Según la última encuesta de Ipsos, no descolla ningún candidato en particular para las elecciones del 2026. Ello es malo porque hace anidar en la mente de los interesados de que la cancha está libre para cualquiera y de que es posible capturar un bolsón electoral suficiente como para pasar a la segunda vuelta. Es decir, favorece la dispersión y diluye la urgencia de armar frentes.

Es bueno porque quiere decir que no hay identificaciones regionales prefijadas con los candidatos de la izquierda radical, aunque lo más probable es que el sur andino termine siendo el fiel de la balanza en ese sentido (probablemente vote en la primera vuelta del 2026 como lo hizo en la segunda vuelta del 2021).

Ojalá suceda que no baste un rostro carismático o una candidatura sorpresa de último momento, sino que la ciudadanía sea capaz de exigir una mínima agenda de gobierno, sobre todo en los aspectos más álgidos: inseguridad ciudadana y crisis económica.

Según encuesta publicada hoy en Perú21, de acuerdo a Ipsos, el 78% desaprueba al gobierno en materia de lucha contra la delincuencia. Este dato es terrible, porque, además, no se ve visos de mejora, sino, todo lo contrario, de que la situación va a empeorar. Y lo mismo sucede con el manejo de la reactivación económica, que no halla amparo en una política técnica del MEF.

Lo preocupante de discernir respecto de si ambos problemas se agudizan es que van a propender a reforzar las incursiones de los Bukele o Milei peruanos, émulos de los gobernantes salvadoreño y argentino, respectivamente.

Y no es eso lo que el Perú necesita. No requiere de candidatos monotemáticos, centrados en atender primordialmente un punto de la agenda nacional, cuando la misma comporta otros grandes desafíos que sí exigen un programa de gobierno y un gran frente democrático, liberal y republicano, para ser asumidos.

Hablamos de la corrupción, de las economías ilegales, de la reforma del sistema de justicia, del cambio de la regionalización, de la reforma del Estado, etc. No basta con reactivar la economía o enfrentar la inseguridad ciudadana.

Solo bajo esa perspectiva, de que se necesita tiempo para madurar una conformación política de esa naturaleza, podríase aceptar que es mejor que Dina Boluarte se quede hasta el 2026.

¿Qué pesa más en la balanza: el eventual ciclo de inestabilidad que supondría un anticipado proceso electoral o la resolución del hartazgo ciudadano con un gobierno mediocre y sin rumbo?

Apenas 5% de la población aprueba al gobierno de Dina Boluarte y 90% lo desaprueba, según la última encuesta del IEP. Y al socio político del Ejecutivo -el Congreso- solo lo aprueba el 6% y lo desaprueba el 91%.

Lo que es más grave: un 50% de peruanos considera que el gobierno de Dina Boluarte será más corrupto que los anteriores y 42% igual de corrupto. Además, un 72% considera que la situación económica es peor que hace un año y 55% considera que será peor en el futuro.

La sensación de corrupción, desatada luego del Rolexgate y de las andanzas del hermanísimo, ha corroído seriamente las bases de legitimidad del régimen. Y si se le suma la desesperanza respecto de la economía (expresada fácticamente en el aumento de la pobreza), se entenderá la foto del presente desalentador para la democracia, y, como bien señala el propio IEP, esto alentará la aparición de propuestas radicales o autoritarias.

Volvemos a la pregunta inicial: ¿es mejor cortar por lo sano, adelantando las elecciones generales, o, en aras de no aumentar la inestabilidad -que no veo dónde está (hay relativa paz social)- mantenemos como sea a Boluarte hasta el 2026?

Esta situación no va a mejorar. Va a ir para peor, y cuando queramos reaccionar políticamente ya va a ser muy tarde. La crisis del gobierno afecta a la democracia y le quita lustre ciudadano. Mientras más se sostenga este tinglado, más abono a favor de candidaturas disruptivas, radicales y autoritarias.

