Un fenómeno digno de análisis sociológico y psicológico se requiere para poder apreciar lo que pasó hace unos días con ocasión del partido que el Perú jugó contra la selección argentina en el Estadio Nacional, es decir de locales.

La noche anterior se produjo un banderazo de apoyo a la selección gaucha en las afueras de su hotel y el 80% de los asistentes eran peruanos, padres de familia contrataron alojamiento en el lugar donde se hospedó la selección albiceleste solo para que sus hijos puedan ver a Messi o al Dibu, en pleno partido se pudo ver a peruanos vistiendo la camiseta argentina o la camiseta peruana con el nombre grabado de Messi, y, como cereza en el postre, asistimos al triste espectáculo de ver a una decena de jóvenes ingresando a la cancha a tratar de tomarse una foto con el rival, con el capitán argentino, su ídolo por encima de los colores blanquirrojos que estaban siendo derrotados en su propia casa.

¿Se trata solo de la llamada “generación de cristal”, que ha perdido los valores nacionalistas por completo, a la que no le importa nada sino solo su pasajera satisfacción? No es solo eso. Estamos ante un problema mayor y que cruza transversalmente todo el país.

Lo que causa desvelo es ver el rápido proceso de descomposición ocurrido entre lo de hace dos noches y lo que ocurrió el 2018, cuando decenas de miles de peruanos gastaron lo que no tenían para acudir a Rusia a alentar a la selección peruana y llenar los estadios entonando con entusiasmo fervoroso el himno nacional y la canción Contigo Perú. ¿Qué pasó en esos cinco años que median entre un hecho y otro, para que ahora, el fervor se haya convertido en enajenación de los sentimientos patrios?

Poco se ha ponderado el inmenso impacto social que ocasionó la pandemia, no tanto por el encierro (que ya de por sí fue un hecho radical que ha marcado a generaciones enteras de niños y adolescentes), sino por la constatación de que el Estado no existía, que la gente se moría por falta de camas, unidades de cuidado intensivo o, simplemente, oxígeno. El terrible drama familiar de los deudos de 300 mil muertos -que deben superar los dos millones de ciudadanos- no ha ocurrido sin dejar una huella honda en el espíritu nacional.

¿Cómo se va a sentir uno orgullosamente peruano si cuando lo necesito a mi país, me abandona y se muestra indolente frente a mi sufrimiento? ¿Cómo se sienten ahora millones de peruanos asaltados todos los días sin que la policía corrupta haga algo? ¿Qué ánimo patriótico pueden tener los asegurados de EsSalud cuando no tienen citas ni medicamentos? ¿O los que protestaron en diciembre y enero últimos y a cambio de ello recibieron del Estado muerte e impunidad? ¿Cómo exigirles patriotismo y sentido de nación a estos peruanos? Esta realidad ya ha explotado. Lo hizo electoralmente el 2021, se ha manifestado también la fatídica noche del martes en nuestro Estadio Nacional.

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Gran responsabilidad en el estado de parálisis social y política en el que se halla el país, la tiene la oposición y no solo un Ejecutivo mediocre y pusilánime.

Ya sabemos de las enormes carencias del régimen y no se le puede pedir peras al olmo, eso no va a cambiar, la presidenta Boluarte o el premier Otárola no van a ser iluminados y hacer un upgrade político de un día para otro. Son lo que son y así van a transitar los años que les restan de mandato.

Pero bajo tales circunstancias, lo que cabría esperar es que si en el Congreso se ha conformado, mal que bien, una coalición mayoritaria, ésta, lejos de fungir de comparsa silente del gobierno, lo ajuste y le marque la agenda.

No se libra la oposición fuera del Congreso también de su cuota de responsabilidad en ello. No se les escucha un planteamiento integral y contundente a los líderes de las nuevas agrupaciones respecto de los temas que más preocupan a los ciudadanos: la inseguridad, la corrupción y la crisis económica.

En términos normales, la decepción que un gobierno produce se palía, en los márgenes políticos democráticos, cuando la oposición ofrece alternativas que hagan saber a los ciudadanos que sufren los problemas mencionados, que hay luz al final del túnel y que pronto ello empezará a mejorar.

Pero si la oposición actual -congresal o extraparlamentaria- guarda silencio, estamos fritos. Bajo la presunción errada de que hay que guardar perfil bajo hasta pocos meses antes de la elección del 2026, la oposición le hace el juego a este gobierno mediocre e indolente que nos asola.

Una oposición que se respete ya no solo marcaría la cancha sino que conformaría gabinetes en la sombra, con equipos técnicos que vayan demostrando diariamente los errores de un gobierno que parece no tener la más remota idea de cómo afrontar los problemas que le corresponde resolver.

