Las encuestas que reflejan que para la mayoría dela ciudadanía lo del 7 de diciembre de hace dos años no fue un golpe de Castillo sino uno contra él, sumadas a las que le otorgan un caudal de intención de voto electoral, no son desdeñables y muestran que el exgobernante mantiene un índice de incidencia política que podría ser decisiva en la contienda electoral entre los candidatos de la izquierda.

Hoy descolla Antauro Humala, pero tienen un perfil potencial atendible Guido Bellido y Aníbal Torres, además de Lucio Castro, secretario general del Sutep y, eventualmente, más por el centro, Verónika Mendoza y Alfonso López Chau.

Tal como sucede en la derecha y el centro, la fragmentación probablemente se mantendrá y no habrá grandes alianzas o frentes electorales capaces de aglutinar perspectivas y potencialidades. El resultado sería, pues, muy reñido y se definirá probablemente por décimas quién de la izquierda pase a la segunda vuelta, si acaso no dos de ellos.

Allí puede jugar un papel Pedro Castillo, No es casual que haya reaparecido zarandeando a Dina Boluarte. Está haciendo política desde Barbadillo y probablemente apostará a que suba al poder en el 2026 alguien con capacidad de influencia para aminorar sus pesares judiciales.

El castillismo puede ser el gran elector de la izquierda en el país. Su pronunciamiento final a favor de alguna de las candidaturas puede sumarle al referido receptor del favor, la suma de votos suficiente para marcar distancia de sus contendores de la misma fraternidad ideológica.Será tan reducida la diferencia entre aquellos, que un caudal significativo como el castillista puede ser definitorio.

La del estribo: dos lecturas a recomendar. La primera Cuentos de Navidad de Charles Dickens, novela corta escrita en 1849, que viene a pelo por las fechas (mérito nuevamente del gran Club del Libro de Alonso Cueto). La segunda, La vegetariana, de la flamante premio Nobel, Han Kang. No se complique en estas fiestas. Regale un libro. Es de lamentar la tardía llegada al Perú de las novedades literarias -de ficción y no ficción-, pero igual se encuentra material de sobra para un buen disfrute del placer de la lectura. 

 

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castillismo, Pedro Castillo

Hoy cumple dos años en el gobierno Dina Boluarte, luego de la sucesión presidencial acaecida después del fallido intento de golpe de Estado perpetrado por el inefable Pedro Castillo.

El balance no puede ser positivo. La relativa estabilidad que le ha dado al país, luego de la vorágine de desgobierno que exhibió su antecesor, no le otorga el certificado de buen gobierno a una gestión que más allá de la reactivación económica -que, además, no es mérito suyo- no tiene nada que exhibir, como no sea una ausencia absoluta de políticas públicas eficientes y un rosario de denuncias fiscales por inconductas o delitos cometidos.

No la quiere casi nadie. Apenas un ralo 3% de ciudadanos aprueba su gestión. De arranque, la mitad del país que votó por Castillo la aborrece por lo que considera una traición suya a la persona e ideario del Atila chotano. Y la otra, que al comienzo le otorgó cierta licencia, la ha ido abandonando al son de su desgobierno absoluto y su falta de solución a los principales problemas del país, entre ellos el de la galopante inseguridad ciudadana.

Es una buena lección, de paso, para los aspirantes a sentarse en el sillón de Pizarro del 2026 en adelante. Nuestro país ya no puede seguir siendo gobernado en piloto automático. Ya lo hizo por casi veinticinco años y ya vemos los resultados políticos, más allá de la bonanza económica del primer decenio del siglo.

Un gobernante que no emprenda hiperactivamente un despliegue de reformas urgentes caerá pronto en el mismo desprestigio que Boluarte. Se requiere un gobierno 24×7 que sea capaz de emprender varias reformas a la vez, y enrumbar al país por la senda del republicanismo liberal que nos toca como cifra clave para sacar el país del estancamiento en el que se halla postrado, y que lo aleje de los abismos de la amenaza izquierdista radical que se asoma al proceso electoral conposibilidades ciertas.