Mi posición es clara: se debe adelantar elecciones y cortar la sangría democrática que implica este gobierno mediocre y sin idea de cómo gobernar. Coincide con ello el 77% de los peruanos, aunque un 58.6% no sepa aún por quién votar. ¿Hay riesgo de que en las actuales circunstancias los Antauros descollen? El riesgo de que lo hagan será mayor si el deterioro se acentúa.

Y no hay nada que nos permita pensar que este gobierno mejorará. Al contrario, ya hasta los ámbitos tecnocráticos del Ejecutivo -el MEF, sobre todo- están tocados por la medianía y la contaminación política. Todo nos lleva a pensar que lo mejor para el país es zanjar el problema, convocar a elecciones generales y apostar a que las fuerzas democráticas, apremiadas por la urgencia, tengan la responsabilidad de conducirse inteligentemente.

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Adelanto de elecciones, Dina Boluarte, Rolexgate

La necesidad de un gran frente democrático, republicano y liberal para las elecciones del 2026 no solo es una necesidad electoral para derrotar a la fuerza telúrica que va a acompañar a algún candidato radical de izquierda, sostenido por el sur andino, el resto del mundo rural y los bolsones de pobreza de la costa y la selva.

Es también, una fórmula de gobierno, la única capaz de generar los consensos necesarios para poder afrontar los enormes, gigantescos desafíos sociales, políticos y económicos que el país tiene frente a sí: reactivación capitalista, construcción de infraestructura, reforma político-electoral, reforma de la salud y la educación públicas, regionalización, reforma del sistema de justicia en su conjunto, etc.

Se debe tratar de un frente que, además, no solo comprometa partidos políticos, sino gremios populares representativos (véase con atención la gigantesca movilización que el Sutep ha podido convocar a mediados de esta semana).

Señalaba en columna reciente la paradoja de que las grandes reformas democratizadoras del último siglo y pico habían sido llevadas a cabo en dictaduras (Leguía, Odría, Velasco y Fujimori). Es hora de que sea un gobierno democrático el que corresponda a esa tarea. El último gran esfuerzo por plantearse algo así fue el Fredemo que presidió Mario Vargas Llosa en 1990 y que lamentablemente fracasó en las urnas.

En base a los consensos básicos que un frente como el propuesto ya de por sí implica, sí es posible pensar en un gobierno democrático reformista de la envergadura que se requiere. Sería el colofón salvador de la fallida transición democrática que hemos tenido después del fujimorismo y que nos ha llevado a una de las peores crisis republicanas de la historia nacional (solo es equiparable, para hablar de los últimos tiempos, con la debacle de fines de los 90).

Mucha coordinación, sapiencia política, desprendimiento y tolerancia serán necesarias para que este gran frente no aborte en medio de apetitos minúsculos de poder o celos partidarios inconducentes. La magnitud de la tarea por llevar a cabo debería bastar para convencer a todos los que se están animando a pensar en el 2026, en su urgente necesidad.

La del estribo: buena puesta en escena de Una hazaña nacional, la historia de Fray Calixto de San José Túpac Inca, escrita y dirigida por Alfonso Santistevan, con las actuaciones de Daniela Trucíos, Pold Gastelo, Ricardo Bromley, entre otros, en el entrañable teatro Blume. Va hasta fines de junio. Entradas en Teleticket.

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elecciones 2026, frente democrático

El prematuro lanzamiento a la carrera presidencial de Rafael López Aliaga es un disparate descomunal que nadie de su entorno parece haber sido capaz de advertirle.

Primero, porque incumple una enfática promesa de campaña de que no renunciaría a la Alcaldía de Lima para postular a las lides presidenciales (ello le sería enrostrado corrosivamente durante toda la campaña por sus adversarios). Segundo, porque su gestión edil es tan mala que no tiene madera para hacer flotar alguna expectativa de dar el salto presidencial.

Pocas veces se ha visto una actuación administrativa en el municipio capitalino tan errática, ineficiente e improductiva como la que está desplegando López Aliaga y de allí sus altísimos niveles de desaprobación. La Lima que nos va a entregar va a ser una bastante peor que la que recibió.

