El dato no es menor: en Bolivia, poco antes de las elecciones, un 30% de los votantes se declaraba indeciso. En el Perú, ese porcentaje es todavía más dramático: llega al 50%. La mitad del electorado no sabe aún a quién entregar su voto, y eso constituye un terreno fértil para una sorpresa de magnitudes históricas.
Pero mientras en Bolivia el rechazo se volcó contra la izquierda oficialista, aquí en el Perú será la derecha gobernante la que pagará la factura. Porque Dina Boluarte, aunque llegó de la mano de Pedro Castillo, ya no es percibida como una prolongación de él ni de Vladimir Cerrón. Su gobierno, marcado por la represión, la ineficacia y el sometimiento a un Congreso corrupto, ha quedado asociado en el imaginario popular a la derecha más cínica y mercantilista: la de Keiko Fujimori, la de César Acuña, la de los grupos que usufructúan de la desgracia nacional con descaro y sin pudor.
Es esa derecha, autoritaria y oportunista, la que el pueblo siente como responsable del desastre. De allí que la reacción, cuando llegue, no será tibia ni matizada: será un rechazo frontal, visceral, de consecuencias imprevisibles. Así como en Bolivia emergió un outsider que canalizó la rabia ciudadana, en el Perú podría irrumpir una figura inesperada, alimentada por la indignación contra Boluarte y quienes hoy se reparten el poder como si fuera un botín.
Estamos, pues, frente a un escenario que preludia lo inesperado. La historia latinoamericana enseña que cuando el pueblo se siente traicionado y sin salida, se aferra al primer caudillo que encarne su frustración y su esperanza. Y en el Perú, hoy, esa marea de indecisos parece aguardar la chispa que active el incendio político que, tarde o temprano, consumirá este orden decadente.