No entiendo las razones según las cuales, bastará que Dina Boluarte convoque a elecciones para que, de inmediato, las hoy bancadas oficialistas aprovechen la ocasión para promover la vacancia presidencial y pretender construir ante la opinión pública una imagen de cierta distancia del régimen (ilusión vana, pero posible de existir).

¿Qué ganarían las bancadas oficialistas con ello? Si así ocurriese, ellas tendrían que tomar el Ejecutivo, reemplazando a Boluarte, y seguramente en ese escenario provocarían un estado de rechazo popular furibundo que los colocaría en peor situación que la que están ahora (lo de Merino podría ser un chancay de a medio si se le compara con lo que ocurriría si algún congresista del deslegitimado Parlamento actualocupa el sillón presidencial así sea por unos meses, previos a la convocatoria a elecciones).

Salvo que ocurra un escándalo de proporciones (lo de la nariz presidencial no alcanza ese perfil), lo más probable es que Dina Boluarte dure hasta julio del 2026. Tendría que descubrirse a Cerrón en Palacio, a Nicanor siendo visitado por la presidenta, o aparecer audios comprometedores de la propia mandataria para pensar que la coalición parlamentaria que la sostiene le dará la espalda y promoverá su vacancia.

Keiko Fujimori confía en que igual mantendrá el piso de 10% que hoy tiene y que con eso -dada la fragmentación existente- le alcanzará para pasar a la segunda vuelta. Y César Acuña, algo más despistado, confía en sus bases regionales, cuando lo más probable es que su obsecuencia respecto del régimen de Boluarte haga que ni siquiera pase la valla electoral el 2026.

Es verdad que el pueblo peruano tiene mala memoria y que, iniciada la campaña, probablemente no tenga disponible en su alforja la emisión de un castigo cívico a los cómplices de la mediocridad obscena del régimen, pero el grado de deterioro y de irritación ciudadana existentes, hacen pensar que esta vez sí habrá escarmiento para los responsables del desmadre que vivimos.En todo caso, bien merecido se lo tienen.

Entre tanto, seguirá incólume el apoyo. La distancia se pretenderá marcar con algunas interpelaciones o censuras (Rómulo Mucho ya fue censurado y probablemente ocurra lo mismo con Demartini), pero de allí no pasará.

 

El próximo gobierno tiene que tener en claro que son dos las grandes responsabilidades que debe asumir en caso de llegar al poder: reconstruir el Estado, que está hecho flecos, lo que implica prácticamente todo el sector público y sus prerrogativas (salud, educación, seguridad ciudadana, justicia, regionalización, etc.); y poner el pie en el acelerador en la conversión del Perú en una economía de mercado proinversión, capitalista a la vena.

Tenemos que recuperar los niveles de inversión privada de la época Fujimori-Toledo-García, que lamentablemente Ollanta Humala empezó a ralentizar, que implique la disminución extraordinaria de la pobreza que hubo, además del crecimiento y la reducción de las desigualdades.

Eso implica recuperar la autonomía profesional de los organismos reguladores (lo que, dicho sea de paso, se está haciendo con Osiptel ahora, es de horror), relanzar Proinversión, sacar adelante la cartera de proyectos mineros estancados a pesar de tener todos sus papeles en regla (incluidos sus estudios de impacto ambiental), seguir firmando acuerdos de libre comercio, reducir los costos laborales; emprender, en suma, una revolución capitalista.

Alan García se preguntaba por qué si su gobierno había sido tan exitoso en materia económica y había sacado de la pobreza a millones de peruanos, cuando se presentó a las elecciones del 2016 tuvo tan desastroso resultado. La razón se explica en su abandono de la primera tarea: la de reconstruir un Estado ausente para la mayoría de los peruanos, incapaz de proveerles de servicios públicos básicos. Junto con García, toda la transición post Fujimori adoleció de ello y eso explica, entre otras razones, el triunfo de Pedro Castillo el 2021.

