[PIE DERECHO] La trágica muerte de José Miguel Castro testifica no solo una desgracia humana, sino una acusación enérgica al sistema de justicia peruano, esa maquinaria lenta, cruel e ineficaz, que convierte cada investigación criminal en un martirio que nunca termina. Castro, el hombre de confianza de Susana Villarán y figura clave en el escándalo de las contribuciones brasileñas, murió esperando para ver qué decidiría el Estado —ese cuerpo nominalmente responsable de garantizar los derechos del individuo— sobre él, si estaba encaminado hacia su ascenso o lo había condenado a la perdición.

Algo inquisitivo, algo colonial y mucho burocrático son rasgos de los tribunales peruanos. La presunción de inocencia es una entelequia: cualquiera que sea acusado es encarcelado en la imaginación pública y, peor aún, en los engranajes de un sistema que parece diseñado para castigar antes de juzgar. En esa antesala infernal, el tiempo es una condena. Años de audiencias retrasadas, expedientes perdidos, fiscales cambiantes, jueces rotativos, testigos envejecidos, un crimen de justicia permaneciendo estancado en lugar de avanzar.

Los fiscales y jueces que alargan estos procesos no son solo burócratas, son cómplices de una tortura legal. Se pavonean en conferencias de prensa, los acusadores que hacen titulares, mientras el acusado languidece —sin sentencia, sin futuro, sin paz. Esta justicia no cura, no arregla, no hace íntegro. Su crueldad radica en su extrema lentitud.

La figura del colaborador eficaz ahora es un salón de espejos: aspirantes al estatus de colaborador eficaz se arrastran por clemencia, admitiendo su culpabilidad y luego se encuentran sin nada que mostrar más que falsas promesas de indulgencia y años de la espada suspendida. Castro murió sin saber si su cooperación sería recompensada. Murió en un purgatorio que ya se siente rutinario en el Perú.

Si nuestro compromiso de ser la república moderna que decimos ser es serio, no puede haber justicia en un proceso lento, opaco e injusto. Todo el resto, crecimiento, inversión, confianza —son ilusiones, si no logramos abolir esta inquisición legal, que convierte a los sospechosos en muertos vivientes. Como fue José Miguel Castro.

 

[PIE DERECHO] En ningún país verdaderamente democrático se entendería que su presidenta lleve más de 240 días sin dirigir una sola palabra a la prensa. No estamos hablando de una monarquía encerrada en su palacio de invierno, ni de un régimen autoritario que teme al escrutinio. Hablamos del Perú, esa república maltrecha que, entre golpes de Estado y sobres con billetes, aún pretende llamarse democracia. Y Dina Boluarte, su jefa de Estado, ha optado por el silencio como forma de gobierno.

Lo grave es que no es mutismo por prudencia, ni por sabiduría. Es cálculo, es miedo. El silencio como coartada. Porque hablar sería enfrentar preguntas incómodas: sobre los muertos que dejó su asunción al poder, sobre los lujos inexplicables, sobre su mediocre gestión, sobre la soledad cada vez más rotunda de su presidencia. Hablar sería responder, y responder implica responsabilidad.

Y, sin embargo, en un acto que solo puede describirse como tragicómico, ahora pretende tener un programa en el canal del Estado. ¿Para qué? ¿Para monologar? ¿Para repetir eslóganes escritos por algún asesor áulico que la imagina una Eva Perón nativa? ¿Para imponer una versión oficial sin réplicas, sin contradictores, sin periodistas?

Es, en el fondo, una fórmula profundamente antidemocrática: gobernar desde la imposición, no desde la deliberación. No escuchar, sino transmitir. No dialogar, sino ordenar. Como en los viejos tiempos del autoritarismo criollo, cuando el poder se expresaba a través de edictos y no de consensos.

Pero lo más patético de todo es que esta estrategia no solo erosiona la frágil institucionalidad del país. La perjudica a ella misma. Las encuestas son implacables: la ciudadanía no le cree, no la respeta, no la siente suya. El silencio ha cavado su fosa política.

Y ahora, quiere hablar. Pero ya es tarde. Porque cuando un gobernante desprecia a la prensa, lo que en verdad está despreciando es al pueblo mismo.