Hoy la oposición se reduce a la izquierda venal que apapachó a Pedro Castillo y que solo sabe producir eslóganes efectistas, pero inconducentes, como plantear la renuncia de Boluarte y el cierre del Congreso, la convocatoria a una Constituyente y hasta la tozuda solicitud de que liberen al expresidente chotano, y tramita sus anhelos con iniciativas fallidas en el Congreso o con inocuas “tomas de Lima”.

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El triunfo, hace dos días, de Daniel Noboa en Ecuador es, junto con la derrota del proyecto de cambio constitucional en Chile y el triunfo de Santiago Peña en Paraguay en abril de este año, una gran derrota para la izquierda continental y ojalá el signo de un cambio de giro de la región hacia posiciones más centradas o derechistas que le aseguren un mejor porvenir.

Y si le sumamos el muy probable triunfo de la derecha en Argentina, sea con Milei o con Bullrich (no parece probable un volteretazo de Massa, el candidato peronista, para la jornada de este domingo), podríamos ya hablar de un golpe de mano abiertamente divergente de la línea que predomina en México, Nicaragua, Venezuela, Colombia, Brasil y Chile y que parecía una ola incontenible izquierdista en Latinoamérica.

Es preciso que en el Perú, en el próximo proceso electoral, triunfe una opción proinversión privada, promercado, idealmente liberal, que nos haga volver por la senda del crecimiento que se perdió desde el gobierno de Humala, y que ni éste ni Kuczynski, ni Vizcarra, Merino, Sagasti, Castillo o Boluarte han sabido detonar.

Y lo que ocurra en el vecindario regional sin duda influye. No tanto como uno quisiera, pero influye. Si fuera determinante, bastaría tener un millón y medio de venezolanos en nuestro país huyendo de la miseria de un modelo estatista y populista, para que en el Perú nadie, en su sano juicio, se incline por una opción semejante. Pero ya vimos que en el 2021, el ánimo colérico antiestablishment primó sobre cualquier consideración racional y la mayoría terminó votando por el candidato que aseguraba más pobreza invocando un modelo económico estatista y antiempresarial.

Si a Ecuador le va bien en los dos años de mandato que Noboa tiene por delante (con posibilidad de reelegirse), si Milei o Bullrich sacan a Argentina de la crisis, si Paraguay empieza a mostrar índices de mejoría, los peruanos más humildes, globalmente conectados, sabrán ponderar mejor que aquello que se les promete desde esa orilla no es mentira ni demagogia, sino una promesa realizable.

La derecha puede recuperar horizontes si los países que optan por ese modelo muestran éxitos rotundos, como en su momento fue Chile, que funcionó como faro ideológico de otros países. Por eso, es necesario ponderar positivamente que Latinoamérica se aleje de modelos probadamente fracasados, retardatarios y causantes de las mayores crisis conocidas en la región.

 

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A propósito de la discusión sobre la ley del cine, a raíz de un proyecto presentado por los congresistas Adriana Tudela y Alejandro Cavero, manifiesto mi total discrepancia con las posturas libertarias que señalan que en este asunto, el Estado no debe tener injerencia y que los cineastas o las productoras de cine deben vérselas como puedan con el mercado.

Es más, sostengo que el apoyo estatal a la cultura no debe centrarse solo en el cine, debe extenderse al teatro, a la literatura, la danza moderna y clásica, las artes plásticas, la actividad museística, etc.

En un país tan desintegrado como el Perú -como bien ha recordado Gonzalo Banda, en su última columna, citando a Hugo Neira-, es menester crear espacios públicos ecualizadores e integradores. Y la cultura, como la salud y la educación públicas, el deporte, los espacios urbanos comunes o el sistema de justicia, son esos pocos ámbitos en los que los peruanos deberíamos sentirnos ciudadanos de una misma nación.

No solo debe haber financiamiento al cine. Debe ser mayor. Y extenderse a los otros terrenos mencionados. Como en todo, claro está, se trata de disponer correctamente de los dineros públicos, que son de todos los peruanos, y desterrar el sesgo ideológico que lamentablemente ha contaminado la provisión de financiamiento en los últimos años. Eso debe corregirse de inmediato y el Ministerio de Cultura conformar, mediante concurso público, un jurado técnico y neutral.