Pero esa tarea es imposible sin los recursos fiscales que una dinámica acelerada de crecimiento capitalista puede proveer. El Perú tiene un potencial enorme. Si se desatan los nudos que amarran el flujo de inversiones privadas, podemos alcanzar tasas de crecimiento significativas, sin mayor sobresalto y así alcanzar el círculo virtuoso de enriquecimiento y reforma del Estado que se necesita para salir del statu quo inmóvil en el que nos encontramos desde el 2016 y que alimenta, justamente, a los candidatos disruptivos de izquierda.

El escándalo de los Rolex y el más reciente de la cirugía plástica emprendida por la pretenciosa mandataria, no escalan al punto de promover una vacancia, como pretende la izquierda, pero sí constituye, por lo menos la segunda, una infracción constitucional que, como bien ha dicho el constitucionalista Aníbal Quiroga, supondrá una pena para la presidenta Boluarte una vez que acabe su mandato.

Pero lo relevante en términos políticos es el síntoma de carácter o de falta de él que estos hechos reflejan en nuestra gobernante. La vanidad, elevada a la n potencia, refleja un narcisismo patológico. El narcisismo en su justa medida es saludable porque ayuda a superar las adversidades cotidianas. Pero cuando se desborda -como claramente lo ha hecho en los dos casos citados- es síntoma de una personalidad frágil y endeble.

Personalmente, no entiendo la obsesión enfermiza en ciertos sectores sociales por los relojes y los vehículos de alta gama. Me parece una obscenidad sin fundamento utilitario. Pero, en fin, con el dinero producto de su trabajo uno puede hacer lo que quiera y el lujo también moviliza la economía de una manera impresionante (su cadena de valor es enorme). Lo que llama a escándalo es que ello se pretenda con dinero mal habido o sin justificación patrimonial, como es el caso de la primera mandataria.

El poder es la peor droga, la más adictiva, la que más marea a las personas que lo tienen. La circulina, ya lo hemos dicho, es peor que la cocaína. Su dependencia es letal cuando no se tienen los pies bien puestos sobre la tierra.

Y ese parece ser el caso de Dina Boluarte, que anda más pendiente de ostentar riquezas que no le corresponden, cuando lo que cabe a la investidura presidencial debería ser, más bien, la mayor de las austeridades.

Se confirman las razones del mal camino por el que andamos. Con una presidenta más pendiente de sobrevivir a como dé lugar hasta julio del 2026 -a costa de concesiones inaceptables- y de adquirir signos de riqueza inapropiados, se explica por qué el país anda a la deriva, sin el liderazgo de una gobernante sin empaque.

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Dina Boluarte, Rolex

Si las agresiones verbales y físicas se siguen tolerando contra políticos y periodistas, el tema va a escalar y podemos llegar a situaciones lamentables cuando la campaña electoral comience y los ánimos estén sumamente polarizados, como lo estarán en la que anticipadamente podemos prever será una de las contiendas más virulentas de nuestra historia política reciente.

Lo sucedido recientemente con el congresista Alejandro Cavero es inadmisible y se suma a una larga lista de personas agredidas, de uno y otro lado del espectro ideológico, cada vez con más violencia. La gente está irritada, es comprensible, pero la opinión pública -léase, líderes de opinión- no puede soslayar o celebrar que algo así ocurra, como ha sucedido en algunos casos.

Mañana a algún desadaptado se le ocurrirá utilizar un arma de fuego o propinar una golpiza mortal a un periodista o una autoridad porque le sale del forro y allí lamentaremos no haberle puesto coto a esta estúpida práctica de cancelación social.

