La cercanía de un ciclo electoral renovado en el Perú se cierne como una nube negra que no solo garantiza fricción en las aguas políticas, sino que también hará explotar las fracturas internas de la sociedad.

Como en un laberinto sin salida, el país seráarrastrado por la violencia política, una especie de maldición que, lejos de disiparse, se alimenta de la creciente presencia del crimen organizado. En lugar de ser un ejercicio de democracia, este enfrentamiento electoral se puede convertir en el caldo de cultivo de los peores vicios de la política: populismo, corrupción y, sobre todo, violencia.

El baile de los narcotraficantes contra los políticos, como muestran ejemplos de países como Colombia o México, ha sido lo que ha marcado allí los caminos del poder: sombría advertencia. Por supuesto, debemos recordar que armaron en Colombia durante el siglo XX la violencia periódica en campañas de forma institucionalizada, donde mataban candidatos o los obligaban a someterse a los intereses del crimen organizado. En México, las mafias han penetrado tan eficazmente las estructuras de poder que las elecciones se convierten en campos de batalla entre intereses criminales y legítimos.

En el Perú, la historia puede ser similar. El narcotráfico, la minería ilegal y demás perlasdesafían tanto el estado de derecho como penetran las estructuras de poder, creando un legado de impunidad.

Esta campaña electoral será una manifestación más de un Perú dividido, y la democracia se encuentra rodeada de un enemigo invisible: el crimen organizado. La violencia política no es meramente consecuencia de la crisis económica o social, sino un síntoma de una enfermedad de larga data que amenaza con aniquilar la confianza en el sistema político y las instituciones que deben garantizar la paz y el bienestar.

Es inaceptable la intromisión política por parte de la fiscal Delia Espinoza, quien pretende prohibir la participación de Fuerza Popular y el partido de Carlos Álvarez, y es un ejemplo preocupante de la politización de las instituciones estatales, sobre todo de la Fiscalía.

La justicia se supone que debe ser un árbitro imparcial, por encima de las batallas políticas, pasiones y rencores. Lo que estamos viendo en el Perú, sin embargo, es una perversión de esa función crucial. Bajo el liderazgo de Espinoza, la Fiscalía ya no parece perseguir la justicia, sino una agenda política.

Usar mecanismos judiciales para deslegitimar a partidos políticos cuando estos caen dentro del espectro democrático constituye una violación flagrante del principio fundamental de pluralismo que debería subyacer en cualquier sociedad libre.

Este tipo de acción daña la confianza de los ciudadanos en las instituciones y revela a la Fiscalía como una herramienta de la batalla política. La persecución selectiva en lugar de hechos concretos y probados parece seguir más una guerra de desgaste entre facciones políticas que no sirve al interés de nadie, ya sea del país o de la justicia misma.

Es urgente que la sociedad peruana reflexione sobre el grave riesgo que representa dejar que la Fiscalía sea un agente más en la dinámica de la política en clave partidaria. La independencia de los jueces no es meramente un rasgo indispensable del camino constitucional, sino un vehículo en el que la democracia emergerá inalterada, intacta; en una palabra, inmaculada. De lo contrario, estamos en camino hacia un tipo de dictadura de la justicia, donde la ley es una herramienta de poder más que un guardián de derechos.

El dislate ha sido de tal envergadura que hasta un organismo neutral como Transparencia ha señalado -y coincidimos- que “la decisión de la Fiscalía de investigar a partidos políticos inscritos, teniendo como única base una denuncia particular resulta peligroso para la democracia y atenta contra la independencia del proceso electoral recién convocado”.

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La primera mandataria, Dina Boluarte, al convocar elecciones presidenciales, enfrenta una situación que podría implicar más que una salida institucional. Es una maniobra táctica que intenta cambiar la mirada del público, levantándola libremente de los escándalos y las tormentas de críticas que han plagado su administración hacia un atardecer electoral nublado.

En una situación tan precaria como la que enfrenta actualmente su administración, hay una manera de interpretar la convocatoria de elecciones como una maniobra astuta para restaurar su imagen pública ante un país dividido que cada vez más la ve con desconfianza.

Como alguien intentando cambiar el curso de una historia cuyos personajes se desmoronan, Boluarte intenta escribir un nuevo capítulo en su historia política, uno que podría resguardar su figura y, con ella, la estabilidad de un gobierno que la tormenta ha puesto a temblar.

En la política peruana, las decisiones no están aisladas de las complejidades de un juego de poder que, en ocasiones, parece vencer a quienes lo juegan. Y la presidenta, esta vez, se convierte en una protagonista ambigua, atrapada entre intereses personales y las exigencias de un pueblo que casi se ha quedado sin paciencia.

