Sería terrible para el país que estas colectividades prosperen al punto de tornarse en opciones de gobierno en las próximas elecciones generales. A pesar de la corrupción campante en las gestiones precedentes -con honrosas excepciones- y a pesar del desastre que ha significado la elección de Pedro Castillo, la democracia, cuando funciona correctamente, es capaz de corregir sus propios errores.
Por lo pronto, ya ha servido, por el equilibrio de poderes vigente, para refrenar los ímpetus radicales del régimen. Ojalá la presión democrática (de la oposición, los medios y la sociedad civil) logre ahora que el gobierno enmiende rumbos respecto de la barbarie burocrática que está perpetrando al copar mediocremente el Estado.
Y si Castillo no escarmienta y persiste en el desmadre, hay mecanismos constitucionales, perfectamente democráticos, para cambiar el estado de cosas. Sería una cabal demostración de que la democracia es un sistema que permite corregir errores cometidos a su amparo.
Si el Congreso actual hiciese estas cuatro tareas pasaría a la historia como uno de los mejores Parlamentos de nuestra vida republicana. Supondría hacer cambios estructurales relevantes y salir de la minucia en la que se regodea, en espejo de la mediocridad del Ejecutivo.
Sorprende que la juventud o los colectivos organizados no se expresen activamente en las calles, en protesta por los estropicios que se vienen perpetrando tanto en el Ejecutivo como en el Congreso de la República.
Somos, en general, un país poco dado a las grandes movilizaciones, como suelen suceder con frecuencia, por ejemplo, en Argentina o España, y más recientemente en Chile o Colombia (dos naciones que tampoco tenían esa tradición). Explicaciones puede haber varias, siendo la más manida la que le atribuye a la informalidad un poder desactivador significativo. El informal es un derechista pasivo, inactivo: su trabajo o su empresa informal vive el día a día sin posibilidad de suspender labores para protestar o expresar cívicamente su disconformidad.
Y ese es un problema serio de nuestra democracia. Como bien señala el filósofo Gonzalo Gamio en la Introducción de su más reciente libro (La construcción de la ciudadanía. Ensayos de filosofía política), “en sentido estricto, no existe democracia sin ciudadanos. El grado de libertad que requiere una democracia genuina procede en cierta medida de la disposición de los agentes a involucrarse de buena gana en procesos de deliberación, movilización y vigilancia del poder. El ejercicio de la ciudadanía puede otorgarle dirección y profundidad a la vida de las personas, si estas consideran la acción política como una potencial opción de sentido”.
Llama la atención que el Perú esté desmovilizado cuando, a priori, se suponía que detrás del voto a los dos contendores de la segunda vuelta (Pedro Castillo y Keiko Fujimori) existía una actitud recelosa anunciada como voto vigilante, debido a las sospechas de que ambos contenían elementos potencialmente perniciosos para las libertades políticas y económicas.
Razones hay de sobra para que la ciudadanía se indigne con lo que está haciendo el gobierno. La barbarie que se ha impuesto en sectores claves del aparato estatal (empezando por lo que se está haciendo en el sector Salud, de tan álgida relevancia en estos tiempos de pandemia) amenaza con producir el colapso de la gestión pública. También abundan los argumentos para sublevarse por la actitud reaccionaria del Legislativo, empeñado en tumbarse las reformas educativa y del transporte y ahora tratando de dinamitar la lucha anticorrupción.
Ojalá este marasmo vigente sea superado pronto y empecemos a ver actos de movilización ciudadana, protesta callejera y alzamiento de la voz popular. El país y la democracia lo necesitan. Los poderes mediocres y corruptos que se imponen, tanto en el Ejecutivo como en el Legislativo, no se la pueden llevar tan fácil, como si nada grave estuviera ocurriendo. En las calles debe desplegarse el germen de la renovación.
Al cabo del tiempo, este lustro va a ser recordado como el periodo del retroceso, aquel en que el Estado peruano involucionó, se paralizaron reformas importantes y se desperdició la oportunidad de crecimiento económico.
Y en ese empeño, son cómplices el Ejecutivo y el Congreso. Desde el gobierno central se está perpetrando el mayor latrocinio burocrático de los últimos tiempos, al desmantelar los núcleos de excelencia que funcionaban relativamente bien en algunos sectores del Estado. El copamiento partidario de cuanta entidad sea factible de infiltrar ya está produciendo el colapso de la gestión pública.
