[MIGRANTE AL PASO] En un segundo piso, con ventana a la calle, en la esquina de Arenales con Pueyrredón. Encima de la tienda de Franuis. Cuando no podía dormir, solo tenía que bajar y comprarme un pomo entero de esas cerezas heladas bañadas en chocolate, que en ese momento eran una novedad absoluta. Escribía un intento de novela entre dulces, Coca-Colas y cigarros. Con la laptop en la cama y una pésima postura para usar el teclado. Entre los malos hábitos y el descuido físico, me despertaba con el cuerpo de un viejo.
Usaba nuevos estilos, exploraba temas y formas, pero siempre me topaba con lo que para mí sigue siendo el mayor reto literario: los personajes femeninos. Todo comenzaba bien, fluido, hasta que intentaba introducir a una mujer en la historia. Simplemente no salía bien. Lo que siento al leer, ver series o animes, me sucede también en la vida real: cuando una ficción es creada por una mujer, los personajes femeninos se sienten reales, no estáticos; cuando es al revés, rara vez ocurre lo mismo. No es que uno no pueda imaginar, sino que hay algo en la manera en que la realidad se impone sobre cada cuerpo que transforma la propia percepción.
El otro día conversábamos en familia, un domingo cualquiera. Alguien comentó el miedo a subirse a un ascensor, y no por claustrofobia ni por temor a quedarse atrapado, sino por la posibilidad de que suba otra persona y no haya escapatoria. Jamás en mi vida se me habría cruzado por la cabeza. En esas pequeñas cosas te das cuenta de la enorme diferencia con la que percibimos la realidad según el género. Solo por haber nacido hombre o mujer, habitas un mapa distinto del miedo. Vivimos en un país donde el machismo y la violencia de género son tan frecuentes que ya ni sorprenden, y eso, precisamente, es lo más grave.

En un curso de escritura creativa nos daban un tema al azar y teníamos que escribir un pequeño relato. Esa vez era una sala de operaciones. Yo recurrí a mi propia experiencia: una fractura en la mano, el quirófano blanco, las luces encima y el sueño que llega contando hasta 10. Parecía casi placentero. Era el único hombre del grupo. Cuando leí los textos de las demás, noté un tono mucho más fuerte, en muchos, agresivo. Sus versiones estaban llenas de cuerpos que sangraban, de miedo, de resistencia. No sé cuál es la respuesta, pero entendí que el mundo en sí es más violento con las mujeres, y eso inevitablemente altera las versiones que cada uno tiene de nuestro alrededor.
Fue en ese curso que me di cuenta de mi dificultad para escribir personajes femeninos. Aprendí mucho ahí. Para empezar, que los personajes son personajes, nada más. No deberían tener una diferencia por género, sin embargo, la tienen. No todos los hombres son iguales, ni todas las mujeres lo son, pero hay algo que los atraviesa: la experiencia del mundo, que no se puede inventar sin pensarla o vivirla antes.
Desde hace años intento identificar micromachismos en mi forma de pensar y vivir para poder cambiarlos. Lamentablemente, por la simple influencia de nuestra historia, todos cargamos con ellos. La idea es detectarlos y desactivarlos. A veces aparecen disfrazados de humor o de costumbre. Uno los descubre en los detalles más mínimos: la imagen automática que se te viene a la cabeza cuando piensas en un “doctor” o en un “abogado”; o cuando no entiendes por qué alguien teme entrar sola a un ascensor.
Vivir en Lima ya implica mirar a todos lados por miedo a un robo o a un accidente. Imagínate eso, pero sumándole una legión de mirones, acosadores, tipos que te siguen. Cuando por fin te permites imaginar esos escenarios, solo da rabia e impotencia. No porque lo hayas vivido, sino porque puedes acercarte a entender lo que significa vivir con esa tensión diaria. Así crecen la mayoría de mujeres en el mundo: midiendo las distancias, calculando las rutas, leyendo las miradas. En algunos países será más sutil, en otros brutal, pero en ninguno deja de existir. El nuestro, sin duda, está entre los peores.
Al final uno escribe personajes pensando que los controla, y es al revés. El mundo que creaste solo acepta cierto tipo de individuos, y eso dice mucho. Al no entender por completo el mundo femenino, los miedos a los que se enfrentan, es probable que el mundo que cree con letras no me permita escribir sobre esos personajes que no comprendo y creía que sí. Quizás por eso la escritura también sea una forma de autoconocimiento: cada límite narrativo revela uno personal. Y hasta que no amplíe mi mirada, los personajes seguirán hablándome desde lejos, pidiendo un espacio que todavía no sé construir.







