflicto palestino israelí, de Farid Kahhat y Rodolfo Sánchez Aizcorbe. Bien documentado y lleno de datos fácticos, muestra los entretelones y contexto que ayudan a entender la tragedia que hoy acontece en Gaza. Se presenta el domingo próximo en la Feria Internacional del Libro, pero ya está en librerías.

[PIE DERECHO] En un país donde la política equivale al caudillismo (gobierno autoritario y de hombre fuerte), el rencor y el individualismo desenfrenado, la actitud del Partido Popular Cristiano, aunque temporal, de renunciar a su candidatura a favor de las aspiraciones presidenciales del general Roberto Chiabra debe ser bienvenida como una acción sabia, de hecho, como una lección de madurez democrática.

El hecho de que un partido con historia, cuya marca ha logrado sobrevivir al descrédito popular durante décadas, prefiera compartir el escenario antes que lanzarse solo por enésima vez, es prueba de que una colectividad aún puede pensar en el Perú.

Pero una protoalianza no es suficiente. La centroderecha, ese grupo fragmentado y debilitado que fue destruido por los personalismos, debe hacer algo más valiente: para precisar nuestra columna de ayer, debe formar una gran coalición de partidos conjuntos para finales de este mes, el último día en que las alianzas pueden registrarse, y aplazar hasta noviembre, cuando finaliza el plazo para nombrar candidatos, la designación de su abanderado.

En este sentido, todos los partidos tienen interés en el proyecto antes de siquiera acordar quién estará a cargo de él. Un verdadero acto de autosacrificio que, si se materializa, podría convertir un montón de siglas en una opción genuina para gobernar.

Sin primarias —las primarias peruanas son cadáveres muertos al nacer—, una encuesta profesional podría sellar el liderazgo presidencial futuro de la alianza. No es el mejor enfoque, pero es el más justo que tenemos. Eso eliminaría las autoimposiciones mesiánicas, los candidatos por aclamación o patrocinio, y abriría el camino a una decisión mediante la voluntad popular, por muy defectuosa que sea.

La centroderecha tiene una oportunidad histórica de reafirmarse como una alternativa seria. Si no la toma, volverá a ser su propio verdugo. Porque a veces en política, al igual que en la vida, uno tiene que renunciar a algo para ganar otra cosa.

La del estribo: extraordinaria la puesta en escena de La ópera de tres centavos, la sarcástica obra de Bertolt Brecht, que se pone en el Teatro Británico, bajo la dirección de Jean Pierre Gamarra. Va hasta el 20 de julio. Entradas en Joinnus.

En el Perú, la centroderecha liberal parece haber olvidado una máxima elemental de la política democrática: la unidad es condición indispensable para disputar el poder con alguna posibilidad de éxito. No hay manera —absolutamente ninguna— de que una opción política que se reclama racional, moderna y democrática prospere cuando se presenta al electorado con más de veinte precandidatos, todos convencidos, al parecer, de ser el nuevo Mesías, pero ninguno dispuesto a ceder un centímetro de su vanidad para alcanzar un objetivo mayor: el bien del país.

Esta absurda fragmentación no se debe a una diferencia ideológica insalvable —todos ellos, con matices, comparten una visión común de economía de mercado, respeto por el Estado de derecho y defensa de las libertades individuales—, sino a un infantilismo político que hace imposible cualquier pacto. Como no hay primarias, las conversaciones naufragan en el mismo escollo: ¿quién será el candidato presidencial?

Propongo una salida simple y democrática: la realización de una encuesta nacional ad hoc a fines de noviembre, cuando vence el plazo legal para definir las candidaturas. Esa encuesta, llevada a cabo por una empresa seria, sin manipulación posible, debería ser el árbitro indiscutible. Quien aparezca liderando la intención de voto entre los aspirantes de la centroderecha liberal será el abanderado, y los demás, con hidalguía, deberán sumarse, sin intrigas ni cálculos mezquinos, al esfuerzo colectivo de rescatar al Perú de la decadencia autoritaria y populista en la que se encuentra.

Si no son capaces de unirse siquiera por una encuesta, entonces no merecen gobernar. Y lo que es más grave: serán responsables de entregarle el país, una vez más, a los extremos —ya sea a la derecha bruta y achorada, o a la izquierda oportunista y autoritaria— que han demostrado, cada uno a su modo, su absoluto desprecio por la democracia y el progreso.