Y desde el Congreso, el fujicerronismo se ha empeñado en tirarse abajo no solo reformas importantes, como las de educación y transporte, sino que ahora enfilan baterías contra uno de los pocos baluartes institucionales que nos ha permitido sobrellevar la crisis producida por el develamiento del escandaloso grado de inmoralidad vigente durante la transición post Fujimori: la lucha anticorrupción y el equipo de fiscales y jueces que lo ha permitido.
Tumbarse la legislación vinculada a la colaboración eficaz, no obedece a un intento de fortalecer el sistema anticorrupción, sino al propósito no santo de debilitarlo y favorecer tanto a los corruptos del pasado como, sobre todo, a los venideros. A los fujimoristas o seguidores de Luna se les ve con claridad el fustán de sus torvos afanes y a ellos se suman los congresistas oficialistas que se están curando en salud o queriendo proteger aliados circunstanciales: Dinámicos del centro, lobistas de Sarratea, etc.
Son tal para cual este Ejecutivo y el Congreso. Ninguno de los dos poderes del Estado actúa a la altura de sus responsabilidades históricas, que van más allá de la infeliz coincidencia de este desastre con el Bicentenario, sino con la encrucijada histórica en la que nos hallábamos, con una transición democrática agotada y devaluada, que merecía una superación cualitativa, política, económica y social.
No se avizoraba un buen destino, al cabo de tener que elegir en la segunda vuelta, entre los dos peores candidatos tanto de la izquierda como de la derecha. La conformación consecuente del Congreso no podía ser indemne al descalabro que ello auguraba, pero abrigábamos la leve esperanza de que los tiempos forjasen el carácter de sus protagonistas y los hiciera elevarse sobre su estatura mínima de arranque. No ha sucedido, lamentablemente, y salvo un milagro político, tendremos que resignarnos a soportar a Castillo y al Congreso actual, por cinco años completos.
Sí hay personajes en la centroderecha que podrían galvanizar un proyecto político electoral potente y con posibilidades para el 2026 o para antes, si el régimen sigue haciendo agua y termina con su mandato interrumpido.
Roberto Chiabra, Fernando Cillóniz, Rómulo Mucho, Flor Pablo, Roque Benavides son, por ejemplo, nombres capaces de integrar diferentes colectividades partidarias y encabezar un proyecto de consolidación de las libertades políticas y económicas en el país, agregando las urgentes reformas institucionales y de segunda generación que debieron haberse llevado a cabo luego de la caída del fujimorato, pero que los gobernantes de la transición soslayaron olímpicamente.
Es preciso insistir en hacer realidad la sensata propuesta de Rafael López Aliaga de renunciar él mismo y Keiko Fujimori a sus respectivas aspiraciones. Son candidatos polarizantes, que eventualmente podrían pasar a la segunda vuelta (como lo ha demostrado tres veces Keiko Fujimori), para luego ser derrotados por sus contendores, aun por personajes tan precarios y endebles como Pedro Castillo. Y en ambos casos, además, le pueden quitar votos cruciales a los candidatos de similar identidad ideológica.
Si eventualmente Castillo dura sus cinco años de mandato hay tiempo de que aparezcan nuevos liderazgos (es una lástima que Rosangela Barbarán o Lucas Ghersi no alcancen la edad suficiente para poder postular), pero por lo pronto puede haber una baraja lo suficientemente atractiva para hacerle frente a centros aguachentos o izquierdas de toda laya que puedan surgir o querer reaparecer.
Es tiempo de reconducir la nave nacional hacia una opción claramente identificada con un modelo promercado, radical en las reformas necesarias para consolidar un capitalismo competitivo en el país, pero, a la vez, de plantear serias reformas institucionales (electoral, política, de seguridad interna, regionalización, salud y educación públicas, etc.).
La centroderecha, a diferencia de la izquierda -como ha quedado meridianamente demostrado en estos aciagos meses de gestión de Pedro Castillo-, tiene cuadros tecnocráticos de sobra y podría rápidamente dotar de excelencia la gestión pública, si tiene el norte definido y claro y no busca tan solo hacerse del poder para mantener el statu quo.