Ya hemos pasado en el país años de violencia política, no solo en la época del terrorismo senderista o emerretista. En nuestra historia republicana ha habido muchos periodos signados por la agresiva conducta de grupos sociales, unos contra otros, con saldo de muertos. ¿Queremos repetir eso? ¿Ser testigos de un magnicidio? ¿Ponernos al borde una vorágine violentista en la que, qué duda cabe, pondrán su cuota las mafias ilegales que tienen intereses en la política y ya mandan matar a adversarios o autoridades que se les enfrentan?

Alegrarnos porque el agredido es de otro bando es inmoral y esa laxitud ética es la que va a conducir a alentar que se mantengan y prolonguen actitudes de ese tipo. Si la condena social recayera sobre estos agresores, podríamos ir conteniendo una práctica que debe ser desterrada del escenario político peruano.

Suficientes problemas tenemos en el país (mediocridad gubernativa, crisis económica, zafarrancho político, desmesura congresal, informalidad criminal, ineficiencia estatal, inseguridad creciente), como para sumarle a ellos violencia política.

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Alejandro Cavero

La mejor noticia política que el Perú democrático, con proyección liberal y republicana, podría tener,es que el fujimorismo no pase a la segunda vuelta y empiece así su proceso de extinción.

Keiko Fujimori hoy encabeza las encuestas de preferencia electoral, pero con su tradicional piso cercano al 10%. No le alcanza para tener asegurado el pase a la jornada definitoria. Basta que un candidato de derecha o de centro despunte y así la sacaría de carrera (estamos dando por descontado que por lo menos algún candidato de la izquierda va a pasar: Antauro Humala, Guido Bellido, Aníbal Torres, Lucio Castro, entre los que más posibilidades tienen).

La actitud política puesta de manifiesto por el fujimorismo en este periodo congresal ya no deja lugar a dudas de su entraña crecientemente autoritaria, conservadora y mercantilista. Lo de PPK no fue un capricho, fue un sentimiento arraigado en el keikismo, que ha desnaturalizado la heredad fujimorista de los 90 en buena parte de sus contenidos.

Lo que está haciendo el fujimorismo en alianza con César Acuña, le va a costar caro. Su apoyo incondicional al régimen de Boluarte no se lava ni siquiera con una vacancia de acá a medio año. Es un pecado imborrable y el electorado lo tendrá en cuenta a la hora de acercarse a las urnas.

Ni siquiera su eventual libramiento judicial del mamarracho de acusación del caso cocteles le servirá a Keiko Fujimori para presentarse como una opción refrescada y renovada frente al electorado. Su actuación política en el Congreso la condena.

Cabe pensar, inclusive, que en el fujimorismo eso ya lo tienen claro. El otorgamiento de poderes superlativos al futuro Senado implica un menoscabo al Ejecutivo. ¿Acaso eso constituye el escenario ideal para un gobierno electo? Pareciera que ya el fujimorismo tiró la esponja, se ha percatado que teniendo predominancia congresal alcanza cuotas de poder enormes y beneficios mercantilistas ostentosos, sin necesidad de asumir los costos de tomar las riendas del Ejecutivo.

Una soberana cachetada ciudadana merece el fujimorismo. Ojalá las urnas así lo expresen en abril del 2026 y nos libremos de una vez por todas de una tara política que ya no merece la definición electoral y el beneficio del mal menor, como sucedió en la segunda vuelta con el inefable Pedro Castillo.

No hay en el panorama de la oposición un líder que encabece el malestar profundo que ocasiona el desacreditado régimen presidido por Dina Boluarte.

Hay sí algunos líderes que muestran su disconformidad y no escatiman críticas al gobierno (Rafael Belaunde y Jorge Nieto fundamentalmente, de los presidenciables), pero una cosa es prodigarse en medios de comunicación a lanzar un perfil divergente y otra erigirse en un líder opositor.

Era una ley en los primeros años de la transición que quien encabezaba la oposición luego se hacía de la presidencia. Lo fue Toledo respecto de Fujimori, García con relación a Toledo y Humala respecto de García. Ya después vino la disfuncionalidad con las elecciones del 2016 y el inicio de la grave crisis política por la que transitamos desde entonces, en la que nada es predecible y la lógica política perdió credenciales.