 

[PIE DERECHO] En el Perú, una nación en la que la política es frecuentemente una tragicomedia recubierta de mediocridad, el Congreso de la República ha dado un paso más hacia el abismo moral. Acaba de aprobar una ley de amnistía que absolverá de enjuiciamiento y en algunos casos de condena a los oficiales militares y agentes de policía que cometieron crímenes durante el conflicto armado interno de 1980-2000. La amnistía incluye a aquellos mayores de 70 años y también a quienes no tienen sentencia definitiva y en cuyo caso, gracias a artimañas legales, han podido prolongar el juicio, que se abrió por sus actos, indefinidamente.

Lo que esta ley consagra no es justicia, sino impunidad. Estamos hablando de casos de desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, fosas comunes de mujeres violadas por agentes del estado y campesinos asesinados bajo la suposición infundada de ser terroristas. Amnistiar a quienes cometieron tales atrocidades no solo infringe la letra de la constitución, sino también el alma de la nación.

Sus defensores citan el retraso en el procesamiento de los casos como su razón. ¡Qué ironía! Estos son los mismos retrasos que las defensas de los acusados han fomentado cuidadosamente como un medio de eludir la justicia con la dilación, la ruleta de jurados y la apelación perpetua. Y ahora quieren compensar esa elección con el olvido legal. Esto no se trata de cerrar heridas, sino de negarlas. No es expiación lo que quieren los perpetradores, sino borrado.

Lo más grave es el mensaje: que, en el Perú, es posible torturar, desaparecer, ejecutar civiles y luego, con el paso del tiempo y suficiente presión política, hacerlo desaparecer por decreto. Los asesinados están condenados al olvido y los asesinos exigen ser recordados como patriotas perseguidos.

Con esta ley, el Congreso no exorciza el pasado tanto como lo revictimiza. Ha optado por la cobardía de la amnesia sobre la valentía de la justicia. Y una vez más, ha demostrado que la política peruana no tiene ni memoria ni vergüenza. Se espera por ende que sea inaplicable, por mandato constitucional o por imperativo de las cortes internacionales a las que el Perú está adscrito.

 

[PIE DERECHO] En el Perú de hoy, el centro liberal sobrevive como una especie en peligro, atrapada entre una derecha reaccionaria y una izquierda autoritaria. La atmósfera política es tóxica, no por accidente sino debido a un gobierno terrible que ha convertido la incompetencia en un modo de gobernar y la arbitrariedad en una política de estado. Nada une tanto como el agotamiento, y es este agotamiento el que nutre, día a día, los sentimientos antisistema que recorren el país como un fantasma inquietante.

Bajo estas circunstancias, el espacio para una alternativa sensata, con visión de futuro, económicamente liberal y políticamente democrática no sólo es limitado, sino cada vez más vulnerable. Las buenas intenciones y la inteligencia son insuficientes. Se necesita un acto de valentía: la gran alianza, la firme y honesta unidad de los grupos políticos con sentido común, que saben que el Perú tiene futuro, pero que es más que los pequeños cálculos de cuotas y líderes de capillas.

Esta coalición necesita una línea clara, moral, política y de dirección, un candidato con autoridad y sentido de la inteligencia. No un sociópata que coseche el odio de sus conciudadanos, sino una persona creíble, no un tecnócrata sin alma o un oportunista con palabras vacías, sino alguien que encarne una visión para este país, que no inspire temor u odio, sino entusiasmo por algo, que no intente obtener votos a través de sembrar torrentes de odio, sino alguien que nos entusiasme y a quien podamos atender y distinguir. Y con ellos, un proyecto gubernamental específico, viable, audaz y moderado, un gobierno al servicio de los ciudadanos y no al revés, que fomente la inversión sin renunciar a la equidad, que proteja la democracia sin complejos ni dudas.

De lo contrario, el centro liberal será simplemente la próxima víctima de esta polarización creciente. Será desintegrado por una tormenta que, si no se dirige, arrasará no sólo los márgenes, sino toda esperanza de construir un buen país. La hora llama al coraje, no a la reflexión dubitativa. La historia no espera.

 

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