Dina Boluarte

Se está discutiendo en el Congreso la posibilidad de que se permita el financiamiento a los partidos por parte de personas jurídicas privadas. Eso es bueno siempre y cuando no sea anónimo, como pretende un sector del Parlamento, sino abierto y transparente.

Al haberse cerrado esa posibilidad, lo único que se logró fue que los sectores de las economías delictivas, con claros intereses de influencia política, se acercaran a los candidatos y les financiasen sus campañas, como sucedió con Pedro Castillo y muchos otros, que luego retribuyen ello con leyes propicias o vistos buenos estatales a su quehacer delictivo.

Al abrir la cancha a la posibilidad de financiamiento privado se reduce esa influencia, pero no se logrará acotar plenamente. Nada impide que el narcotráfico, la minería ilegal, los tratantes de personas o los transportistas informales hagan bolsas de dinero para apoyar candidaturas a cambio de favores posteriores.

El mejor remedio a esa desestabilizadora posibilidad -afecta directamente la gobernanza democrática- es dotar a la ONPE de mayores dientes para fiscalizar el tema. Por lo pronto, que sea obligatorio bancarizar no solo los aportes sino también los gastos. Y, lo más importante, que si se descubriera un desbalance grosero, que revelaría el ingreso de dineros ilegales, la ONPE tenga la capacidad de suspender la presencia de ese partido en la lid electoral. Hoy no lo puede hacer, simplemente controla un par de veces o tres el proceso, pero no puede establecer sanción alguna.

Que la economía esté controlada en amplios sectores por mafias criminales es un tremendo problema que se debe resolver con celeridad. Pero que la política también lo esté, ya constituye un riesgo mayor, porque colocaría al Estado en manos de lógicas delictivas abiertas, desnaturalizando la esencia misma de la democracia y la gobernabilidad que se busca recuperar luego de haber sufrido dos gobiernos nefastos, como los de Pedro Castillo y Dina Boluarte.

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Dina Boluarte, ONPE, Pedro Castillo

[La columna deca(n)dente] En la tragicómica ópera del Congreso peruano, Eduardo Salhuana, presidente del Parlamento, se luce con una joya discursiva que reinventa el derecho en clave de absurdo: “Nicanor Boluarte tiene derecho a preservar su libertad”. Con una mezcla de ternura familiar y audacia legalista, Salhuana ha conseguido lo que parecía imposible: resignificar conceptos tan básicos como justicia, prófugo y libertad. Según su novedosa lógica, “preservar la libertad” no es más que desaparecer oportunamente cuando un juez dicta prisión preventiva. Así nace un principio digno de figurar en manuales alternativos de derecho: la fuga precautoria.

El caso de Nicanor Boluarte, hermano de la presidenta Dina Boluarte, ilustra esta filosofía con notable precisión. Ante los 36 meses de prisión preventiva dictados por el juez Richard Concepción Carhuancho, Boluarte escogió el camino más práctico: convertirse en “no habido”. En el Perú, esta condición no es un signo de deshonra, sino casi un reconocimiento simbólico, comparable a una medalla al mérito. En un país donde los prófugos pueden llegar a convertirse en referentes mediáticos, la desaparición estratégica es vista, en ciertos círculos, como una demostración de astucia más que de culpa. ¿Y qué mejor manera de preservar la libertad que ausentarse justo cuando intentan quitártela?

Para Salhuana, lejos de ser una anomalía, este acto es una brillante demostración de derechos democráticos. Si el Congreso protege a sus propios integrantes frente a la justicia, ¿cómo no extender esa inmunidad tácita al primer hermano de la nación? Negar este privilegio sería, en su lógica, una forma inaceptable de discriminación. Su razonamiento, por supuesto, abre un fascinante precedente. Si aplicáramos esta filosofía de manera universal, todos los ciudadanos que enfrentan prisión preventiva deberían inspirarse en Boluarte y “preservar su libertad” desde algún paraíso remoto. Pero, claro, no todos cuentan con un Congreso tan hábil en las piruetas verbales para justificar lo injustificable.

