No existe ninguna explicación racional al apoyo de Alianza Lima a la conspiración de Gremco contra la LEY DE VIABILIDAD DEL FÚTBOL PERUANO porque esta norma no los afecta ni toca para nada.

La única razón que explica este boicot es que estamos frente a la reedición de un episodio lamentable que sucedió cuando el equipo de la victoria perdió el campeonato 2023 de local en Matute precisamente con la U.

Desde fuera de las canchas, Alianza Lima está intentando hacer realidad un nuevo apagón. Le quiere apagar la luz a los grandes éxitos deportivos y administrativos de Universitario de Deportes.

Este REPORTAFUR expone claramente todo lo que hay detrás de esta movida que no tiene nada de deportiva.

De contrabando, porque no estaba así considerado previamente, en el proyecto aprobado en el Pleno que permite la reelección de gobernadores regionales y alcaldes, se ha eliminado de un plumazo la vigencia de los movimientos regionales, de modo tal de obligar a los ciudadanos a votar por partidos nacionales que no tienen arraigo o vigencia alguna en las regiones del país.

Uno de los problemas mundiales que agobia a las democracias, es su descrédito y pérdida de legitimidad, porque la ciudadanía no se siente efectivamente representada y porque resiente la distancia que se establece entre el elegido y los electores. No pasa mucho tiempo del proceso electoral y ya los índices de desaprobación suelen ser muy altos.

En el Perú, por propia decantación, sin nada que predisponga a ello, en las elecciones regionales, los llamados partidos nacionales -que en la práctica son ya partidos limeños- han perdido paulatina vigencia y surgieron movimientos endógenos que terminaron capturando la preferencia electoral del respectivo bolsón ciudadano.

Eso no es un problema. Es maravilloso para la democracia que surjan dinámicas políticas propias en cada región y se genere así paulatinamente clase política, burocracia regional y tecnocracia local. Es un gran paso a favor de la vigencia democrática y que la ciudadanía no se desencante aún más de un sistema como el democrático, que tiene, de hecho, muchas carencias, pero es el mejor sistema político conocido.

La regionalización en el país debe ser reformada radicalmente, porque es corrupta e ineficiente, pero eso no es problema de los movimientos regionales (probablemente, la situación sería peor si por obligación, sean partidos nacionales los que asuman el poder), sino de un sistema legal administrativo que lleva a ese escenario.

Los movimientos regionales deben mantenerse y ser alentados. Conectan mejor con las preferencias electorales de cada región, por lo general desalineadas de los parámetros capitalinos, y permiten que se practique el ejercicio democrático sanamente. Inclusive, con un control más eficiente de las fuentes de financiamiento de estos movimientos, podríamos arribar a un círculo virtuoso que imitaría los beneficios del federalismo en otras naciones.

En la última encuesta del IEP se pregunta, si se adelantasen las elecciones, por quién votaría el ciudadano. Un abrumador 82.4% no tiene candidato. Y entre los que tienen definido un voto, un 4.6% lo haría por el fujimorismo, encabezando, por lejos la primera opción (lo siguen Antauro con 1.5%, Pedro Castillo, con lo mismo, Vizcarra con 1.4%, López Aliaga y Hernando de Soto con 1.1% y el APRA con 1%).

Hemos planteado ya reiteradas veces que esta situación de anomia política requiere que la clase política sea capaz de proponerle al país una fórmula atractiva, potente, plural y convincente, con un buen liderazgo; en suma, un gran frente republicano, democrático y liberal.

Uno de sus primeros desafíos es, sin duda, derrotar a los candidatos radicales antisistema, que ya aparecen en las encuestas y que crecerán conforme se acerque la campaña. Pero hay otra meta política esencial y es desplazar al fujimorismo como eje referencial de la centroderecha peruana.

El fujimorismo se ha convertido en un lastre político y electoral para el país. No nos arrepentimos de haber ejercido un voto vigilante a favor de Keiko en las últimas elecciones, porque, como los hechos lo confirmaron, lo de Pedro Castillo fue un espanto, y nos hubiera ido mejor, a pesar de todo, con Keiko Fujimori en el poder.

Pero eso no soslaya que la democracia peruana requiere que ya la herencia fujimorista sea superada. Evolutivamente, el fujimorismo pudo haberse convertido en la gran fuerza liberal popular que el Perú requería, pero en lugar de evolucionar, involucionó. Su labor en el Congreso, que es la prueba ácida de su real conducta política, los deja pésimamente parados.

Sabotearon la posibilidad de apoyar a PPK y lograr un gran gobierno de derecha. Y ahora, apoyan ciegamente a una opción desprestigiada y que genera enormes pasivos, como los que supone el régimen de Dina Boluarte, y lo más importante que ha hecho el fujimorismo en el Congreso esdesplegar una serie de contrarreformas, como la de la Sunedu, que es de espanto.