Boluarte sabe que el enfoque del país no está fijado en sus méritos, sino más bien en sus pasos en falso; en los vacíos que su administración ha creado. Ante este vacío, las elecciones son una opción para intentar redirigir la narrativa, para crear la ilusión de una renovación política, aunque sea temporalmente.

La convocatoria de elecciones, sin embargo, no debe enmarcarse únicamente como un movimiento de distracción. En una nación cuya estabilidad política puede hacerse añicos como un cristal, las elecciones pueden ser terreno fértil para una nueva trama de poder. Si Dina Boluarte cree que incorporando el trasiego electoral se libra de riesgos mayores, se equivoca. Un escándalo de proporciones la sacará del poder así falten pocos meses para que se vaya o haya convocado a elecciones.

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Lo que se presenta como panorama luego de la designación del flamante ministro del Interior en el Perú es un mero formalismo, cambiando piezas de un tablero que sigue más o menos igual. En su laberinto de intereses y juegos de poder, la política peruana ha demostrado ser un estado de cosas donde las apariencias importan más que las realidades. Mientras su discurso promete renovación, el nuevo titular se encontrará enredado en la red de clientelismo y compromisos que atraparon a su predecesor.

La historia política del país está llena de ministros que prometen un cambio radical en seguridad y orden interno tan pronto como son juramentados. Pero rápidamente son arrastrados por la marea de un sistema que recompensa la lealtad más que la competencia. Tienen un nuevo ministro que es un rostro fresco y con cierta retórica de cambio, pero el nuevo ministro es y solo puede ser un peón mientras el statu quo permanece siendo el titiritero en la oscuridad.

Los problemas de inseguridad ciudadana, narcotráfico y corrupción no se resolverán simplemente cambiando la cara del gobierno; requieren una voluntad política fuerte y decisiva. Los cambios nominales en la cima son insuficientes; se necesita una reforma institucional profunda, un compromiso sincero con la justicia y la transparencia. Pero en un mundo donde intereses personales y partidistas reinan, esta transformación parece una quimera.

Es una historia común de cambios sin cambios, el sonido de una promesa rápidamente ahogado por el ruido de una realidad que llega a ser lo que es. Como siempre, es el ciudadano promedio quien sueña con un cambio auténtico, pero en su lugar, es solo atormentado por un sistema que, no importa cuántos rostros nuevos tenga, permanece sin cambios. Mientras el Perú camina por esta cuerda floja de ilusión y eventual desilusión, continúa en este juego de pérdidas y avances, hilando su propio camino sangriento y doloroso, el sonido del silencio rebotando en su plaza pública.

En medio de un panorama político peruano superado por la polarización, la centroderecha, pasada por alto y vilipendiada como un bastión de lo neutral y lo débil, podría tener la oportunidad de encontrar su lugar de prominencia nuevamente. En el otro extremo del espectro, tenemos las voces radicales, de izquierda y de derecha, emergiendo como la única alternativa decente cuando la respuesta todo este tiempo ha sido la moderación y el sentido común.

Perú es un país de gran diversidad cultural y social y necesita líderes que no se limiten a la visión en blanco y negro de buenos y malos, amigos y enemigos. La polarización ha llevado a un entorno tan tóxico que el diálogo se ha convertido en un arte perdido, y las ideologías se han convertido en dogmas que bloquean la construcción de consensos. En este contexto, el mismo centro se convertiría en el que lleve al país a la paz y la unidad.

La centroderecha no debe ser una observadora pasiva en la contienda, sino una jugadora activa que ofrece soluciones prácticas y realistas. La historia ha demostrado que el extremo, a pesar de su atractivo, rara vez es el camino a la salvación, más bien es el sendero al caos y la decepción. La centroderecha, en contraste, puede brillar con luz propia, y la sabiduría puede encontrarse en la moderación.

No es una tarea fácil recuperar la prominencia de la centroderecha; requiere líderes carismáticos y comprometidos, dispuestos a desafiar las narrativas dominantes y proporcionar una visión afirmativa del mundo que reconozca la pluralidad de voces dentro de nuestra sociedad. Por lo pronto, incidir en que la crisis actual es justamente producto de la polarización.

En un país que anhela soluciones reales y un futuro brillante, la centroderecha puede actuar como la brújula que guía a los peruanos hacia una narrativa compartida en la que se valore la diversidad y la polarización sea cosa del pasado. Y así comenzar a sanar sus heridas y abrir un camino hacia la prosperidad.

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Es totalmente nuevo en la política, está inscrito en Avanza País, la dirigencia lo llama insistentemente para convencerlo de que se lance. Puede ser el outsider de esta elección del 2026. Hablamos de Jean Ferrari.