Mientras el Parlamento ejecuta su espectáculo, Dina Boluarte, presidenta de la República, no se queda atrás. En una declaración que parece destinada a las antologías del disparate político, afirmó: “Está ciega la justicia, le vamos a quitar la venda”. La frase, cargada de literalidad, propone una solución que, a primera vista, parece revolucionaria: despojar a la Justicia de su venda para que identifique sin ambigüedades a los corruptos. ¿Quién necesita la venda cuando los sospechosos están a la vista? A este ritmo, Boluarte bien podría sugerir eliminar otros símbolos arcaicos, como la balanza, y reemplazarla por una calculadora para presupuestos o un cuchillo de cocina, más útil para las licitaciones creativas y los ajustes morales que caracterizan su gobierno.

Sin embargo, esta metáfora presidencial no solo revela un desconocimiento simbólico preocupante, sino también una gestión que parece ciega ante las demandas sociales y éticas del país. Si quitar la venda a la estatua es la solución, ¿qué hacemos con el peso de la balanza o el filo de la espada? Boluarte parece ignorar que la venda no es un problema, sino un símbolo de imparcialidad; al sugerir retirarla, proyecta una gestión incapaz de abordar la corrupción sistémica que carcome al país.

Estos episodios, entre el absurdo y el cinismo, son elocuentes recordatorios de por qué Perú necesita líderes que sepan gobernar y no solo malabaristas del discurso. La ironía no puede pasar desapercibida: mientras la estatua de la Justicia, despeinada y resignada, espera que alguien le devuelva su dignidad, el país sigue atrapado en una tragicomedia política, donde preservar la libertad parece significar huir, y buscar justicia equivale a quitarle la venda al símbolo de la imparcialidad.

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[La columna deca(n)dente] En una de las entrevistas más desafortunadas de este año, el ministro de Transportes y Comunicaciones, Raúl Pérez Reyes, ha demostrado que la desconexión con la realidad nacional parece haberse convertido en el sello distintivo del gobierno de Dina Boluarte. Sus declaraciones sobre las protestas de transportistas y otros ciudadanos a nivel nacional, coincidentes con la Cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), no solo minimizaron un problema alarmante, sino que reflejaron la insistencia del Ejecutivo en negar la gravedad de la crisis que enfrenta el país.

Para contextualizar, los transportistas alzaron su voz en medio de una ola de criminalidad que cobra vidas de choferes y trabajadores. Sin embargo, lejos de priorizar este grave problema, Pérez Reyes se mostró más preocupado por el momento elegido para protestar, calificándolo de inoportuno por coincidir con la “fiesta” de la APEC.

Lo que resulta realmente preocupante es su intento de deslegitimar las demandas. En respuesta al periodista Martín Riepl, quien le recordó que el Perú no está precisamente de fiesta sino enfrentando una crisis de inseguridad y violencia creciente, el ministro lanzó una pregunta indignante: “¿A quiénes están matando?”. En un país donde el sicariato y la extorsión son noticias cotidianas, esta pregunta no solo es brutalmente insensible, sino que también busca minimizar los hechos.

Para el ministro, las pancartas que claman “nos están matando” son simples herramientas de una “agenda política”. Vincular reclamos legítimos con la “izquierda radical” o con fines electorales es una estrategia conocida del gobierno de Boluarte: descalificar la protesta para evitar atender sus causas. Este tipo de discurso refuerza la percepción ciudadana de que el gobierno no tiene interés en escuchar las demandas ni resolverlas.

En este contexto, el rol de la APEC merece especial atención. Este evento internacional era, para el Ejecutivo, una oportunidad de oro para proyectar al Perú como un país estable y seguro. Sin embargo, al minimizar las protestas y calificar de politizados a quienes las impulsan, el ministro Pérez deja entrever un problema mayor: la prioridad del gobierno no es resolver las crisis internas, sino proyectar una fachada de normalidad hacia el exterior.