La del estribo: muy recomendable la lectura de un libro extraordinario, Jauría, de la colega y amiga Patricia del Río. Una necesaria voz, que nos narra los entresijos del conflicto armado interno que sufrimos como país y que aún el mundo cultural -literatura, cine, teatro, artes plásticas- se halla en proceso de elaboración.

El Perú es ese país donde los bribones más hábiles, los actores de la impostura, terminan cosechando impunidad mientras otros, menos hábiles o con peor suerte, pagan las consecuencias con su pellejo o su vida.

Martín Vizcarra, aquel presidente que se encaramó en el poder disfrazado de moralista y adalid anticorrupción, ha vuelto a salir bien librado de un pedido de prisión preventiva. Una vez más, la justicia, esa señora bizca, lo ha dejado pasar sin más que una palmada y una advertencia tibia.

No se trata aquí de venganza ni de linchamiento mediático, sino de simple coherencia. En general, somos enemigos de las prisiones preventivas, pero no deja de llamar la atención la celeridad con que a algunos se les aplica y su inviabilidad cuando de alguien ideológicamente afín a la mayoría que controla el Ministerio Público y el Poder Judicial, se trata.

¿Cómo es que a Alan García, con acusaciones mucho menos documentadas que las que pesan sobre Vizcarra, se le persiguió con tal saña que acabó en tragedia? ¿Por qué razón otros exfuncionarios, ministros, empresarios y alcaldes están tras las rejas mientras Vizcarra desfila por los canales de televisión como si fuera un perseguido político y no el responsable directo de actos de corrupción probados?

Durante su presidencia, Vizcarra no solo manipuló el aparato judicial y el Congreso con astucia maquiavélica, sino que se sirvió del drama de la pandemia para consolidar su imagen de salvador. Pero los hospitales colapsados, los cadáveres en las calles, la falta de oxígeno y los contratos turbios hablan más claro que cualquier discurso. Hoy, con serios indicios de corrupción en su contra —vacunagate incluido—, continúa libre, como si nada hubiera pasado.

¿Es Vizcarra más hábil que los demás, o simplemente ha tenido la suerte de una justicia controlada, asustada o simplemente cómplice? El caso es una muestra más del doble rasero nacional, de ese país en el que la ley se aplica no al que delinque, sino al que pierde poder.

Vizcarra podrá caminar libre, pero políticamente, si el país tuviera memoria digna, estaría muerto. La historia lo recordará no como un redentor, sino como un taimado que burló al país mientras este lloraba a sus muertos.

El gobierno ha hecho esta semana un anuncio catastrófico para la minería formal. Acaba de ampliar el REINFO, postergando el debate de la nueva ley MAPE.

El debate se realizará en plena campaña electoral y ningún partido se va a atrever a enfrentar y perder el bolsón electoral de los mineros informales en todo el país.

El resultado será una nueva ley totalmente favorable a la ilegalidad y la criminalidad. El principio del fín de la gran minería en el Perú.

Esta nueva ampliación nefasta del REINFO ha sido promovida por un ministro de Energía y Minas que como demostraremos en este reportaje es EL MEJOR AMIGO DE LOS ILEGALES.

Las elecciones del 2026 constituirán una de las encrucijadas más cruciales en la historia republicana del Perú. No exagero cuando digo que está en juego el alma de este país; debemos regresar a un patrón de capitalismo democrático que, a pesar de todos sus defectos, ofrece el crecimiento económico más sostenido y la mayor reducción de pobreza que hemos logrado en la historia moderna. Ese modelo, aunque fue arduamente ganado y contra las probabilidades desde sus raíces en las reformas de los años 90, luego consolidado bajo el régimen de Toledo y el segundo mandato de Alan García, fue muy probablemente el experimento modernizador más exitoso que el Perú ha visto en generaciones.

Sin embargo, esa trayectoria fue interrumpida y luego lentamente desgarrada con la desviación populista y estatista que comenzó con el gobierno de Ollanta Humala. La política económica ha estado bajo el control de una combinación letal de oportunismo, mediocridad y dogmatismo desde entonces. Con la propagación del estancamiento social y la debilidad de las funciones del estado, incluso llega el 2021 la peligrosa fase del discurso antisistema en la que se entroniza el escepticismo ciudadano y la fatalidad.