–La del estribo: no pueden dejar de visitar la exposición Maravillarte, que va en el Ministerio de Cultura, en San Borja, y reúne alrededor de 500 obras de arte, seleccionadas previo un concurso convocado a raíz del bicentenario y que además de mostrar nuevos valores (en pintura, escultura, grabado y fotografía), alberga también la obra de algunos artistas consagrados. El ingreso es libre y no hay que hacer reserva. Va de martes a domingo (este domingo 27 clausuran), de 9.00 a 5.00 pm.
Es realmente grotesco que el gobierno de Castillo pretenda vanagloriarse de las buenas cifras macroeconómicas, a propósito de la excelente calificación obtenida en el índice de riesgo país de Bloomberg, que nos coloca en primer lugar en la región, desplazando a Chile.
Por lo pronto, habría que señalar que ese índice no es precisamente referencial, no es considerado muy solvente como real indicador de la buena o mala marcha de una economía (que Argentina, que es un desastre económico y financiero, aparezca en cuarto lugar en la región, bastaría para desacreditar el mismo), pero, además, aquello por lo cual se ubica al Perú en primera ubicación no es, precisamente, por algo que haya hecho este gobierno, sino, al contrario, a pesar de él.
La ausencia de liderazgo presidencial y la carencia de políticas públicas eficientes y tecnocráticas en sectores claves de la economía y la producción, van a hacer que el país crezca apenas 2% este año, cuando el contexto internacional nos debiera permitir aspirar a tasas de 4 o 6%, inclusive, como sucedió en el segundo gobierno de García.
Castillo y su ineptitud le cuestan al país, por lo menos, ocho mil millones de dólares anuales. Eso es lo que la economía peruana deja de crecer por la política de mediocridad administrativa y el copamiento partidario de sectores claves del Estado, sin ninguna consideración por la meritocracia o algún respeto por la pátina tecnocrática que se ha ido forjando a lo largo de las décadas en muchos ministerios u oficinas públicas.
Hay que saludar que Castillo haya arriado las banderas radicales estatistas y que el afán de convocar una Asamblea Constituyente le sea imposible de llevar a cabo, y en esa medida, es bienvenido que se mantengan, gracias a la Constitución del 93, las líneas maestras del modelo -ello, por sí solo, ya asegura un crecimiento económico del país-, pero estamos muy lejos de ser un ejemplo de políticas proinversión o promercado. Muy por el contrario, se está destruyendo la calidad estatal y se está desperdiciando un momento de oro para disparar las tasas de crecimiento y acelerar la reducción de la pobreza y de las desigualdades sociales. Ello sí es atribuible al régimen de Castillo y no debiera ser, como es obvio, motivo de vanagloria.
–La del estribo: estamos en medio del siempre recomendable festival internacional de teatro y danza Temporada Alta -en su séptima edición-, que anualmente convoca la Alianza Francesa. Esta semana estarán Livalone (España) el 21 y 22 de febrero, Pocahontas o la verdadera historia de una traviesa (España) el 23 y 24 de febrero, Nuestros cuerpos sin memoria (Perú/Francia) el 26, 27 y 28 de febrero. Hay, además talleres y clases maestras. Vea la programación en la página web de la propia AF y las entradas las adquiere en joinnus. ¡Buen teatro presencial!
Las aparentes muestras de cordialidad que se han brindado en las últimas horas los representantes del oficialismo y la oposición ojalá no transiten por una tregua política basada en el pacto de mantener el statu quo y preservar las gollerías mutuas.
Claramente, la mayor responsabilidad para evitar ello, anida en las filas de la oposición parlamentaria que tiene, frente a sí, la encomienda política primera de definir si le otorga o no el voto de confianza al gabinete Torres. Y, adicionalmente, la urgencia de fiscalizar la presencia de ministros altamente cuestionables que el régimen ha presentado en su parrilla ministerial.
De arranque, hay por lo menos seis que no deberían estar en el cargo que ocupan: el de Transportes (léase la reveladora carta de renuncia de la viceministra), Interior, Defensa, Energía y Minas, Cultura y especialmente el de Salud, sin contar otros que también tienen antecedentes críticos. ¿Con ese combo de inefables puede el Congreso pasar por agua tibia el envite y mirar de soslayo el tema?