Este intento por “normalizar” la situación interna se alinea con un patrón observado desde diciembre de 2022, cuando la represión gubernamental dejó 49 muertos en el contexto de las manifestaciones. Las voces que exigen justicia para las víctimas han sido etiquetadas como oportunistas e interesadas, perpetuando un discurso que intenta invisibilizar tales crímenes. Es evidente que el Ejecutivo busca mantener un discurso donde el orden se impone frente al caos, pero lo hace a un costo altísimo: la erosión de la confianza y el respaldo ciudadano.

En política, las palabras importan, y las del ministro Pérez Reyes no han hecho más que ahondar el malestar general. Su metáfora de la “fiesta” trivializa el descontento social. Su pregunta sobre las víctimas no solo constituye una falta de respeto, sino también una negación de la realidad que viven miles de compatriotas. Y su insistencia en deslegitimar las protestas evidencia un gobierno que interpreta las críticas como una amenaza.

El país no necesita ministros que minimicen los problemas ni discursos que maquillen la realidad. Necesita que el gobierno de Boluarte escuche, actúe y priorice la vida de sus ciudadanos por encima de todo. Porque, a diferencia de lo que piensa el ministro, el Perú no está en una fiesta. Está de duelo.

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APEC, crímenes, Dina Boluarte, inseguridad, MInistro de transporte

[La columna deca(n)dente] El gobierno de Dina Boluarte y el Congreso han adoptado una estrategia que encarna lo que muchos llaman “dictadura constitucional”: una manipulación de la legalidad y de las instituciones democráticas para consolidar el poder y restringir derechos sin recurrir a un régimen autoritario formal. Este esquema permite mantener una fachada de legalidad mientras se restringen libertades y se incrementa la represión. Un ejemplo reciente es la propuesta del Ejecutivo de trasladar los juicios de policías y militares a tribunales castrenses, una medida que elimina la rendición de cuentas ante la justicia civil y revive prácticas de los años de Fujimori, cuando la impunidad y la represión eran empleadas para silenciar las voces críticas.

Este uso retórico de la ley y la seguridad, que convierte al Ejecutivo en árbitro de lo aceptable en términos de protesta y crítica, deja a la ciudadanía en una situación de vulnerabilidad. Los líderes autoritarios apelan al “orden” para criminalizar las movilizaciones y restringir derechos en nombre de la estabilidad. En el caso de Boluarte, esto se ha traducido en una creciente militarización de la vida pública y en un gobierno que percibe a los ciudadanos críticos como potenciales “enemigos” o “traidores a la patria”. Esta situación sienta un precedente peligroso, transformando la Constitución y las instituciones, que deberían proteger los derechos fundamentales, en herramientas de represión.

El Congreso, lejos de cumplir su función de contrapeso al Ejecutivo, se ha convertido en un aliado en la consolidación de medidas autoritarias. Esta alianza desdibuja los límites entre legalidad y autoritarismo y expone una estrategia de control desde el Legislativo. Con leyes que favorecen intereses particulares y, en muchos casos, a organizaciones criminales, el Congreso detenta el poder real, manipulando la ley para su propio beneficio y subordinando al Ejecutivo a su agenda.

El respaldo de partidos como Fuerza Popular (Keiko Fujimori), Alianza Para el Progreso (César Acuña), Perú Libre (Vladimir Cerròn), Podemos (José Luna), entre otros, mantiene a Dina Boluarte en el cargo solo de manera temporal. Esta coalición de fuerzas en el Congreso no está motivada por el bien del país, sino por la intención de prolongar el statu quo hasta que Boluarte convoque a elecciones, momento en el cual podría ser descartada. Así, el Congreso asegura su influencia, mientras el Ejecutivo queda como una pieza desechable, removible una vez que deje de ser útil.

Ante esta situación, ciudadanos y partidos democráticos tienen la responsabilidad de defender la democracia y los derechos fundamentales. La ciudadanía debe movilizarse y organizarse, exigiendo transparencia y respeto por las libertades individuales, tanto en espacios públicos como en redes sociales. Las organizaciones sociales pueden jugar un papel clave, denunciando estos abusos y promoviendo una participación política activa. Por su parte, los partidos democráticos deben alzar la voz y promover acciones concretas para frenar la coalición autoritaria, actuando con firmeza para crear un frente común en defensa de la democracia.