Pero un Estado liberal auténtico no puede desentenderse del apoyo a la cultura y a su promoción. Es propio de fanáticos libertarios, infantiles y dogmáticos, proponer que la cultura se rija por criterios de mercado, lo que supondría que vaya a la deriva, empobreciéndose cada vez más y privando a los ciudadanos de una atmósfera integradora y enriquecedora en términos de civilización y ciudadanía.

No solo eso. Debe diseñarse un esquema más estimulante para que la empresa privada apoye la cultura, en medio de un escenario como el presente en el cual dicho apoyo se reduce a actos muy aislados y encomiables de algunas empresas privadas conscientes de su responsabilidad social.

La cultura es vida, es alegría, es entretenimiento, es espacio público, es aprendizaje, es integración cívica. Creo en un Estado reducido que se meta lo menos posible en la economía, pero la vida cultural es un bien que escapa a los análisis costo-beneficio concomitantes y debe merecer por ello un sitial especial dentro de las responsabilidades gubernativas.

 

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La reciente gira presidencial es el mejor símbolo del gobierno: inútil e intrascendente. No se entiende sinceramente, dicho sea de paso, la pusilanimidad de la coalición derechista que gobierna el Congreso con un Ejecutivo tan mediocre y dañino para el país. Es suicida. La derecha parlamentaria está cavando su tumba electoral.

Porque el régimen no tiene excusa. Uno puede aceptar que no tenga capital político para emprender grandes reformas, aunque si tuviera las agallas y el empaque necesarios podría desplegar un par de ellas. Pero respecto de quehaceres de corto plazo, que son su obligación atender, también vemos absoluta inacción e indolencia.

Tres hechos coyunturales donde se aprecia la medianía de un régimen que no debería durar hasta el 2026 por el daño inmenso que le está produciendo al Perú, casi a la par que el que le ocasionó el nefasto régimen antecesor de Pedro Castillo: la crisis económica, la inseguridad ciudadana y la prevención del fenómeno del Niño.

Vamos a decrecer este año, según la última actualización del Instituto Peruano de Economía. Ya no hay conflictos sociales mayores, las condiciones globales se prestan para ser aprovechadas, hay estabilidad fiscal y monetaria, lo que no hay es confianza empresarial para invertir (viene en caída libre) y eso se logra con acciones políticas que otorguen la tranquilidad suficiente para que los capitales salgan a flote y entren al mercado, produciendo su inmenso efecto social de generación de empleo, reducción de la pobreza y de las desigualdades. Pero tenemos un MEF inoperante y una gobernante a la que el tema le interesa menos que buscar, ansiosa, una gira por el exterior que la legitime.

La inseguridad ya es un problema de urgencia nacional. Ha tomado las calles de todo el país y ya se acerca a penetrar los núcleos urbanos modernos, y cuando lo haga seguramente recién causará pánico reactivo. Pero el régimen no tiene ni la más remota idea de qué hacer para aliviar este problema y recurre a estériles estados de emergencia que no resuelven nada. Pide facultades legislativas para actuar y uno se imagina que tiene un plan estratégico que se activará gracias a la merced del Congreso, pero pronto apreciamos que solo hay improvisación.

Y sobre las labores de prevención del fenómeno del Niño, basta darse una vuelta por las regiones que serán afectadas y se apreciará que no hay ni un tractor moviendo tierras. Los niveles de ejecución de gasto son mínimos y la desgracia nos caerá encima sin excusas ni atenuantes. Y frente a ello, el gobierno central mira de soslayo, solo le interesa contentar a los gobiernos locales soltándoles chorros de dinero sin control ni supervisión.

La del estribo: tarde he descubierto la obra de Stefan Zweig, escritor y ensayista austríaco de principios y mediados del siglo pasado, un personaje de leyenda, de prolífica obra. He empezado por leer Américo Vespucio, la historia de un error histórico, Viajes y Momentos estelares de la humanidad. Pronto acometeré Fouché, el genio tenebroso, y María Estuardo, las que son consideradas sus obras cumbre.

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Crisis económica, Inacción, inseguridad ciudadana, Prevención del fenómeno del Niño

Todos los proyectos de reforma del sistema de pensiones que se vienen discutiendo -los del Ejecutivo y los de la Asociación de AFPs- son fallidos y a pesar de incluir algunos conceptos interesantes (como obtener la renta futura de los pagos de IGV), olvidan lo esencial: la inmensa inmoralidad que supone obligar a la gente a aportar, con un porcentaje de su sueldo, a un sistema pensionario.

En la práctica, como ya hemos sostenido infinidad de veces, lo que hace el sistema es trasladar recursos de las clases medias a favor de grandes grupos de poder que rentabilizan para sí el inmenso volumen de capital amasado (las AFP siguen arrojando enormes utilidades a pesar de la caída de rentabilidad de los fondos individuales o de las sangrías sufridas por la liberación de los retiros).