Ferrari se ha convertido en una figura de renacimiento y esperanza. Su papel en el rescate de Universitario de Deportes, como administrador de uno de los clubes más legendarios del país y el más popular, no solo lo ha convertido en una de las estrellas más brillantes del mundo deportivo; también le ha permitido emerger como un candidato externo en las elecciones del 2026.

Y en un país donde la política está plagada de la mancha de corrupción y desilusión, la figura de Ferrari podría ofrecer un soplo de aire fresco, un cambio radical en un sistema ansioso de renovación.

El camino para Ferrari no ha sido fácil. Su liderazgo en la batalla contra la bancarrota del club ha exigido no solo maniobras astutas, sino un profundo vínculo emocional con los aficionados, quienes ven en él a un salvador. Esta conexión, forjada en el fuego de la pasión futbolística, podría ser lo que lo impulse hacia la política. Y en un clima donde los ciudadanos buscan individuos genuinos que hablen desde la experiencia y la dedicación, Ferrari podría ser quien represente la esperanza de un nuevo Perú.

Claro está, el desafío es abrumador. La política, con sus laberintos y trampas, no perdona a los ingenuos. Ferrari tendrá que abrirse camino a través de las aguas turbulentas de un electorado desconfiado que ha visto demasiadas mentiras y demasiados líderes traicionar la confianza del pueblo. Si tendrá éxito, dependerá de cuán efectivamente pueda convertir la pasión que ha llevado al juego de fútbol en un proyecto político coherente y convincente.

El futuro de Ferrari en la política puede entenderse tanto como una ambición personal como un deseo sincero de servir a los mejores intereses de su país. Si puede presentar de manera plausible una nueva visión y un mensaje que resuene en los corazones de los peruanos, podría ser una luz en el oscuro océano de la política. El final aún está por revelarse, pero el próximo capítulo seguramente podría centrarse en Jean Ferrari como principal protagonista.

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El nuevo ministro del Interior del Perú, quien reemplazará al censurado Juan José Santivañez, tendrá una gran responsabilidad por delante. Es crucial que esta persona cuente con las capacidades necesarias para enfrentar los desafíos actuales.

Sin duda, el nuevo titular del Interior debe ser un profesional con experiencia en seguridad y gestión pública. No podemos permitir que alguien sin el conocimiento adecuado asuma este cargo solo por una amistad con la presidenta. Se necesita un líder, no un escudero.

No se trata solo de hacer pequeños ajustes; es una oportunidad para revitalizar un sector que es esencial para la vida de todos. Los recientes acontecimientos han demostrado que la extorsión y el crimen siguen siendo una constante en nuestra sociedad.

Este nuevo líder necesita ofrecer una visión clara, un enfoque estratégico y la habilidad de implementar políticas efectivas que aborden la inseguridad y el crimen organizado. También es fundamental que trabaje para restaurar la confianza pública en nuestras instituciones. Estas son tres áreas críticas que deben ser abordadas con seriedad.

La experiencia es clave. Sería ideal que el candidato tenga un historial en roles que le permitan comprender a fondo el sector y sus complejidades. Debería saber cómo colaborar con las fuerzas del orden, pero también con la comunidad.

Un enfoque colaborativo que involucre a la sociedad civil es esencial para construir un entorno seguro donde todos se sientan respetados. Este es un momento en el que todos debemos unirnos frente a la crisis, sin la necesidad de una figura autoritaria que dicte qué hacer, sino con ciudadanos comprometidos trabajando juntos.

Además, es fundamental que cuente con las herramientas y el respaldo político necesarios para combatir la corrupción dentro de las instituciones. Establecer mecanismos que permitan la supervisión pública de las acciones del ministerio podría ser un paso decisivo hacia la legitimidad. Muchos de los problemas criminales no podrían existir sin la complicidad de elementos corruptos dentro de las fuerzas del orden, algo que no debería sorprendernos. Es urgente una purga radical.

Por último, el nuevo ministro debe ser un buen comunicador, capaz de transmitir su visión y generar empatía con la sociedad. La seguridad no es solo un problema técnico; es un tema que impacta la vida diaria de cada ciudadano.

Frente a la situación actual, el liderazgo que inspire confianza y trabaje en beneficio de todos los peruanos será fundamental. En definitiva, una combinación de experiencia, integridad y una visión renovadora es lo que realmente necesita el Ministerio del Interior para lograr un cambio significativo y duradero.