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coalición, Congreso, dictadura, Dina Boluarte

[La columna deca(n)dente] Otros son los traidores

La reciente declaración del vocero presidencial, calificando a quienes planean movilizarse durante la cumbre de la APEC como «traidores a la patria», ha sacudido, una vez más, la frágil relación entre el gobierno de Dina Boluarte y la ciudadanía. En un país donde la democracia y sus instituciones se encuentran bajo constante asedio tanto por el Congreso como por el Ejecutivo, estigmatizar las voces disidentes solo profundiza la desconfianza y refuerza la percepción de un régimen que ignora los sufrimientos diarios de la población.

La presidenta Boluarte, con un 95% de desaprobación, parece haber optado por convertir las críticas ciudadanas en actos de subversión. Esto ocurre en un contexto en el que la delincuencia y la inseguridad cobran vidas con una frecuencia alarmante, difícil de ocultar en las estadísticas oficiales. Cada cuatro horas, una persona es asesinada en nuestro país. En Lima, la violencia criminal ha incrementado tanto que la morgue se encuentra colapsada ante el número creciente de personas asesinadas.

El llamado de los ministros a no movilizarse, en nombre de proteger la «imagen internacional» del país, suena a hipocresía cuando se compara con el fracaso del Estado en garantizar lo más básico: la vida y la seguridad de su población. La retórica de “traición” hacia los manifestantes busca camuflar el temor de un gobierno frívolo, consciente de que su legitimidad se desmorona día tras día. Silenciar las voces discrepantes bajo el pretexto de un supuesto desarrollo económico que promete la APEC es un espejismo que no encuentra eco en los hogares cuyos integrantes son extorsionados o asesinados por resistirse al cobro de cupos.

¿Quién es, entonces, el verdadero traidor? En un sistema donde se legisla a favor de mafias y se protegen los intereses de grupos que lucran con la violencia, señalar a los ciudadanos que alzan la voz como enemigos de la patria es un acto de cinismo colosal. El verdadero patriotismo se encuentra en la defensa del derecho a protestar, en la denuncia de las tropelías de las organizaciones criminales y en la exigencia de justicia. La historia enseña que las sociedades que renuncian a la protesta se condenan a vivir bajo el yugo de quienes detentan el poder para fines ajenos al bien común.

El gobierno de Boluarte pide silencio, pero la ciudadanía comprende que en el silencio reside la aceptación de lo intolerable, de lo injustificable, de lo indignante. Movilizarse no es un acto de traición, sino de dignidad. La retórica oficial de “traidores a la patria” solo evidencia el miedo de un régimen incapaz de enfrentarse a la realidad: el verdadero peligro para el país no proviene de las calles que claman justicia y seguridad, sino del gobierno y del Congreso, que dictan políticas y emiten leyes que perpetúan la inseguridad, la corrupción y la impunidad.

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[La columna deca(n)dente] El fenómeno que estamos observando en el Perú exhibe características que podrían describirse como un «neofascismo de baja intensidad». Este concepto alude a un proceso político que, sin llegar a los niveles de violencia y represión masiva propios del fascismo clásico, implementa estrategias destinadas a debilitar y subvertir las instituciones democráticas mediante la manipulación del marco legal, la cooptación de actores clave, el clientelismo y el uso estratégico de la violencia.

Un ejemplo reciente de esta dinámica se observa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. El uso de matones para reprimir a los estudiantes durante el proceso electoral universitario refleja cómo se emplean tácticas de violencia selectiva para sofocar la oposición, mientras se mantiene una fachada de institucionalidad democrática. El control del proceso electoral por sectores cercanos a la rectora Jerí Ramón, que incluyó la exclusión y censura de listas opositoras, revela un patrón autoritario orientado a consolidar el poder en el ámbito universitario. Este proceso de captura institucional, característico del “neofascismo de baja intensidad”, vacía de contenido la democracia, mientras conserva las apariencias formales de elecciones y procedimientos legales.