El fujimorismo se ha mantenido autoritario, se ha vuelto mercantilista y, además, terriblemente conservador en temas de derechos civiles. Salvo que se subordine y acepte ser parte secundaria del gran frente propuesto, el fujimorismo no debería formar parte de esa convocatoria y, por el contrario, debe ser, desde ya, un objetivo a derrotar. El país debe evitar la trampa mortal de una segunda vuelta entre Antauro Humala y Keiko Fujimori.

Según la última encuesta de Ipsos, no descolla ningún candidato en particular para las elecciones del 2026. Ello es malo porque hace anidar en la mente de los interesados de que la cancha está libre para cualquiera y de que es posible capturar un bolsón electoral suficiente como para pasar a la segunda vuelta. Es decir, favorece la dispersión y diluye la urgencia de armar frentes.

Es bueno porque quiere decir que no hay identificaciones regionales prefijadas con los candidatos de la izquierda radical, aunque lo más probable es que el sur andino termine siendo el fiel de la balanza en ese sentido (probablemente vote en la primera vuelta del 2026 como lo hizo en la segunda vuelta del 2021).

Ojalá suceda que no baste un rostro carismático o una candidatura sorpresa de último momento, sino que la ciudadanía sea capaz de exigir una mínima agenda de gobierno, sobre todo en los aspectos más álgidos: inseguridad ciudadana y crisis económica.

Según encuesta publicada hoy en Perú21, de acuerdo a Ipsos, el 78% desaprueba al gobierno en materia de lucha contra la delincuencia. Este dato es terrible, porque, además, no se ve visos de mejora, sino, todo lo contrario, de que la situación va a empeorar. Y lo mismo sucede con el manejo de la reactivación económica, que no halla amparo en una política técnica del MEF.

Lo preocupante de discernir respecto de si ambos problemas se agudizan es que van a propender a reforzar las incursiones de los Bukele o Milei peruanos, émulos de los gobernantes salvadoreño y argentino, respectivamente.

Y no es eso lo que el Perú necesita. No requiere de candidatos monotemáticos, centrados en atender primordialmente un punto de la agenda nacional, cuando la misma comporta otros grandes desafíos que sí exigen un programa de gobierno y un gran frente democrático, liberal y republicano, para ser asumidos.

Hablamos de la corrupción, de las economías ilegales, de la reforma del sistema de justicia, del cambio de la regionalización, de la reforma del Estado, etc. No basta con reactivar la economía o enfrentar la inseguridad ciudadana.

Solo bajo esa perspectiva, de que se necesita tiempo para madurar una conformación política de esa naturaleza, podríase aceptar que es mejor que Dina Boluarte se quede hasta el 2026.

¿Qué pesa más en la balanza: el eventual ciclo de inestabilidad que supondría un anticipado proceso electoral o la resolución del hartazgo ciudadano con un gobierno mediocre y sin rumbo?

Apenas 5% de la población aprueba al gobierno de Dina Boluarte y 90% lo desaprueba, según la última encuesta del IEP. Y al socio político del Ejecutivo -el Congreso- solo lo aprueba el 6% y lo desaprueba el 91%.

Lo que es más grave: un 50% de peruanos considera que el gobierno de Dina Boluarte será más corrupto que los anteriores y 42% igual de corrupto. Además, un 72% considera que la situación económica es peor que hace un año y 55% considera que será peor en el futuro.

La sensación de corrupción, desatada luego del Rolexgate y de las andanzas del hermanísimo, ha corroído seriamente las bases de legitimidad del régimen. Y si se le suma la desesperanza respecto de la economía (expresada fácticamente en el aumento de la pobreza), se entenderá la foto del presente desalentador para la democracia, y, como bien señala el propio IEP, esto alentará la aparición de propuestas radicales o autoritarias.

Volvemos a la pregunta inicial: ¿es mejor cortar por lo sano, adelantando las elecciones generales, o, en aras de no aumentar la inestabilidad -que no veo dónde está (hay relativa paz social)- mantenemos como sea a Boluarte hasta el 2026?

Esta situación no va a mejorar. Va a ir para peor, y cuando queramos reaccionar políticamente ya va a ser muy tarde. La crisis del gobierno afecta a la democracia y le quita lustre ciudadano. Mientras más se sostenga este tinglado, más abono a favor de candidaturas disruptivas, radicales y autoritarias.

Mi posición es clara: se debe adelantar elecciones y cortar la sangría democrática que implica este gobierno mediocre y sin idea de cómo gobernar. Coincide con ello el 77% de los peruanos, aunque un 58.6% no sepa aún por quién votar. ¿Hay riesgo de que en las actuales circunstancias los Antauros descollen? El riesgo de que lo hagan será mayor si el deterioro se acentúa.

