El nombramiento de alguien como Daniel Salaverry, quien no tiene oficio ni beneficio, para un cargo técnico como el de presidente de un organismo altamente especializado como Perupetro, es el mejor indicador de la mediocridad ejecutiva de este gobierno.
La designación fallida de Mario Carhuapoma, y el nombramiento de un reemplazo prontamente cuestionado por su idoneidad, en EsSalud. La caída del proyecto Majes-Siguas por inacción del Estado, etc., son otros indicadores -entre muchos más- de una gestión paupérrima, tal cual subrayábamos en nuestra columna de ayer.
Como bien ha señalado el economista Miguel Palomino, exvicepresidente del BCR, Pedro Francke, quien es de lo mejorcito que tiene este régimen (¡pudo haber sido Juan Pari el titular del MEF!), si no fuera en este gobierno jamás hubiera sido ministro de Economía.
Y hay que sumarle a lo dicho los destrozos institucionales que vienen ocurriendo en la tecnocracia de sectores como Transportes, Educación (copado por el Fenatep), Energía y Minas, Minam, etc., para entender el oscuro porvenir que le espera al Estado peruano.
Salvo el proceso de vacunación, que ha seguido el impulso dejado por la administración anterior, en prácticamente todo lo demás, la gestion pública llega a niveles tan misérrimos que es dable temer el colapso del Estado en varios frentes de acción.
Organismos que antes constituían islas de excelencia, como Indecopi, la Sunat, Perupetro, Proinversión, y algunos más, están siendo infiltrados por funcionarios allegados al partido de gobierno, sin ninguna experiencia ni capacidad gestora adecuada para los cargos que se les entregan graciosamente.
Ya no estamos siquiera ante un problema de izquierdas o derechas. Por cierto, ha quedado demostrado que la izquierda peruana carece de una red de profesionales y tecnócratas en capacidad de asumir las riendas de un gobierno en sus aspectos esenciales, pero los niveles a los que se está llegando, exceden ya cualquier tipología ideológica y apuntan, más bien, a una mediocridad corrupta: regalarle un puesto a alguien, solo por sus credenciales partidarias, sin estar calificado para la responsabilidad que se le encomienda, es la peor corrupción, porque genera un enorme perjuicio social, tangible y altamente costoso.
El problema es que el techo lo marca el propio Presidente de la República, un personaje altamente descalificado, en términos administrativos y politicos, para ejercer el cargo que le tocó en suerte desempeñar. Si esa es la cima, se entiende la grisura de espanto de los niveles burocráticos inferiores.