Como bien recuerda la socióloga Irma del Águila, citando al filósofo y escritor italiano Antonio Scurati, el populismo fascista, tanto el clásico como el contemporáneo, se fundamenta en la simplificación de la realidad y el desprecio por las instituciones. En el Perú, podemos observar cómo el Congreso y el Ejecutivo actúan en conjunto para erosionar los contrapesos del Poder Judicial, desmantelando el marco legal que permite fiscalizar sus acciones. La reciente modificación del Código Procesal Constitucional, que limita el control judicial sobre los actos parlamentarios, es un ejemplo claro de cómo se busca desactivar las barreras institucionales que aún resisten el avance de esta forma de autoritarismo.

Lo más preocupante es que este proceso se lleva a cabo bajo una cortina de violencia, tanto directa como indirecta, en la que grupos criminales y fuerzas estatales actúan con impunidad y complicidad. La aprobación de leyes que favorecen a organizaciones criminales, junto con el uso recurrente de la policía para intimidar a manifestantes pacíficos, son indicios de un Estado que no duda, una vez más, en emplear la violencia para mantener su control. En ese sentido, no podemos olvidar las 49 ejecuciones extrajudiciales de ciudadanos, resultado del uso de proyectiles de armas de fuego durante las protestas de fines de 2022 e inicios de 2023.

Este «neofascismo de baja intensidad» no implica una dictadura abierta ni la suspensión total de derechos, pero sí un control creciente sobre las instituciones y un debilitamiento sistemático de las libertades civiles consagradas en la Constitución. A pesar de ello, aún se pueden celebrar pequeñas victorias, como la resistencia de algunos jueces o la movilización estudiantil en San Marcos. Como bien señala Rosa María Palacios, estas luchas demuestran que todavía hay espacios para la defensa democrática. Sin embargo, el peligro de que el Perú se hunda aún más en este modelo autoritario no debe subestimarse. En este escenario, los partidos políticos democráticos tienen la responsabilidad de actuar y evitar que las mafias dinamiten el estado de derecho y consoliden su poder. 

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[La columna deca(n)dente] La relación entre el Congreso y la presidenta Dina Boluarte ha pasado de ser una interacción institucional a lo que podría considerarse una práctica extorsiva. Esta situación pone en evidencia cómo el Legislativo, dominado por Fuerza Popular (Keiko Fujimori), Alianza para el Progreso (César Acuña), Podemos (José Luna), y con la entusiasta colaboración de Perú Libre (Vladimir Cerrón), mantiene un férreo control sobre Dina Boluarte. La presidenta se encuentra atrapada en una posición que la coloca a merced de un Congreso cuyos intereses parecen estar más alineados con organizaciones criminales que con la búsqueda del bienestar público.

El Congreso cuenta con un despreciable 5% de aprobación, lo que refleja una profunda crisis de representatividad. Pese a ello, ha consolidado su control sobre Boluarte mediante prácticas que podrían calificarse como extorsión política. El hecho de que congresistas como Patricia Chirinos, quien sin ruborizarse admite la vigilancia y corrección constante que se le imponen a la presidenta, evidencia un desequilibrio de poder. Boluarte es mantenida en el poder bajo la condición de que no se desvíe de las necesidades e intereses de estos legisladores y sus aliados.

Este sometimiento encaja en la lógica de la extorsión: la presidenta debe cumplir con las expectativas impuestas por el Congreso, so pena de enfrentar una vacancia presidencial. La posibilidad de removerla del cargo es una amenaza latente, un recordatorio constante de que su permanencia depende de la voluntad de la coalición dominante del Legislativo.