Y no hay nada que nos permita pensar que este gobierno mejorará. Al contrario, ya hasta los ámbitos tecnocráticos del Ejecutivo -el MEF, sobre todo- están tocados por la medianía y la contaminación política. Todo nos lleva a pensar que lo mejor para el país es zanjar el problema, convocar a elecciones generales y apostar a que las fuerzas democráticas, apremiadas por la urgencia, tengan la responsabilidad de conducirse inteligentemente.

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Adelanto de elecciones, Dina Boluarte, Rolexgate

La necesidad de un gran frente democrático, republicano y liberal para las elecciones del 2026 no solo es una necesidad electoral para derrotar a la fuerza telúrica que va a acompañar a algún candidato radical de izquierda, sostenido por el sur andino, el resto del mundo rural y los bolsones de pobreza de la costa y la selva.

Es también, una fórmula de gobierno, la única capaz de generar los consensos necesarios para poder afrontar los enormes, gigantescos desafíos sociales, políticos y económicos que el país tiene frente a sí: reactivación capitalista, construcción de infraestructura, reforma político-electoral, reforma de la salud y la educación públicas, regionalización, reforma del sistema de justicia en su conjunto, etc.

Se debe tratar de un frente que, además, no solo comprometa partidos políticos, sino gremios populares representativos (véase con atención la gigantesca movilización que el Sutep ha podido convocar a mediados de esta semana).

Señalaba en columna reciente la paradoja de que las grandes reformas democratizadoras del último siglo y pico habían sido llevadas a cabo en dictaduras (Leguía, Odría, Velasco y Fujimori). Es hora de que sea un gobierno democrático el que corresponda a esa tarea. El último gran esfuerzo por plantearse algo así fue el Fredemo que presidió Mario Vargas Llosa en 1990 y que lamentablemente fracasó en las urnas.

En base a los consensos básicos que un frente como el propuesto ya de por sí implica, sí es posible pensar en un gobierno democrático reformista de la envergadura que se requiere. Sería el colofón salvador de la fallida transición democrática que hemos tenido después del fujimorismo y que nos ha llevado a una de las peores crisis republicanas de la historia nacional (solo es equiparable, para hablar de los últimos tiempos, con la debacle de fines de los 90).

Mucha coordinación, sapiencia política, desprendimiento y tolerancia serán necesarias para que este gran frente no aborte en medio de apetitos minúsculos de poder o celos partidarios inconducentes. La magnitud de la tarea por llevar a cabo debería bastar para convencer a todos los que se están animando a pensar en el 2026, en su urgente necesidad.

La del estribo: buena puesta en escena de Una hazaña nacional, la historia de Fray Calixto de San José Túpac Inca, escrita y dirigida por Alfonso Santistevan, con las actuaciones de Daniela Trucíos, Pold Gastelo, Ricardo Bromley, entre otros, en el entrañable teatro Blume. Va hasta fines de junio. Entradas en Teleticket.

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elecciones 2026, frente democrático

El prematuro lanzamiento a la carrera presidencial de Rafael López Aliaga es un disparate descomunal que nadie de su entorno parece haber sido capaz de advertirle.

Primero, porque incumple una enfática promesa de campaña de que no renunciaría a la Alcaldía de Lima para postular a las lides presidenciales (ello le sería enrostrado corrosivamente durante toda la campaña por sus adversarios). Segundo, porque su gestión edil es tan mala que no tiene madera para hacer flotar alguna expectativa de dar el salto presidencial.

Pocas veces se ha visto una actuación administrativa en el municipio capitalino tan errática, ineficiente e improductiva como la que está desplegando López Aliaga y de allí sus altísimos niveles de desaprobación. La Lima que nos va a entregar va a ser una bastante peor que la que recibió.

Si en algún momento pensó que el sillón de Nicolás de Ribera era el mejor atajo político para llegar al solar vecino se equivocó de cabo a rabo. No solo por los antecedentes fallidos que existen al respecto (Bedoya, Barrantes, Belmont, Andrade, Castañeda, Villarán, etc.), sino porque mal puede, quien no es capaz de lo menos, de mostrarse como alguien con la capacidad de hacer lo más.

Seguramente, en su imaginación cree poder encarnar el carácter disruptivo y motivador de las dos figuras que la derecha regional mira con embeleso, como son Bukele y Milei. Lo que no está al alcance mental de López Aliaga es que él ya perdió ese aire disruptivo que lo acompañó cuando recién apareció en el firmamento político peruano y, además, que el Perú no parece demandar figuras de ese perfil.