Creemos que el Legislativo debe hacer con el gabinete Torres lo que debió hacer con el gabinete Bellido, negarle la confianza. Es una falta de respeto al país la presencia de personajes sin el menor valor administrativo o experiencia en la gestión pública, cuya presencia en el gabinete obedece a componendas políticas entre el presidente Castillo y Vladimir Cerrón, o con agrupaciones como Somos Perú y la facción provinciana de Acción Popular.
En términos generales, queda claro que va a ser muy difícil que la oposición consiga los 87 votos para vacar al presidente y no hay aún, además, las razones para justificar tamaño acto político. Puede recorrer también el camino de la acusación constitucional y dejar el camino expedito para que apenas se presente una inconducta presidencial proceder por esa vía. Es más sencillo, pero igualmente difícil de lograr.
En cualquier caso, antes de pensar en tales palabras mayores, puede y debe ejercer una actitud de vigilante fiscalización. Y ello pasa, en primer lugar, como hemos señalado, por negarle la confianza a un gabinete más impresentable aún que el de Guido Bellido. Y si por alguna sospechosa razón, o por un plato de lentejas, las bancadas del centro vuelven a darle los visos de continuidad al gabinete, es obligación de la auténtica oposición parlamentaria (y en este esfuerzo sí pueden contar con los votos), ir ministro por ministro, hasta despejar el horizonte gubernativo de sombras inaceptables.
El presidente Castillo ha vuelto a insistir en la necesidad de reforzar el proceso de descentralización. Si acaso no ha sido la suya una frase hueca, como muchas a las que nos tiene acostumbrados, debería repensar el proceso y darle auténtico impulso. Es, en ese sentido, un activo político que debiera ser empleado, su llegada a los sectores provincianos del país.
No va a ser posible reconstruir el Estado peruano, modernizarlo y adecuarlo a las exigencias de los tiempos que corren si no se emprende una transformación radical del modelo de descentralización aplicado desde el año 2000, el mismo que explica, en gran medida, por qué la prosperidad macroeconómica no se siente, en su justa medida, en buena parte del territorio nacional.
Los gobiernos regionales y locales han fracasado y se han constituido en antros burocráticos, donde autoridades corruptas o ineficientes dilapidan los ingentes recursos que reciben, propiciando que la ciudadanía no tenga salud, educación, agua potable, infraestructura de calidad, acorde a los años de crecimiento económico que el Perú ha tenido en las últimas tres décadas.
La más reciente encuesta de Datum lo confirma con meridiana claridad. El 71% de la población considera que los gobiernos regionales “no han sido solución” y es en el sur, significativamente, donde la insatisfacción es más grande: el 77% estima negativamente a las autoridades regionales, y es allí, precisamente, donde anida la mayor parte del voto antiestablishment, antilimeño, que sostiene aventuras electorales disruptivas.
Particularmente preguntada la población sobre la no ejecución de obras, un 38% culpa a los gobiernos regionales, un 28% a las municipalidades, y un 22% al gobierno central. Es evidente la ponderación inclinada en contra de sus propias autoridades locales.
De nada servirá que se reforme el gobierno central, que se modernice la gestión pública, que el sector estatal reciba crecientes ingresos fiscales mediante el aumento de la recaudación tributaria, si los gobiernos regionales y locales siguen siendo un hueco en el balde, donde se drenan millonarios recursos.
La agenda del futuro debe incluir no solo la reforma del Estado, un shock de inversiones privadas o un fortalecimiento democrático (mediante reformas por completar) sino, particularmente, una revisión a fondo del fallido proceso de descentralización iniciado hace 22 años y que ha demostrado su carácter equívoco.
Habrá que abrir un amplio escenario de debate. Resalta la notable ausencia del tema en la clase política peruana, que miopemente no percibe que mucho de lo que se pueda hacer en lo que concierne a un buen gobierno, se irá por la borda si no se cambia una estructura regional mal construida.
Ha habido un importante flujo de inversiones privadas hacia las regiones en las últimas décadas. Ese fenómeno es maravilloso, y no ocurría desde los tiempos aurorales de la República, pero no está siendo acompañado por la edificación de un sector público moderno, eficiente y, sobre todo, carente de corrupción.