Es en este sentido que el país necesita más que un buen gobierno. Se requiere un ciclo de al menos dos presidentes consecutivos guiados por una visión liberal moderna, de respeto ilimitado por el estado de derecho, de apertura económica y reformas estructurales que liberen las energías creativas de los peruanos. Solo de esta manera podremos sacudirnos el subdesarrollo y construir un país verdaderamente libre, próspero y justo.

Para lograrlo, se debe invocar un proyecto político que pueda persuadir no solo a las élites ilustradas, sino a los sectores populares, que están cansados de la exclusión, pero susceptibles a los cantos de sirena de líderes mesiánicos.

Si los liberales democráticos no responden a este desafío con audacia y generosidad, estamos perdidos. Las elecciones del 2026 serán una cita con la historia. La elección ahora es clara: o volvemos al camino de la libertad o descendemos al abismo del retroceso y el autoritarismo.

 

El pasado del Perú está lleno de paradojas, pero pocas son tan tristemente patéticas como la que ahora se desarrolla en vista del 2026. La izquierda, esa torre de Babel ideológicamente centrífuga, en la que todas las distintas facciones hablan sus propios idiomas mientras llueven anatemas con el mismo entusiasmo con que otros denuncian el imperialismo, por una vez ha hecho algo que hasta ahora parecía impensable: van llegando a consensos. Y no hablamos solo de una mera coalición electoral, sino de un entendimiento práctico que podría traducirse en un segundo intento viable de tomar el poder por parte del populismo radical, como ya sucedió el 2021.

Mientras tanto, a su lado, la derecha y el centro, con un apoyo mayoritario según las encuestas, mantienen una mirada fija, aunque marcada por el combate entre sí, en esta guerra de locura y orgullo, con una atmósfera histérica de desconfianza mutua. Sus líderes, la mayoría de los cuales son decentes y bien intencionados, parecen ignorar una verdad fundamental: las elecciones venideras no las gana sino quien logre armar frentes coaligados. Y hoy, esa virtud táctica ha sido apropiada por la izquierda.

No es que la izquierda radical haya refinado su propuesta, o incluso su discurso. La historia allí sigue siendo la misma: estatista, autoritaria, simpatizante de líderes mesiánicos, hostil a las instituciones. Lo que ha cambiado es su instinto político. Han comprendido que en un país que ya ha tenido suficiente con la esperanza, donde la indignación popular la ha suplantado, cualquier promesa de cambio se vuelve atractiva. Y si a eso se le suma el desempeño necio de sus contrincantes, entonces el camino al poder se despeja con facilidad.

Sobre todo, en un Perú que tiene una necesidad tan urgente de una alternativa moderna, democrática y liberal, solo corre el riesgo de volver a caer en la pesadilla de los extremismos. La izquierda no avanza porque haya conquistado los corazones de muchos, sino porque sus adversarios están, a través de sus acciones, regalándole el futuro.

Si no responden, el 2026 no será simplemente una elección fallida; será una repetición del error. Y, como ocurre tan a menudo en nuestro país, el pueblo pagará el precio.

 

Uno de los espectáculos más tristes de la política peruana contemporánea es la claudicación de una izquierda que alguna vez soñó y lideró aspiraciones de modernidad, reformismo democrático y justicia social dentro del marco de instituciones. Esa última izquierda parece haberse rendido. En su lugar aparece una caricatura de sí misma, dispuesta a hacer acuerdos con los representantes de lo peor del autoritarismo criollo: Pedro Castillo y Antauro Humala.

Juntos por el Perú, que pretendía estar a favor del progresismo, con una vocación institucional y sensibilidad social, ha elegido sumergirse en el pantano del caudillismo más primitivo. La futura alianza con el golpista y desacreditado expresidente Castillo, cuyo mandato fue una debacle ética e intelectual, y con el violento etnocacerista Antauro Humala, cuyo discurso militar racista recuerda el peor delirio fascista, es un gesto no solo de desesperación política, sino de una alarmante regresión ideológica.

Lo que estas alianzas revelan es más que ineptitud estratégica. Muestran una traición a los principios democráticos más básicos. Porque, a pesar de sus consignas igualitarias y su retórica política sobre el pueblo, estos personajes — y los que hacen tratos con ellos — odian la libertad, desconfían del pluralismo y apuestan por el caos, en lugar de por el institucionalismo. Son, en el fondo, antidemócratas, enemigos de la crítica, la disidencia y la ley.