La izquierda misma es sumamente beligerante respecto del gobierno actual, pero no logra constituir un liderazgo opositor fuerte. Ni siquiera Antauro Humala, el más potente líder izquierdista se puede endosar ese perfil.

Los empresarios, los medios de comunicación, los movimientos regionales, los gremios sindicales y sociales, la sociedad civil casi en su plenitud, son hipercríticos del gobierno fallido que nos ha tocado en suerte, pero ese estado de ánimo no encuentra expresión política y nadie de la clase política parece haberse propuesto en serio representar esa actitud.

El secreto parece estar en acompañar el discurso crítico de la movilización callejera o de la activación de colectivos que expresen ese malestar ciudadano. No basta con aparecer en medios, en entrevistas televisivas, radiales o escritas para alcanzar esa dimensión opositora que se requiere, y que quien capture se asomará con mayores posibilidades en las elecciones del 2026.

Si hoy se hiciese una encuesta sobre quién es el líder de la oposición, probablemente aparecerán muchos, pero con escuálido porcentaje. No hay una figura que se encarame sobre el resto y eso, a su vez, va a contribuir a hacer de la fragmentación -de por sí una desgracia- un mal mayor al que ya por sí contiene.

La del estribo: vale la pena darse un salto hoy por el centro de Lima y acudir a la sala Alzedo del teatro Segura, y disfrutar una gran obra, Tiempos mejores, bajo la dirección de Roberto Ángeles y la dramaturgia de Mikhail Page y Rasec Barragán. Entradas en Joinnus. Aproveche que el tráfico está fluido ya que se acabó la procesión del Señor de los Milagros.

Normalmente, en un gobierno afiatado y funcional, el presidente de la república ratifica la designación de los ministros y los defiende a capa y espada frente a las turbulencias políticas que puedan surgir.

No es el caso de Dina Boluarte. A su expremier Alberto Otárola lo dejó caer víctima de una conspiración palaciega y no le importó un ápice que el susodicho se haya fajado hasta los extremos más impensados para defender al gobierno y, en particular, a la primera mandataria.

Lo mismo ha sucedido con el exministro de Energía y Minas, Rómulo Mucho, a pesar de que no era ninguna piedra en el zapato de Palacio (su ductilidad para aceptar el brulote de Petroperú demuestra que Mucho estaba dispuesto a ceder en lo que sea a costa de mantener el cargo). Boluarte simplemente dio la orden de mover todo el poderpalaciego para impedir la censura del ministro de Inclusión y Desarrollo Social, Julio Demartini y a Mucho lo entregó en bandeja a las barras bravas parlamentarias.

Nos hace recordar la actitud del taimado Vizcarra -sobre quien ojalá caiga todo el peso de la ley en estos días- respecto de su breve Premier, Pedro Cateriano. Lo nombró, pero nunca imaginó la vitalidad de Cateriano para encaramarse sobre el cargo que le asignaron. Ello no fue del agrado de Vizcarra y astuta y traicioneramente no movió un dedo para impedir que el Congreso le niegue la confianza y lo obligue a renunciar.

Boluarte juega a la política menuda en Palacio. Tiene a un Premier nominal en Gustavo Adrianzén, pero despacha primordialmente con el primer ministro en la sombra, Eduardo Arana, ministro de Justicia, probable sucesor de Adrianzén prontamente.

Como resultado de ello, eleva los niveles de precariedad política que de por sí ya exhibe el Ejecutivo. Con ministros en salmuera, sin seguridad respecto de su permanencia, con la certeza de que la palabra presidencial no vale nada a la hora de ser defendidos frente a una crisis -salvo que sean del círculo de poder cercano de la gobernante-, no hay estabilidad política posible.

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Dina Boluarte, Juan Carlos Tafur, Otarola
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