Lo que se necesita para derrotar a los disruptivos radicales de izquierda, que sí tienen tela por cortar, como Antauro Humala, Guido Bellido o Aníbal Torres, es un gran frente de centroderecha, republicano, liberal y demócrata, y para conformarlo se requieren virtudes de las que adolece el burgomaestre limeño.

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Nicolás de Ribera, Rafael Lopez Aliaga

Entrevistando a Max Hernández para el segundo número de la revista Pulsión, el psicoanalista hacía notar con agudeza cómo había ocurrido en el país que tres grandes fenómenos democratizadores (el ascenso de las clases medias, la migración del campo a la ciudad y la condición ciudadana del emprendedor popular) habían ocurrido durante dictaduras, como las de Leguía, Odría y Fujimori. Agregaría la reivindicación del indio, bajo el régimen militar de Velasco.

Y ello en medio de la paradoja de que durante los periodos democráticos no se haya producido nada de esa envergadura, ni en los tiempos de la República Aristocrática ni en el periodo post Fujimori, los dos periodos más prolongados de alternancia democrático electoral que el país hatenido a lo largo de su vida republicana. Quizás solo podría ser equiparable la reducción de la pobreza desplegada sobre todo entre el 2001 y el 2011, cuando acaba el segundo gobierno de Alan García.

Eso debe cambiar radicalmente si queremos que sobreviva la feliz conjunción de capitalismo y democracia, que es la fórmula más exitosa para generar prosperidad en los países que los albergan. Con defectos enormes por corregir en ambos sistemas, aún hay porvenir propicio en ese matrimonio difícil y a veces conflictivo.

La democracia tiene que ser más efectiva. No puede contentarse con elecciones periódicas y la relativa existencia de una separación de poderes. Hay que darle vitalidad ejecutiva a los gobiernos democráticos, y dinámica participativa a las propias democracias, con mecanismos que involucren al ciudadano y lo hagan sentirse partícipe de las tomas de decisiones (referéndums, renovaciones parciales del Legislativo, revocatorias, etc.).

La democracia se debe comer. Si dejamos que se convierta en un adorno institucional, bajo cuyo manto prospera la inacción económica, el descuido de la igualdad de oportunidades (salud y educación públicas), la inseguridad ciudadana y la corrupción rampante, se explica por qué somos el país que peor consideración tiene sobre los valores democráticos y los riesgos que ello implica para la irrupción de candidatos populistas autoritarios tanto de izquierda como de derecha.

Nota: agradezco a la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de DDHH, por su reciente comunicado alertando sobre los abusos fiscales de los que he sido y soy víctima, yendo a contrapelo de la libertad de prensa y del principio constitucional de la reserva de las fuentes periodísticas.

Antaño era en los grandes medios, especialmente los televisivos, que se definían las campañas electorales. Un buen debate, una buena entrevista o un buen spot publicitario definía la diferencia necesaria para obtener el ansiado resultado en las urnas.

Después se le dio más importancia a la radio y últimamente a las radios regionales, como la clave del éxito. Rápidamente, en cuestión de una década, las redes sociales reemplazaron a los medios radiales como principal vehículo de comunicación.

Hoy tampoco es así. Las cosas varían aceleradamente en un mundo tan cambiante. Son los medios digitales y los microsegmentospoblacionales los que marcan la pauta. Una buena performance en La Encerrona, en El diario de Curwen, en el podcast de Hildebrandt en sus trece o en Sin Guión, pesa más que una entrevista en el principal diario nacional o en el principal canal o radio nacionales.

Adicionalmente, ya no es tiempo de los grandes mítines. Lo que impacta, y profundamente, son los microsegmentos poblacionales representativos. Una visita al mercado Unicachi o a la feria artesanal de Puquio, tienen más efecto de irradiación que organizar un gran encuentro en la plaza de Armas de la ciudad.

Claro, a uno lo escuchan treinta o cuarenta personas, pero el efecto de propagación posterior que ello tiene es inmenso. A la postre, produce un efecto de divulgación mayor que acudir a un recurso tradicional y manido de las estrategiaselectorales de antaño.

Esto hace más compleja e interesante la contiendaporque obliga a los equipos de campaña a salir de la caja para llevar a sus asesorados candidatos al triunfo. Las famosas Escuelas Naranja del fujimorismo, por ejemplo, tienen un efecto político mayor que un road show mediático de la lideresa del partido.

El rey de la campaña de Pedro Castillo, hace casi tres años, fue el whatsapp. Hoy, a pesar del poco tiempo transcurrido, ya no funciona así. Los tiempos cambian aceleradamente y obliga a que los candidatos afinen sus estrategias y sus equipos de campaña. Ya no basta con ver Al Fondo hay sitio o leer El Trome, para entender la psicología popular, como decía hacer el estratega brasileño Luis Favre.

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