[MIGRANTE AL PASO] De noche las calles más simples, aquellas que en el día parecen insignificantes y que nadie recuerda dos cuadras después de haberlas recorrido, toman un aura peculiar. Es como si se quitaran el disfraz rutinario que llevan bajo el sol y se atrevieran a mostrarse en su verdadera forma. Tal vez es mi astigmatismo el que distorsiona las luces y me hace verlas más alargadas, más espectrales de lo que en realidad son. O quizá es el silencio, un silencio que nunca se encuentra a plena luz del día, lo que cambia por completo la percepción. Ese silencio pesa, acompaña, se adhiere a las paredes desconchadas y a los postes, y termina por volver extrañas las mismas cuadras que a la tarde pasan inadvertidas. No todos conocen la noche y sus misterios. La ciudad se transforma, los personajes que caminan en ella se tornan más herméticos, como si cada rostro escondiera un secreto y cada rincón guardara un relato pendiente.
Siempre me ha costado dormir. En todas las ciudades donde he estado, nunca ha faltado la caminata de madrugada, acompañada por varios cigarros que se consumen con la misma rapidez con la que pasan las horas. Muchos creen que no estamos hechos para vivir de noche, que la oscuridad es contranatural, pero la realidad es que muchísima gente lo hace, y no necesariamente por gusto, sino porque hay un magnetismo difícil de explicar que empuja a algunos a preferir la penumbra. Allí, en la oscuridad, se esconde otro plano de la ciudad, un plano que convive con el visible pero que rara vez se cruza con él. A veces te encuentras con las mismas personas, aquellos que también se sienten más cómodos respirando el aire fresco y escaso de la madrugada. Los reconoces, aunque no hablen, aunque pasen de largo: comparten contigo la complicidad de la noche.
Se suele pensar que el crimen y el mal vivir reinan cuando cae el sol. Y puede ser cierto en metrópolis gigantes, donde el anonimato es absoluto y la violencia encuentra escondrijos en cada esquina. Pero en otros lugares la noche suele ser un tiempo de calma y de paz, un refugio donde las calles adquieren un carácter más íntimo, más cercano. Recuerdo en Buenos Aires, cuando mi vida estaba desordenada, sin estructura ni rumbo, me encontraba más despierto de noche que de día. Era una paradoja: mientras la ciudad intentaba dormir, yo me encendía, como si mis pensamientos solo pudieran articularse al margen de la rutina establecida. A lo largo de la historia, la noche ha sido siempre terreno de mitos y leyendas. Vampiros que seducen antes de hundir sus colmillos, asesinos que esperan agazapados en la sombra, fantasmas que aparecen en el umbral entre el sueño y la vigilia. Por eso tanta gente la teme: porque proyecta en ella todo lo que no entiende de sí misma.
Lamentablemente, hoy la inseguridad ya no necesita ocultarse en la penumbra. El día ha dejado de ser garantía de resguardo. Lo vemos a diario en nuestro país: los asaltos ocurren en avenidas repletas de gente, los crímenes suceden frente a cámaras y testigos. Los monstruos legendarios nunca fueron más que un reflejo nuestro; los verdaderos monstruos han sido siempre humanos, y pruebas de ello sobran.
Los primeros años después de salir del colegio la noche tomó un carácter distinto, más ruidoso y superficial. Se convirtió en sinónimo de fiestas, de locura, de peleas absurdas en discotecas, de amanecidas interminables que dejaban el cuerpo agotado y la mente vacía. La magia se esfumó y la oscuridad se volvió autodestructiva. La noche había perdido el misterio. Poco a poco comprendí que la vida nocturna no tiene por qué reducirse a un escaparate de excesos; puede ser, más bien, un espacio de contemplación y de recogimiento, un territorio donde uno se reconcilia consigo mismo.
Mis mejores recuerdos de la noche no provienen de esa etapa desenfrenada. Están en otra parte, en un tiempo más antiguo. De niño, en campamentos escolares o en las noches en la Cantuta, la oscuridad se vestía de aventura. Jugábamos a buscar fantasmas, a encender linternas que dibujaban figuras extrañas en los árboles, o nos reuníamos alrededor de una fogata donde algún padre de familia narraba historias de terror. Ese sentimiento de misticismo, de expectativa genuina ante lo desconocido, es casi imposible de reproducir en la adultez. Se extraña bastante. Era un miedo sincero, cien por ciento puro: la convicción de que algo sobrenatural podía aparecer en cualquier momento y obligarnos a salir corriendo.
Recuerdo la sensación de hacerme el valiente y regresar solo al bungaló o a la carpa. Doscientos, trescientos, quinientos metros a oscuras podían convertirse en una eternidad. Caminaba intentando controlar el impulso de correr, mientras mi respiración se aceleraba con cada paso. En uno de esos paseos escolares me ofrecí para acompañar a una amiga; el trayecto de ida fue fácil, lleno de bromas y risas nerviosas, pero el regreso en solitario fue espantoso. Hasta hoy me acuerdo con nitidez del miedo que sentí. Imaginaba que uno de los fantasmas de los que tanto habíamos hablado iba a aparecer de repente y que mi corazón se detendría al instante. Visualizaba mi cuerpo petrificado en medio del bosque, encontrado por los demás al día siguiente. Fue tanto el miedo que todavía recuerdo los pensamientos exactos que me atravesaron: trataba de aparentar coraje, pero en el fondo probablemente era el más miedoso de todos.
La noche tiene ese poder: despoja a las personas de sus máscaras. Lo que somos, lo que sentimos en lo profundo, se revela bajo la oscuridad. Quizá por eso me atrae tanto, quizá por eso nunca he dejado de buscarla, de recorrer sus calles y de medir mi propio miedo, mi propia curiosidad, frente a lo desconocido. La noche, con todos sus riesgos y con todas sus promesas, sigue siendo el escenario donde mejor se refleja nuestra humanidad.