La ecuación es sencilla: si bien las AFP aseguran una buena rentabilidad a los aportes, los mismos generarían una muy superior rentabilidad social a los afiliados si éstos pudieran utilizar ese dinero que se les retiene en contratar un seguro médico particular, inscribir en un colegio privado a sus hijos o en pagar una cuota de un crédito Mivivienda, por ejemplo.

Está probado que la inversión en capital humano durante la niñez y adolescencia genera ingresos futuros muy superiores respecto de quienes no tienen esa posibilidad. Pues bien, ese horizonte les es arrebatado a las familias de clase media formal en el Perú para canjeárselo por una pensión de jubilación para los padres -o solo uno de ellos- al cabo de cuarenta o más años.

La gran reforma del sistema de pensiones pasa por eliminar simplemente la obligatoriedad de los aportes tanto al sistema privado como al sistema público, y que ese dinero, que las empresas trasladan a las AFP o a la ONP, vaya directo como aumento de sueldo de los trabajadores para que lo destinen a lo que mejor crean conveniente.

No se trata tan solo de un tema de libertades individuales -que de por sí ya sería suficiente argumento para justificar la propuesta- sino de comparación de rentabilidades. El “capital familiar” crecerá mucho más si una familia decide invertir en salud y educación de sus miembros, o en vivienda, que en un sistema de acumulación financiera para asegurarse una pensión de jubilación. Como está diseñado, el sistema es un sifón que quita capital a la clase media para regalársela a los tres o cuatro grupos financieros que son los dueños de las AFP o, lo que es peor, al Estado, vía la ONP.

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AFPs, Aportes obligatorios, Libertades individuales, ONP, sistema de pensiones

En términos comparativos, América Latina es una región en la que casi no ha habido conflictos militares. Hoy mismo no hay ninguno vigente. Eso podría cambiar, sin embargo, radicalmente si el mundo sigue girando hacia la multipolaridad, con los Estados Unidos perdiendo el dominio geopolítico del planeta y, ya desde hace años, de la región sudamericana.

La creciente y expansiva influencia china en Latinoamérica, la estampida de los capitales norteamericanos, la pérdida de influencia del Brasil, y la aparición de populismos extremistas en varios países de la región, podrían generar, a futuro, condiciones predisponentes para que algo que hoy solo generaría un par de comunicados diplomáticos, pueda escalar impensadamente, contra todo lo previsto.

Solo imaginémonos que gane Antauro Humala las elecciones del 2026 e insista con su mirada de reconquista de los territorios perdidos en la Guerra del Pacífico. O pensemos que pueda ganar Evo Morales en Bolivia y vaya más allá de lo admisible en su pretensión de crear una nación aymara que incluiría territorio puneño. O supongamos que la falta de ecuanimidad de los gobernantes venezolano y colombiano, vaya, por encima de las simparías ideológicas que puedan tener, hacia operaciones de recuperación de la popularidad perdida a través de conflictos bélicos internacionales. O imaginemos al descentrado Petro alentando la penetración colombiana en la zona del Putumayo, del Perú. En fin, hipótesis de conflicto hay decenas.

Y todo ello, en medio de un escenario de disputa internacional entre megapotencias, como ya se ve en Ucrania, en Medio Oriente y, no nos sorprendamos, pronto en otras latitudes. Latinoamérica es una región rica, empobrecida por su pésima clase política y por haber seguido un rumbo económico fallido, pero con recursos naturales que la hacen apetecible para los intereses geopolíticos de las potencias mundiales.

Puede sonar a una perspectiva distópica pensar en una guerra en el continente, pero las dinámicas globales apuntan a hacer ello factible y la pregunta de rigor, que se cae de madura, es si el Perú está preparado para ello, no solo en términos de equipamiento militar sino de tejido de alianzas estratégicas mundiales. Por lo pronto, no nos cabe duda alguna que el gobierno mediocre y miope de Dina Boluarte no debe entender ni de qué se trata, pero las élites castrenses y diplomáticas ojalá ya estén pensando en qué hacer ante escenarios probables como los referidos.

 

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Pareciera que el fujimorismo no ha aprendido la lección del 2016, cuando su infeliz actuación parlamentaria le generó tantos pasivos y anticuerpos que luego Keiko Fujimori no pudo sortear la valla del antifujimorismo y cayó derrotada por el peor candidato presidencial que el Perú ha tenido en las últimas décadas: Pedro Castillo.