Si en algún momento pensó que el sillón de Nicolás de Ribera era el mejor atajo político para llegar al solar vecino se equivocó de cabo a rabo. No solo por los antecedentes fallidos que existen al respecto (Bedoya, Barrantes, Belmont, Andrade, Castañeda, Villarán, etc.), sino porque mal puede, quien no es capaz de lo menos, de mostrarse como alguien con la capacidad de hacer lo más.

Seguramente, en su imaginación cree poder encarnar el carácter disruptivo y motivador de las dos figuras que la derecha regional mira con embeleso, como son Bukele y Milei. Lo que no está al alcance mental de López Aliaga es que él ya perdió ese aire disruptivo que lo acompañó cuando recién apareció en el firmamento político peruano y, además, que el Perú no parece demandar figuras de ese perfil.

Lo que se necesita para derrotar a los disruptivos radicales de izquierda, que sí tienen tela por cortar, como Antauro Humala, Guido Bellido o Aníbal Torres, es un gran frente de centroderecha, republicano, liberal y demócrata, y para conformarlo se requieren virtudes de las que adolece el burgomaestre limeño.

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Nicolás de Ribera, Rafael Lopez Aliaga

Entrevistando a Max Hernández para el segundo número de la revista Pulsión, el psicoanalista hacía notar con agudeza cómo había ocurrido en el país que tres grandes fenómenos democratizadores (el ascenso de las clases medias, la migración del campo a la ciudad y la condición ciudadana del emprendedor popular) habían ocurrido durante dictaduras, como las de Leguía, Odría y Fujimori. Agregaría la reivindicación del indio, bajo el régimen militar de Velasco.

Y ello en medio de la paradoja de que durante los periodos democráticos no se haya producido nada de esa envergadura, ni en los tiempos de la República Aristocrática ni en el periodo post Fujimori, los dos periodos más prolongados de alternancia democrático electoral que el país hatenido a lo largo de su vida republicana. Quizás solo podría ser equiparable la reducción de la pobreza desplegada sobre todo entre el 2001 y el 2011, cuando acaba el segundo gobierno de Alan García.

Eso debe cambiar radicalmente si queremos que sobreviva la feliz conjunción de capitalismo y democracia, que es la fórmula más exitosa para generar prosperidad en los países que los albergan. Con defectos enormes por corregir en ambos sistemas, aún hay porvenir propicio en ese matrimonio difícil y a veces conflictivo.

La democracia tiene que ser más efectiva. No puede contentarse con elecciones periódicas y la relativa existencia de una separación de poderes. Hay que darle vitalidad ejecutiva a los gobiernos democráticos, y dinámica participativa a las propias democracias, con mecanismos que involucren al ciudadano y lo hagan sentirse partícipe de las tomas de decisiones (referéndums, renovaciones parciales del Legislativo, revocatorias, etc.).

La democracia se debe comer. Si dejamos que se convierta en un adorno institucional, bajo cuyo manto prospera la inacción económica, el descuido de la igualdad de oportunidades (salud y educación públicas), la inseguridad ciudadana y la corrupción rampante, se explica por qué somos el país que peor consideración tiene sobre los valores democráticos y los riesgos que ello implica para la irrupción de candidatos populistas autoritarios tanto de izquierda como de derecha.

Nota: agradezco a la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de DDHH, por su reciente comunicado alertando sobre los abusos fiscales de los que he sido y soy víctima, yendo a contrapelo de la libertad de prensa y del principio constitucional de la reserva de las fuentes periodísticas.

Antaño era en los grandes medios, especialmente los televisivos, que se definían las campañas electorales. Un buen debate, una buena entrevista o un buen spot publicitario definía la diferencia necesaria para obtener el ansiado resultado en las urnas.

Después se le dio más importancia a la radio y últimamente a las radios regionales, como la clave del éxito. Rápidamente, en cuestión de una década, las redes sociales reemplazaron a los medios radiales como principal vehículo de comunicación.

Hoy tampoco es así. Las cosas varían aceleradamente en un mundo tan cambiante. Son los medios digitales y los microsegmentospoblacionales los que marcan la pauta. Una buena performance en La Encerrona, en El diario de Curwen, en el podcast de Hildebrandt en sus trece o en Sin Guión, pesa más que una entrevista en el principal diario nacional o en el principal canal o radio nacionales.

