La pregunta, entonces, es obvia: ¿adónde irán a parar los votos del vizcarrismo? No hablamos de una corriente menor. Vizcarra, guste o no, ha logrado mantenerse como una fuerza electoral significativa, alimentada por un electorado desafecto, resentido con la clase política tradicional y convencido de que el expresidente encarnaba una suerte de “venganza” contra el sistema. Ese bolsón de votos no va a migrar hacia López Aliaga, ni hacia Keiko Fujimori, ni hacia Carlos Álvarez. Todos ellos, de un modo u otro, representan el statu quo que Vizcarra combatió. Son, además, enemigos declarados o adversarios naturales de su narrativa.
Lo más probable —y aquí conviene no engañarse— es que esos votos se desplacen hacia alguna candidatura de izquierda o hacia un nuevo emergente antisistema, si es que aparece a tiempo. Porque el vizcarrismo no es de izquierda por convicción; es de izquierda por rabia. Es el voto de la decepción, del castigo, del “que se vayan todos”. Y ese sentimiento suele buscar refugio en opciones que prometen ruptura, no continuidad.
Paradójicamente, este corrimiento podría equilibrar el endose que la derecha ha comenzado a recibir gracias a la vacancia de Dina Boluarte y al sorprendente nivel de aprobación del presidente José Jerí. Si la derecha crece por el lado institucional, la izquierda podría fortalecerse por el lado emocional. Y el país, otra vez, quedaría partido entre dos pulsiones: la demanda de orden y la tentación del castigo. Un equilibrio inestable, pero muy peruano.
–La del estribo: algunas recomendaciones cinéfilas: Frankenstein, de Guillermo del Toro; Drácula, de Luc Besson; En la mano de Dante, de Julian Schnabel; y Sirat, de Oliver Laxe (candidata al Oscar como mejor película extranjera). La primera en Netflix, las demás en su proveedor favorito.