Hoy viene desplegando similar irresponsabilidad e impudicia política. Ayer acaba de blindar a la tercera vicepresidenta, Rosselli Amurús, involucrada en escándalos personales y en denuncias de irregularidades en contrataciones bajo su responsabilidad en el Parlamento.

Su propia bancada, Avanza País, había decidido someterla a censura, pero el fujimorismo y Alianza para el Progreso (¿César Acuña quiere arruinar el futuro político de su hijo, Richard?) la blindaron sin pudor ni rubor, rechazando debatir siquiera la moción, poniéndola a salvo de cualquier proceso sancionador que, como correspondía, la expectorara del cargo que desempeña con más desenfado que solvencia.

Lo que causa indignación es el sentimiento de abuso e impunidad con el que actúa la mayoría congresal, digitada por el fujimorismo, que le va a cargar inmensos pasivos a la candidatura presidencial de Keiko Fujimori el 2026 (o antes, si detonara una crisis política), tal como sucedió el 2021.

Lo que es más grave es que el daño no se lo va a producir tan solo a Keiko Fujimori sino a toda la derecha peruana, con la que el pueblo identifica al Congreso y al Ejecutivo, que compiten denodadamente por ganarse el trofeo a la mayor mediocridad política posible.

Ese 90% que desaprueba al Congreso se va a volcar en las próximas elecciones presidenciales por una candidatura antisistema, radical y disruptiva, y le va a ser casi imposible al discurso derechista competir con aquel estado de ánimo. La indignación popular en el interior del país es abrumadora y, al parecer, refractaria a cualquier campaña electoral prosistema, por más de avanzada y sofisticada que sea.

Solo con que el sur andino vote en la primera vuelta del 2026 como votó en la segunda vuelta del 2021 -como va a ocurrir, salvo que ocurra un milagro-, el candidato antiestablishment tendrá 15% de la votación en su bolsillo. Y mientras estas perspectivas nefastas se abren, el fujimorismo juega frívolamente a hacer política menuda en el recinto legislativo.

 

 

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Congreso, elecciones 2026, Fuerza Popular, Fujimorismo

Mientras subsista una Palestina oprimida, no habrá un Israel en paz. No hay justificación alguna a la salvajada perpetrada por el grupo terrorista Hamás, pero debe hablarse de lo sucedido poniéndolo en contexto explicativo.

Palestina viene soportando desde hace décadas la violación sistemática de los derechos humanos de su población por parte de las fuerzas de ocupación israelíes, que, más aún cuando asume el poder la extrema derecha -como es el caso ahora con Netanyahu- exacerban la represión.

La extrema derecha israelí -porque no es toda la población judía la que piensa así- quiere desaparecer a Palestina del mapa, sin importar las consecuencias ni los límites que el derecho internacional impone.

Los radicales palestinos -que tampoco es toda la población palestina- se retroalimenta de ello y así logran la hegemonía violentista que una vez más se ha desatado.

No habrá paz en el Medio Oriente mientras los países árabes no reconozcan al Estado de Israel, así como no la habrá mientras Israel no reconozca el derecho palestino a ser un Estado soberano, con sus fronteras originales ya fijadas por la ONU, al que no puede humillar y agredir cotidianamente, en base exclusivamente a su mayor poder militar, porque no lo ampara ningún derecho histórico para la disolución de su vecino palestino.

Es un conflicto al que el mundo no puede mirar de soslayo. Tal como están dadas las cosas en el nuevo orden mundial multipolar, una escalada militar que exceda los límites de lo admisible puede comprometer a otras naciones y ascender a un conflicto multilateral, si no se actúa con inteligencia y mesura.

Hoy Occidente debería ser el primero en presionar a Netanyahu para que no aproveche la infeliz circunstancia ocurrida hace algunos días para fortalecerse internamente y desplegar una estrategia militar sobredimensionada contra población civil inocente del lado palestino, porque quizás podrá lograr sus objetivos militares en el corto plazo, pero, muy lejos de haber sembrado la paz en la región, habrá abierto un periodo de violencia sin límites a la vista.

Así como la violencia histórica original empezó por la reticencia del mundo árabe a la sola existencia de Israel, lo que era un descomunal despropósito, hoy la misma transita por la torva vocación expansionista y xenófoba de la ultraderecha israelí que no quiere reconocer el legítimo derecho palestino a su existencia política como nación soberana.

Ojalá los raptos de lucidez de uno y otro bando se impongan sobre los halcones de la guerra, que, tranquilos ellos, mandan a morir a miles de ciudadanos sin importar el dolor presente y las consecuencias futuras de los desmanes mutuos.

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