[MIGRANTE AL PASO] Las cosas han cambiado, te lo dice alguien de 31 años. Un viejo para los niños y un niño para los viejos. ¿De verdad puedo afirmar algo como eso o simplemente estoy cayendo en la decadencia ideológica que muchas personas padecen al envejecer? ¿Quiero caer en eso? Definitivamente no. Recuerdo de niño cómo me peleaba sin miedo con los señores y señoras cascarrabias que no nos dejaban jugar. Desde el clásico “le vas a hacer daño a mi carro con la pelota” hasta “estás malogrando las veredas con tu skate”. Supongo que siempre hay esos tipos de personas, alérgicas a la alegría e intolerantes a disfrutar de la vida, incapaces de recordar que ellos también fueron niños alguna vez.
Cada persona es un mundo distinto, lo tengo claro. A veces me acusan de haber perdido empatía, pero la verdad es que si el mundo del otro invade el propio, siento que tienes todo el derecho de defenderte y, si es necesario, como yo lo hice en su momento, a golpes e insultos. Yo te hablo de defenderme de gente que intentaba ser abusiva o de profesores que gritaban desquiciados a un niño travieso. Es fácil decirlo para mí, porque mis adversidades no han llegado a más que esas nimiedades. Pensándolo en grande, lo que ocurre en nuestro país se está saliendo de control; el mundo de estos mafiosos, extorsionadores y buenos para nada está invadiendo brutalmente la vida de un gran porcentaje de trabajadores que lo único que quieren es mejorar su forma de vivir. Sin embargo, ahí no hay cómo defenderse; no puedes agarrarte a golpes con ellos ni insultarlos. La situación ya escaló a niveles tenebrosos. O te dejas abusar o mueres. Es así de simple la advertencia que le llega diariamente a cientos de peruanos. Y quienes deben protegernos cumplen una labor paupérrima y, lamentablemente, muy probable que hasta cómplice.
La policía de la nación es una vergüenza. Los políticos, no sé cómo pueden dormir tranquilos. Lamentablemente, nosotros también somos culpables. Por años y años se han aprovechado de nosotros y no hemos hecho nada. Parece que recién está despertando la gente, pero fue por la falta de acción que hemos llegado a lo que somos ahora: una nación de violadores, delincuentes y descerebrados al mando. Con excepciones, por supuesto, porque aún queda gente decente, honesta y cansada de tanta miseria moral.
No he vivido mucho tiempo, ni soy historiador. Solo he tenido épocas donde he leído bastante y estudios inacabados de todo tipo. El caos y el orden se van rotando de manera cíclica, y se ha repetido desde que la sociedad existe. Con todo lo que está pasando en todo el mundo, está claro en qué momento nos encontramos.
Después de salir del colegio, elogiaba el caos. Me gustaba salir, emborracharme, ir a fiestas, manejar de manera imprudente y pelearme en las calles. No tener el control de lo que sucedía era algo placentero. Yo pensaba que eso era el caos, pero estaba equivocado. Me intentaron robar y me defendí a golpes; hoy me habrían matado. A los 16 años me peleé con varios policías que intentaron amenazarme; hoy también estaría muerto. O a manos de los criminales o de los oficiales de seguridad. En conclusión, en solo diez años el límite de la violencia ha escalado drásticamente. Si actuara hoy como actué de más joven, mis padres tendrían un hijo muerto. Sería uno más de las cientos de madres y padres que ven a sus hijos en la mañana y en la noche tienen que ir a reconocer un cadáver. Eso es caos de verdad, y tiene corona. La tiene el más salvaje y desquiciado, el que no respeta nada ni a nadie.
Hace ya varios años, recién había sacado mi brevete y era de las primeras veces que manejaba. Yo iba feliz, me sentía un adulto realizado solo por tener carro y manejar. Escuchaba música a todo volumen, una mano en el timón y la otra afuera con un cigarro. En mi cabeza me veía genial. Regresando de la primera universidad en la que estuve, en un tráfico espantoso, las combis comenzaron a meterse en contra para adelantar a toda la fila de carros. Yo, entre delirios de justiciero y un poco de pleitista, me puse entre los dos carriles para que ya no pudieran avanzar los que querían colarse. Una combi se trepó a la vereda y frenó a mi costado para insultarme. Gritándonos de todo, de ventana a ventana.
—Estás loco, vas a atropellar a alguien y lo que estás haciendo es ilegal —le digo molesto.
—¿Ilegal? —me dice sonriendo—. ¿Y acá dónde está la autoridad?
Me dejó sin palabras. Igual no lo dejé pasar, pero me quedé pensando y se me quedó grabado. Entonces, si han cambiado las cosas o los tiempos ahora son distintos, no importa. Finalmente, esa pregunta permanece: ¿en dónde está la autoridad ahorita?