La amenaza de la vacancia presidencial ha sido un recurso reiterado por el Congreso en los últimos años, convirtiéndose en una herramienta coercitiva para alinear al Ejecutivo con sus intereses. No es una simple cuestión de diferencias ideológicas, sino de control directo. Si bien Chirinos critica lo que percibe como una «vena izquierdista» en Boluarte, lo que realmente subyace en este conflicto es la necesidad de asegurar que la presidenta no se aparte de los lineamientos impuestos por la derecha política y económica del país. La vacancia actúa como el «arma nuclear» del Congreso, un mecanismo extremo pero efectivo para mantener la subordinación.

El Congreso ha logrado transformar la relación entre ambos poderes del Estado en una clara demostración de extorsión política. Esto no solo debilita la figura de Boluarte, sino que también pone en peligro el equilibrio democrático del país. La posibilidad de que un Congreso, con una aprobación tan baja y con intereses tan particulares, tenga la capacidad de manipular al Ejecutivo a su conveniencia es un síntoma alarmante de la degradación institucional.

La extorsión política a la presidenta Boluarte es solo uno de los múltiples síntomas de un sistema político que ha dejado de responder a las demandas ciudadanas. La subordinación del Ejecutivo al Congreso no es solo una lucha entre dos poderes del Estado, sino una batalla por el futuro de la democracia peruana. Si nuestra democracia tiene futuro, pasará inevitablemente por la recuperación de un equilibrio real entre los poderes del Estado y la erradicación de estas prácticas extorsivas que han deformado el sentido de la representación popular.

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[La columna deca(n)dente] ¿Dina Boluarte decidió esto? Bueno, digamos que alguien ha considerado que al Perú le hace falta un pequeño retoque armamentístico. No estamos hablando de hospitales mejor equipados, ni de escuelas donde los niños no tengan que rezar para que el techo no se les caiga encima. No, estamos hablando de algo mucho más urgente para el país: 24 aviones de guerra, ni más ni menos, por la módica suma de 15 mil millones de soles. ¡15 mil millones de soles!

Como dice la canción: «Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena». Qué dolor y qué pena que no hayamos visto antes esta gran oportunidad para «protegernos». ¿De quién? Buena pregunta, porque no está muy claro quién es ese enemigo tan temible y poderoso que justifique semejante inversión. Pero no importa, el hecho es que Mambrú (o Dina, en este caso) ya está en camino, y su partida cuesta lo que un país con un sistema de salud en condiciones óptimas podría valer. Pero… qué dolor, qué pena que no tengamos uno así.

«Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá». O, en este caso, no sé cuándo llegarán esos hospitales mejorados, esas escuelas públicas con agua y desagüe, o esas carreteras asfaltadas. Ni hablar de poder trabajar sin el miedo constante de ser asesinado por los extorsionadores de turno. Pero lo que sí sabemos con certeza es que los aviones vendrán. Y cuando lleguen, ¡por fin podremos dormir tranquilos! Porque, claro, ahuyentarán a los extorsionadores y espantarán a las organizaciones criminales.

«Si vendrá para la Pascua, o para la Trinidad…». Nadie lo sabe con certeza. Lo que sí sabemos es que este gobierno de Boluarte tendrá la dicha de ser recordado por algo tan significativo como llenar el cielo peruano de aviones de guerra. De paso, el viento de las turbinas podrá barrer las ilusiones de los ciudadanos que esperaban soluciones a problemas más mundanos, como el acceso a agua potable o la reducción de la pobreza o la mejora de la educación pública. Pero claro, esas cosas no vuelan, ni hacen ruido, y mucho menos brindan una foto impresionante durante un desfile militar.

«Mambrú murió en la guerra, lo llevan a enterrar…». Esperemos que no sea la esperanza de los ciudadanos la que esté siendo enterrada en esta operación millonaria. En un país donde cada céntimo cuenta y las necesidades básicas parecen un lujo, alguien decidió apostar por un gasto digno de cualquier potencia militar. Con suerte, cuando entremos en la inevitable fase de austeridad y recortes en sectores como salud o educación, al menos podremos mirar al cielo y ver esos 24 aviones de guerra, cortesía de Dina Boluarte, recordándonos que, aunque no tengamos medicinas ni escuelas, al menos tenemos aviones.