Ahora, solo queda esperar a ver qué decisiones toma la presidenta Boluarte en las próximas horas: si continuará debilitando la institución o si, por el contrario, optará por rejuvenecerla de manera responsable. La seguridad ciudadana es crucial, tanto en el presente como en el contexto electoral futuro, así que mucho está en juego.

La del estribo: leyendo al gran Tolstoi. Ana Karenina en mis manos. Hay polémica entre Ana Karenina y Guerra y Paz, así como si es más predominante el Vargas Llosa de Conversación en la Catedral que el de La guerra del fin del mundo, o el García Márquez de Cien años de Soledad frente al de El amor en los tiempos del cólera. Cuando termine de leerla tomaré partido.

Hay quienes avizoran un futuro político incierto para Dina Boluarte luego de la censura al ministro del Interior, Juan José Santiváñez, y resucitan la especie de que luego de convocadas las elecciones en abril, su permanencia en el puesto es más que precaria.

La hipótesis se sustenta en que convocadas las elecciones, Boluarte podrá ser vacada sin riesgo de que el Congreso se vea compelido a convocar a elecciones y a recortar su mandato, que es lo que finalmente les preocupa a nuestros padrastros de la patria.

La hipótesis, sin embargo, se cae de irrealidad política. Todos en el Congreso saben que si vacan a Boluarte tendrán que colocar en su reemplazo a un congresista y que, dado ese escenario, las calles producirán otro “merinazo”, comoacertadamente lo ha calificado el almirante Montoya, y que a la postre se verán obligados a convocar elecciones a trompicones y apresuradas, porque nadie va a soportar un mandatario surgido de un poder del Estado tan o más desprestigiado que el Ejecutivo.

La censura al ministro Santiváñez ha sido una pulseada, torpemente alentada por el Ejecutivo al insistir en su permanencia, pero no supone una ruptura del pacto Ejecutivo-Congreso ni mucho menos. El mismo sigue sólido como una roca y probablemente se refuerce con el nombramiento del nuevo ministro, seguramente surgido de canteras fujimoristas (ya se habla de Rospigliosi como nuevo titular del Mininter).

A pesar del descontento popular, la fragmentación de la oposición dificulta la formación de una mayoría sólida que respalde un proceso de vacancia. Además, Boluarte ha buscado alianzas estratégicas, lo que le otorga un respiro temporal. La necesidad de estabilidad hace que su permanencia en el cargo parezca preferible para muchos. Así, la vacancia no se vislumbra como una opción viable en este contexto.

 

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-Hoy le toca al Congreso demostrar que puede, eventualmente, tomar distancia de los intereses del Ejecutivo y votar a favor de la merecida censura al ministro del Interior, Juan José Santiváñez, quien no solo ha demostrado ineficiencia en el cargo sino que se halla comprometido en sinfín de denuncias que ponen en duda su solvencia moral para desempeñar el cargo. Todo apunta a que la censura prosperará, pero en este Legislativo nunca se sabe qué negociaciones tras bambalinas pueden estar ocurriendo, por lo cual es mejor esperar al desenlace final. Pero sin lugar a dudas sería saludable para la democracia que el Parlamento le ponga un estáte quieto a un gobierno malacostumbrado a la indolencia e ineficacia más rampante sin que le ocurra nada.

-A la sociedad civil también le toca jugar un partido crucial. Se ha convocado a una marcha por la paz, luego del asesinato de un conocido cantante de cumbia, y la convocatoria ha prendido. Ya es hora también que de que las calles se hagan sentir organizadamente respecto de un régimen que no solo la seguridad sino toda política pública la trata como asunto de segunda importancia. Los altos niveles de desaprobación y el repudio popular que convoca a su paso por las calles este gobierno, ya ameritaba una respuesta colectiva organizada de la sociedad. Puede ser un parteaguas significativo respecto del tramo restante del quehacer gubernativo.

-La pena de muerte y el servicio militar obligatorio son dos propuestas populistas y efectistas que a nada contribuirán para contener la ola delincuencial. Más bien demuestra que el gobierno no ata ni desata sobre la materia y que requiere un cambio de mando en las autoridades que ven el tema. La fórmula está cantada: mayor presupuesto para investigación, control de la corrupción policial, inversión en penales, eficaz coordinación con Fiscalía y Poder Judicial. Y, por supuesto, un liderazgo claro de la cabeza.

-¿Puede una jueza que ve asuntos tributarios tener un hermano que trabaja en el MEF -parte interesada en todos esos temas- y ocultarlo impunemente? No, no puede ni debe. Por eso, luego de la denuncia presentada por Sudaca un congresista ha presentado una demanda ante la Junta Nacional de Justicia acusando el hecho. Esperemos que la JNJ resuelva con prontitud.

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