[La columna deca(n)dente] El fenómeno que estamos observando en el Perú exhibe características que podrían describirse como un «neofascismo de baja intensidad». Este concepto alude a un proceso político que, sin llegar a los niveles de violencia y represión masiva propios del fascismo clásico, implementa estrategias destinadas a debilitar y subvertir las instituciones democráticas mediante la manipulación del marco legal, la cooptación de actores clave, el clientelismo y el uso estratégico de la violencia.
Un ejemplo reciente de esta dinámica se observa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. El uso de matones para reprimir a los estudiantes durante el proceso electoral universitario refleja cómo se emplean tácticas de violencia selectiva para sofocar la oposición, mientras se mantiene una fachada de institucionalidad democrática. El control del proceso electoral por sectores cercanos a la rectora Jerí Ramón, que incluyó la exclusión y censura de listas opositoras, revela un patrón autoritario orientado a consolidar el poder en el ámbito universitario. Este proceso de captura institucional, característico del “neofascismo de baja intensidad”, vacía de contenido la democracia, mientras conserva las apariencias formales de elecciones y procedimientos legales.
Como bien recuerda la socióloga Irma del Águila, citando al filósofo y escritor italiano Antonio Scurati, el populismo fascista, tanto el clásico como el contemporáneo, se fundamenta en la simplificación de la realidad y el desprecio por las instituciones. En el Perú, podemos observar cómo el Congreso y el Ejecutivo actúan en conjunto para erosionar los contrapesos del Poder Judicial, desmantelando el marco legal que permite fiscalizar sus acciones. La reciente modificación del Código Procesal Constitucional, que limita el control judicial sobre los actos parlamentarios, es un ejemplo claro de cómo se busca desactivar las barreras institucionales que aún resisten el avance de esta forma de autoritarismo.
Lo más preocupante es que este proceso se lleva a cabo bajo una cortina de violencia, tanto directa como indirecta, en la que grupos criminales y fuerzas estatales actúan con impunidad y complicidad. La aprobación de leyes que favorecen a organizaciones criminales, junto con el uso recurrente de la policía para intimidar a manifestantes pacíficos, son indicios de un Estado que no duda, una vez más, en emplear la violencia para mantener su control. En ese sentido, no podemos olvidar las 49 ejecuciones extrajudiciales de ciudadanos, resultado del uso de proyectiles de armas de fuego durante las protestas de fines de 2022 e inicios de 2023.
Este «neofascismo de baja intensidad» no implica una dictadura abierta ni la suspensión total de derechos, pero sí un control creciente sobre las instituciones y un debilitamiento sistemático de las libertades civiles consagradas en la Constitución. A pesar de ello, aún se pueden celebrar pequeñas victorias, como la resistencia de algunos jueces o la movilización estudiantil en San Marcos. Como bien señala Rosa María Palacios, estas luchas demuestran que todavía hay espacios para la defensa democrática. Sin embargo, el peligro de que el Perú se hunda aún más en este modelo autoritario no debe subestimarse. En este escenario, los partidos políticos democráticos tienen la responsabilidad de actuar y evitar que las mafias dinamiten el estado de derecho y consoliden su poder.