Testigo en 28 de Julio

Testigo en 28 de Julio

Era un umbral en el que ingresabas a lo prohibido, un espacio de riesgo y calma. Un submundo a pocos metros de mi cuarto. Cuando terminaba el año escolar nos metíamos, pasábamos por restos de lo que fue una casa

[MIGRANTE AL PASO] La calle en otro tiempo, tenía sus baches, poca iluminación y veredas irregulares por las fuertes raíces que rompían todo a su paso al crecer, especialmente, cuando se trataba de árboles antiguos. Existía un cable que se cubrió de enredaderas y caía como una cortina verde y misteriosa; de día las ardillas atravesaban de un lado al otro. Si tenías suerte, camino hacia el acantilado, en esta pequeña cuadra, una luna descomunal te recibía casi a la misma altura. Nada como ingresar a tu hogar tras contemplar un paisaje.

Regresaba de noche, después de una parrillada con amigos. Reuniones que cada vez son menos frecuentes. Algo que no me gusta de la adultez: puede ser más solitaria. Antes de estacionarme me quedé observando hacia el final del jirón a través del parabrisas. La pelota se escuchaba cuando golpeaba contra el garaje de madera. Uno tras otro. El niño con guantes, uniformado, saltaba de un lado para otro. Sonreían. El hombre pateaba y el pequeño atajaba. No presenciaba algo así hace mucho. Sentí que, después de todo, no todo está corrompido. Una vivencia sencilla, pero nostálgica y hermosa. Me transmitieron el buen ánimo. En esta misma calle, 28 de Julio, hacíamos lo mismo. Ventanas rotas y vecinos que nos gritaban por golpear sus autos de un pelotazo. Palos de arco. Ronaldo, Tévez y Shevchenko a nuestras espaldas. Gritábamos como si disputáramos una final. Todo eso genera una breve experiencia.

En el entorno en que creces, inevitablemente tu psique va llenando las estructuras arquetípicas; personajes y espacios cumplen un rol. Algunos varían, otros permanecen. Ya sea un barrio, un colegio o solo tu casa. Nuestros padres eran la autoridad y la ley. Mi abuela era la guía, el sabio, el mago que nos acompañaba en aventuras. En mi hermano veía al héroe y al rival, pero sobre todo al compañero. Solo con eso ya puedo imaginar incontables relatos bajo ese sistema. No podían faltar nuestros guardianes, nuestros centinelas salvajes y feroces, la fuerza caótica para desatar temor que todo niño necesita como protector. Primero fue un pastor alemán gigante, luego muchos más.

—¡Fran, anda a comprarme cigarros, porfa! —me decía mi padre. En ese tiempo fumaba y me convenía, porque me quedaba con el vuelto y de paso una gaseosa y un chocolate. Iba con mi perro, más grande que yo. Entraba a Piselli, bar legendario de la esquina de mi casa, caminaba entre las mesas redondas con sillas antiguas. Olía a madera y a viejo. Todo lleno de botellas en las paredes y, en un par de mesas, el grupo de siempre. Unos ancianos que siempre me trataron bien, definitivamente mejor de lo que se trataban a ellos mismos. No importaba la hora, siempre estaban allí. En ese oscuro sitio encontraba la decadencia del caído en el grupo de marginados. Encarnaban un destino trágico, pero no llegaban a ser de una energía negativa, por lo menos así es en mis recuerdos.

—¡Mi gordo! —me gritaba el Zorro, quien atendía en la cantina. Lo percibía mayor, pero habrá tenido 20. Me daba lo de siempre. Ya era conocido. El joven carismático me salvó de robos y peleas cuando, ya más grande, exploraba las noches barranquinas.

El PlayStation era el entretenimiento dentro de casa, pero en la calle las pichangas 3-3, el skate y carreras en bicicleta cumplían ese papel. Como siempre, alguien debía ser el villano. Un viejo cascarrabias, gordo, calvo y bajo. Como verán, muy feliz no estaba. Era el opositor. Nos gritaba cada vez que le caía una pelota en su coche, un Yaris turquesa. Buen gusto tampoco tenía. Nos hacía la vida insoportable. Ponía nuestra libertad en tensión. Felizmente éramos reactivos y un poco locos. En represalia, colocábamos palos cerca de su carro para que tuviera que moverlos cuando quisiera salir. Un poco de ejercicio tampoco le venía mal. Había otro personaje sombrío pero ambivalente: no era negativo, pero sí un tanto siniestro. También, un lugar.

A pocas casas de la emblemática cantina, había una vivienda antigua. Parecía que cualquier temblor la derribaba. Vivía una señora canosa; nunca le vimos el rostro porque el cabello siempre lo cubría. Caminaba encorvada. Daba miedo, pero no dejaba de ser una anciana. Le decíamos “la bruja”. Simbolizaba el misterio y enlazaba, dentro de nuestra cosmovisión infantil, con el otro extremo de la calle, donde ya no había salida: llegabas a una pared de enredaderas y árboles, en los cuales varias veces me estrellé en bicicleta por no saber frenar. Dentro de esa selva —el Amazonas para una mente que recién está descubriendo el mundo— se ocultaba un pasaje secreto, uno que descubrimos en alguna exploración ya olvidada.

Este era un portal hacia otro mundo, como la puerta torii en un templo sintoísta. Era un umbral en el que ingresabas a lo prohibido, un espacio de riesgo y calma. Un submundo a pocos metros de mi cuarto. Cuando terminaba el año escolar nos metíamos, pasábamos por restos de lo que fue una casa. Quedaban ruinas, un arco de pared intacto. Se podía ver dónde estaban los cuartos y la cocina. Un enorme hueco con un mueble dentro era un hoyo negro de sentimientos reprimidos, miedo y lo no dicho. En este lugar, como rito de paso, quemábamos los cuadernos del año de estudio y nos quedábamos viendo el fuego largo rato. Pasamos mucho tiempo en ese sitio, nos gustaba jugar con la sombra.

Ahí estaba yo. El viajero entre mundos. El niño-héroe que aún se mantiene en formación. Y ahora, como guardián de la memoria y cronista, desempeño el rol de testigo: el que observa y lo cuenta.

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