Adicionalmente, ya no es tiempo de los grandes mítines. Lo que impacta, y profundamente, son los microsegmentos poblacionales representativos. Una visita al mercado Unicachi o a la feria artesanal de Puquio, tienen más efecto de irradiación que organizar un gran encuentro en la plaza de Armas de la ciudad.

Claro, a uno lo escuchan treinta o cuarenta personas, pero el efecto de propagación posterior que ello tiene es inmenso. A la postre, produce un efecto de divulgación mayor que acudir a un recurso tradicional y manido de las estrategiaselectorales de antaño.

Esto hace más compleja e interesante la contiendaporque obliga a los equipos de campaña a salir de la caja para llevar a sus asesorados candidatos al triunfo. Las famosas Escuelas Naranja del fujimorismo, por ejemplo, tienen un efecto político mayor que un road show mediático de la lideresa del partido.

El rey de la campaña de Pedro Castillo, hace casi tres años, fue el whatsapp. Hoy, a pesar del poco tiempo transcurrido, ya no funciona así. Los tiempos cambian aceleradamente y obliga a que los candidatos afinen sus estrategias y sus equipos de campaña. Ya no basta con ver Al Fondo hay sitio o leer El Trome, para entender la psicología popular, como decía hacer el estratega brasileño Luis Favre.

Es una obligación política y moral del gobierno sacar adelante proyectos mineros como Conga o Tía María, más aún en circunstancias que los precios de los metales han alcanzado niveles récord en el mundo.

Ambos proyectos contaron con resistencia social en su momento, pero es dable pensar que la misma haya amainado ante la constatación de que sin inversión minera no hay canon ni regalía y que los gobiernos locales viven de eso para poder tener fondos de inversión. El aumento de la pobreza puede ser un acicate para que los ciudadanos de las zonas de influencia acepten, por fin, que la inversión privada es la única forma de derrotar la miseria.

Cabe recordar, además, que ambos proyectos estuvieron a punto de salir, si no fuera por las torpezas del gobierno de Humala y de la propia Southern en los orígenes de los mismos, respectivamente. Ya se ha corregido en gran medida esos dislates y se espera, en consecuencia, que el gobierno pueda prosperar en el intento.

Ambos son, además, proyectos emblemáticos y de salir adelante darían una señal a la comunidad inversora que podría desatar el nudo que hoy ata a la inversión privada, a pesar de la estabilidad macroeconómica, no obstante el relativo descontrol fiscal que el MEF está permitiendo (y que puede agravar si insiste en la tozudez de apoyar al reflotamiento de Petroperú).

El mejor ejemplo de cómo la inversión privada reduce la pobreza es el gobierno de Alan García, que la redujo de 50 a 27%, la mayor rebaja de la historia peruana y de América Latina. Si el gobierno, con el empeño de Rómulo Mucho en el Minem, logra sacar adelante Conga y Tía María, verá cómo se despiertan los impulsos capitalistas, hoy contenidos, y podría arrojar al final de su mandato cifras de mejora en los indicadores de pobreza que hoy vienen aumentando.

Si logra ello, podría uno perdonarle al régimen que de acá al 2026 haga poco en otras materias, como lucha anticorrupción, inseguridad ciudadana, regionalización, salud y educación públicas. Un pueblo menos pobre, que retorne a la clase media, sería la mejor noticia como antecedente sociopolítico para las elecciones del 2026. La pandemia nos trajo a Castillo. Que la parálisis de la inversión privada no nos traiga otro radical en el futuro.

Vamos a suponer que efectivamente logran éxito las coordinaciones que se están efectuando entre algunos grupos de la centroderecha y se arman uno o dos frentes en este segmento ideológico, que de ese modo puedan darle batalla a los candidatos radicales de izquierda que asoman con fuerza y expectativa.