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[Agenda País] Pocas veces se ha sentido tanto desconcierto en el país como en los tiempos que estamos viviendo. Y no es solamente culpa de quienes nos gobiernan.

Nosotros, los ciudadanos, nos hemos acostumbrado a celebrar la pendejada, a cambiar los programas de entretenimiento o culturales por cojudeces faranduleras y a mostrar un desinterés en participar activamente en política, pero valgan verdades, también miramos a la política como farándula. 

El escándalo de Andrés Hurtado “Chibolín” se veía venir. Decenas de políticos y personalidades pasaron por su programa, de ostentosa huachafería, y se sentaron en los tronos de la indiferencia siendo partícipes del desdén hacia los más pobres. Pero como nadie habla o habla poco, y con tanto poderoso metido en la cochinada, quizá todo quede allí, con Chibolín haciéndose el desmemoriado y la fiscalía peleándose con el poder judicial. 

Ya de Mauricio Fernandini no escuchamos ni pío, pero aún tenemos a nuestro “Bebito fiú fiú” que nos entretiene con su cinismo y si nos falta más morbo, Magaly sigue rompiendo ratings.

Mientras el país entra en caos permanente, el gobierno sigue despilfarrando centenas de millones de dólares en la quebrada PetroPerú y deja a la Policía Nacional del Perú sin recursos para luchar efectivamente contra la delincuencia y el sicariato que cada día aumentan con más insania en todo nuestro país.

El anunciado paro de transportistas para protestar, justificadamente, ante el incremento de la extorsión que no solamente se ensaña contra ellos sino contra todos los comerciantes que honradamente se ganan el pan de cada día, ha demostrado que el gobierno no actúa planificadamente.

Recién el mismo día del paro, el Minedu saca un comunicado a las 6:50 a.m. diciendo que las clases pasan a virtual cuando a esa hora, la mayoría de los estudiantes ya están camino a sus centros escolares, aumentando la sensación de caos y poniendo en peligro la integridad física de profesores, estudiantes, administrativos y padres de familia.

También, el mismo día hacia principios de la tarde, el gobierno declara en emergencia a varios distritos de la capital, ¡Nunca es tarde! dirán los optimistas, ¡Demasiado tarde! los realistas, ¡Ya para qué! expresarán los pesimistas. 

Da la sensación que el Premier Adrianzén cree que su rol es ser reactivo con los problemas, como en el tema de los incendios forestales que ya venían empezando hace semanas, pero que recién con el infortunio de compatriotas fallecidos, se empieza a reaccionar. Y es tal la soberbia que ni ayuda internacional pedimos mientras se quema medio país, se culpa a la tradición de quemar para sembrar y a algunos malos peruanos. Bueno, ya lloverá y crecerá algo… 

Otra impresión es que no se coordina entre ministerios, que es uno de los roles principales de la PCM. Ante el extemporáneo comunicado del Minedu y la tardía declaración de emergencia, se suma que el MTC no tuvo un plan de contingencia para movilizar a la población. Tarde, muy tarde, la PNP puso unos buses a disposición. “Control de daños” es la frasecita que más se usa cuando la incompetencia arrecia.

El gobierno de la presidenta Dina Boluarte tiene que reaccionar de manera radical. Ella tiene que reaccionar.

Que su gobierno llegue al 2026 es un objetivo que muchos peruanos, como yo, deseamos. Pero si la sensación de caos e indiferencia sigue aumentando, las voces de vacancia volverán al ruedo, como ya se empiezan a escuchar.

Aún es tiempo de corregir y comienza, primero, con un cambio de chip en la presidenta para que asuma que lo que queda de su gobierno es asegurar la transición democrática y poner un mínimo de orden en el país. 

Lo segundo, recomponiendo su gabinete con un premier con voz propia, que ejerza liderazgo y una efectiva coordinación transversal, así como designar ministros competentes que prioricen el trabajo en equipo.

No podemos seguir viviendo de la farándula y la indiferencia. 

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