Lo que el Perú requiere es una izquierda moderna, similar a la que tuvo éxito en Chile, Uruguay o incluso Colombia. Una izquierda que pueda hacer propuestas serias, sin incendiar la economía ni derribar todas las instituciones. Pero en el Perú, un sector de la izquierda parece empeñada en su autoaniquilación, cayendo en las trampas populistas y autoritarias de antaño, y aglutinándose tras sus peores elementos.

La tragedia es que en este abrazo con la barbarie arrastra tras de sí las pocas esperanzas de verdadera renovación política. La izquierda que pacta con Castillo y Antauro no es digna de gobernar. Ni siquiera merece representar a alguien.

 

Por más que algunos sectores de la derecha se empeñen en revivir políticamente a Keiko Fujimori, la realidad —tarde o temprano— se impone con la tozudez de los hechos: es, según la última encuesta de Datum, la figura más rechazada del escenario electoral, con un 59% de desaprobación, que supera incluso a personajes deleznables como Waldemar Cerrón.

Ese dato, revelador y rotundo, debería bastar para que la derecha peruana —si es que le queda algo de sentido común— comprenda que su insistencia en una candidatura inviable no solo es un ejercicio de perniciosa nostalgia política, sino una peligrosa temeridad.

Keiko Fujimori estuvo a punto de ganar en el 2021, es cierto. Pero no porque hubiese convencido al país de su “renovación” ni porque hubiese conjurado los fantasmas del pasado, sino porque su oponente era un maestro rural improvisado, rodeado de incapaces y de ideólogos radicales, cuya sola presencia hacía temblar a buena parte del electorado. Aun así, perdió. ¿Qué otra prueba se necesita para entender que el antifujimorismo no es un simple sentimiento pasajero, sino una convicción democrática profundamente arraigada?

Porque el Perú, pese a su crisis política, no ha olvidado. Las esterilizaciones forzadas, los diarios chicha, los jueces digitados desde Palacio, las masacres encubiertas, la corrupción, la compra de congresistas. Todo eso permanece en la memoria colectiva como una herida abierta, y Keiko, con su ambigua distancia del legado paterno, jamás ha sabido —ni querido— cerrarla.

Persistir en su candidatura es suicida para cualquier estrategia de la derecha democrática. No solo porque divide el voto, sino porque representa todo aquello que la ciudadanía rechaza: el autoritarismo disfrazado de orden, el oportunismo con sonrisa impostada, el pasado que se niega a desaparecer.

Si la derecha quiere tener alguna posibilidad en el 2026, deberá encontrar nuevos liderazgos, más modernos, más éticos, más libres. Insistir en Keiko es regalarle el futuro al extremismo de izquierda.

 

El Ministerio Público y el Poder Judicial, tal como están hoy, son instituciones mayormente corruptas, ineficientes y, además, a ojos de la opinión pública, deslegitimadas (salvo honrosas excepciones). Y su papel de impartir la ley de manera firme, honesta e independiente ha acabado en manos de camarillas mafiosas, intereses de segunda categoría y una densa mediocridad institucional.

La reforma es necesaria, sí, pero no cualquier reforma. Y, ciertamente, no una impulsada por un Congreso que no representa a nadie más que a sí mismo y una lista opaca de «intereses especiales».

¿Se puede creer que un poder del Estado que está podrido hasta la médula, cuyos legisladores desprecian la legalidad, que hacen leyes para comprar votos y dictan normas a la medida para protegerse, tengan la autoridad moral para «reorganizar» la justicia? Sería como poner a un incendiario a cargo del cuartel de bomberos. El resultado no sería la purificación de la justicia, sino su transformación definitiva en un arma política de venganza, extorsión y autoritarismo.

El Perú requiere una buena justicia. No perfecta, pero respetada. Para ello se necesitará una cruzada cívica, no un pacto parlamentario. Es el papel de la sociedad civil, los colegios profesionales, la academia y los medios de comunicación libres, liderar una reforma que pueda hacer al ciudadano volver a creer que existe el estado de derecho. Y este cambio debe ser profundo, técnico, institucional, pero, sobre todo, democrático. No se cura el cáncer con veneno.

 

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