Allí, sin embargo, no acaba el problema sino que, probablemente, comienza uno mayor: encontrar al candidato propicio para representar tales conglomerados. Ya he citado a Enrique Chirinos Soto y su consideración de que un buen candidato tenía que tener “orgasmo por el poder”, pasión por ser presidente, y trasmitirle eso al electorado.

Lo tuvo Belaunde, lo tuvo Alan García, para mencionar a los dos últimos más importantes. En alguna medida también Toledo y Ollanta Humala (aunque éste venía ayudado por el envión que le había dejado de herencia su hermano Antauro). Sin esa pasión, sin ese biorritmo electoral, no hay forma. Si el candidato no rompe el vidrio que lo distancia del electorado, no hay frente ni campaña que valgan (el mejor ejemplo es Mario Vargas Llosa, quien parecía estar abrumado por la responsabilidad de ser el candidato, pero no tenía el ansia de poder que estos menesteres requieren).

La izquierda radical, representada por personajescomo Antauro Humala, Guido Bellido o Aníbal Torres, si acaso Guillermo Bermejo, tiene candidatos con esa característica. ¿A quién tiene la centroderecha? ¿Roberto Chiabra? Sí. ¿Carlos Anderson? También. ¿Rafael Belaunde? Le falta algo de pasión vital. ¿Jorge Nieto? Puede prender. ¿Carlos Álvarez? Empezó bien, pero se ha desinflado por sus propias indecisiones. ¿Carlos Añaños? Imposible. ¿Alguien de Lo Justo o los morados? No se ven en el horizonte.

La campaña del 2026 va a ser brutal. Se va a jugar en todos los frentes. Por eso se necesitan buenos candidatos, con fuste y preparación, que es el otro factor necesario para afrontar el desafío, alguien que tenga claro qué hacer con la economía, la crisis política institucional, la regionalización, la inseguridad ciudadana, la lucha contra las mafias ilegales, la lucha anticorrupción que está sangrando al Estado, etc. Poner a un improvisado en Palacio sería letal.

El tema viene complicado. Quedan poco menos de dos años para la campaña y eso es tiempo corto para las tareas pendientes de resolver. Es necesario exigir decisión y sentido de urgencia a los voceros de la centroderecha para que aceleren el paso.

Hay quienes ingenuamente creen que Antauro Humala va a ser un bluff político, que apenas comience la justa electoral se va a desinflar y perderá el interés que hoy genera.

Craso error de juicio político. Antauro Humala es un líder elocuente, inteligente, disparatado, pero que en su disparate mismo comulga con las expectativas populares. Sus anuncios de expropiaciones de medios de comunicación, por ejemplo, nos agarran cuando nunca antes han estado tan desprestigiados los medios de comunicación. Su discurso en contra de las grandes empresas nos coge en medio de una situación terrible de descrédito del gran capitalismo (según encuesta de Ipsos, el 90% de peruanos cree que acá unos pocos gobiernan para su propio beneficio).

Con astucia, Antauro busca “posicionarse”, además, como el Bukele peruano, recogiendo así la alta expectativa local -y regional- que existe en favor del autoritario mandatario salvadoreño por su lucha contra las bandas delincuenciales en su país.

Antauro, por lo demás, no está quieto. Recorre a diario el país, particularmente el sur andino, haciendo política de verdad y no aquella que cree que basta salir en medios limeños para sembrar presencia y posterior endose electoral.

Este columnista está convencido de que Antauro será contendiente de la segunda vuelta del 2026. Lo único que podría sacarlo de carrera es que aparezca y crezca otro candidato disruptivo radical (allí asoman Guido Bellido y Aníbal Torres), que lo supere en radicalismo y lo haga fragmentar el voto -ojalá que ello ocurra- y arruinar la posibilidad de que la izquierda radical dispute la segunda vuelta.

De lo contrario, y si persiste la fragmentación de la centroderecha (ya hemos visto que, felizmente, hay esfuerzos por remediarla), tendremos no solo a un candidato radical sino probablemente a dos en la segunda vuelta y nos encaminaremos a perder el país. Se juega mucho el 2026. A riesgo de parecer obcecada, no se cansará esta columna de advertirlo.

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