Normalmente, los gobiernos democráticos de primer orden empiezan sus tareas gubernativas desechando algunas políticas públicas de sus antecesores e incorporando las que ellos mismos ofrecieron en campaña. Así, se produce un ligero cambio de acento que asegura la continuidad democrática y no altera los patrones de conducta ciudadana de manera dramática.

Eso no sucede ni puede suceder en países con democracias precarias, sin ciudadanía activa y con serios problemas políticos y económicos, como es el caso del Perú. Acá se requiere casi de una refundación republicana.

Por lo pronto, es necesario emprender dos grandes operativos de desmontaje. Uno económico y otro político. En el económico, se debe recuperar la dinámica de mercado estrenada en los 90 y continuada con éxito superlativo por los regímenes de Toledo y Alan García, tanto que se redujo los niveles de pobreza a niveles de país de mediano desarrollo y al borde de ingresar a la OCDE.

Eso se cortó abruptamente con el ingreso al poder de Ollanta Humala. No fue el chavista que muchos temían, pero su talante colectivista lo hizo amañar gabinetes repletos de políticos que no creían en el libre mercado y llenaron de sobrerregulaciones casi todas las actividades económicas. Es impresionante la ralentización del proceso de inversión privada que ello ha ocasionado y que, por supuesto, un régimen frívolo e indolente como el de PPK ni siquiera se tomó el trabajo de desmontar.

La otra tarea refundacional que debe emprender el gobierno que ingrese el 2026, si acaso, por suerte, es de centroderecha democrática (o de centroizquierda democrática), será recuperar los fueros institucionales democráticos que este pacto infame del Ejecutivo y el Legislativo se ha encargado de ir demoliendo de a pocos, pero sostenidamente.

Si alguien tiene sangre en el ojo contra el Ministerio Público, víctima de un abuso fiscal producto, mondo y lirondo, del rencor de la fiscal Marita Barreto por publicaciones críticas contra ella, es quien escribe, pero no por ello me voy a sumar al cargamontón contra el Eficoop, o a los intentos del Legislativo de violentar las normas constitucionales para cortarle los fueros al Ministerio Público e, inclusive al Poder Judicial.

Sumémosle la contrarreforma política, la destrucción de la reforma universitaria y muchas más perlas y entenderemos que en esta materia se requiere reconstruir mucho de lo que se había avanzado en los lustros anteriores, y que los Atilas de la plaza de Armas y la plaza Bolívar se han propuesto desbaratar con impunidad y soberbia ignorancia constitucional.

La derecha aplaude enfervorizada cuando cuestionamos las actitudes antidemocráticas de la izquierda, pero no debería tener sustento para hacerlo cuando en ella misma anidan pulsiones autoritarias esenciales.

Es la derecha que sigue sosteniendo que el triunfo de Castillo fue producto de un fraude, la que abomina de las políticas de género y luego se desgañita pidiendo pena de muerte para los violadores, la que aplaude la prescripción de los delitos de lesa humanidad, la que defiende la represión policial de fines del 22 e inicios del 23 (“tantos muertos como sea necesario para recuperar la paz” llegó a decir uno de sus más preclaros representantes), que se emociona hasta las lágrimas con los arrebatos autoritarios del Congreso pretendiendo tirarse abajo la autonomía de los organismos de justicia o destrozando la reforma universitaria, la que saluda los disfuerzos autoritarios de alguien como el alcalde limeño que quiere tumbarse el Lugar de la Memoria.

Y no es poca y viene en proceso de crecimiento, contaminando inclusive a representantes políticos que uno estimaría de centroderecha o que ahora pretenden postular a la Presidencia bajo las banderas de un centro convocante, pero que en muchas de sus declaraciones sobre alguno de los temas mencionados dejan entrever un talante autoritario preocupante.

El déficit democrático de nuestras élites políticases pavoroso. La democracia representativa, la formal, la burguesa, la clásica, ha dejado de movilizar a la ciudadanía y su clase política reacciona frente a ello sin tratar de virar el rumbo equivocado de la población, sino acomodándose a dichas tendencias sin rubor.

La derecha, en particular, viene retrocediendo en criterios de libre mercado, formas democráticas y defensa de las libertades civiles. Está cada vez más bruta y achorada y hay que hacer votos, por ello, para que los representantes lúcidos de ella, que se alinean en nuevos partidos, se consoliden y crezcan lo suficiente para disputarles el protagonismo estelar que de otra manera esa otra derecha radical va a tener el 2026.

La del estribo: notable la puesta en escena deMuseo de la ficción I. Imperio, una versión original del clásico Macbeth. Es una videoinstalación performática que se presenta por primera vez en Lima y en Latinoamérica, obra del artista Matías Umpierrez y protagonizado por dos grandes del teatro mundial como Ángela Molina y Robert Lepage. Va en el ICPNA hasta fines de agosto, en doble función, a las 6 y a las 8 pm. Entradas en Joinnus.

Sigue la saga: valioso aporte a la historiografía crema la del periodista Pedro Ortiz Bisso, con su libro 100 años, 27 títulos, 11 historias, donde relata anécdotas y experiencias vitales del club de sus amores, con un estilo narrativo directo y puntual. Un aporte más al centenario del más grande.

Van a tener que trabajar mucho, sostenida e inteligentemente, los candidatos de la centroderecha y centroizquierda democráticas, para lograr enfrentar la tendencia a que el 2026 irrumpa con inesperada contundencia un candidato antisistema, radical, populista y/o autoritario.

Las condiciones están dadas para que ocurra algo semejante. Tenemos un Estado débil, incapaz de desplegar políticas públicas y mucho menos de brindar servicios esenciales de calidad, la gente está irritada y furiosa por ello (todas las encuestas coinciden al respecto), la clase media -sostén histórico de las democracias- está disminuyendo a pasos agigantados (o por la pobreza creciente o por la emigración masiva de sus miembros).

En el mundo, además, las democracias occidentales han perdido su hegemonía ante la aparición de la China y la revitalización de Rusia, rompiendo el monopolio que después de la caída del muro de Berlín ejercieron los Estados Unidos y la Unión Europea. Es más, en las propias democracias occidentales, la democracia misma está seriamente amenazada por la irrupción de la derecha radical autoritaria.

En el caso peruano se suma el desgaste de la transición democrática post Fujimori por no haber sido capaz de afrontar los desafíos sociales que le correspondían, limitándose a gobernar en piloto automático.

El fenómeno no es nuevo. En circunstancias parecidas han emergido Fujimori, Bukele, Milei, Bolsonaro, Correa, Chávez, Castillo, el propio Trump, para no hablar de los extremistas europeos.

Las cartas vienen jugadas en ese sentido. Por el lado izquierdo, un Antauro o un Bellido; por el lado derecho un Butters o un Álvarez. Si el gran centro democrático no se pone las pilas y no toma consciencia del grave riesgo de la fragmentación y la futilidad de las campañas cortas, perderá sin atenuantes las próximas elecciones.

Que nadie se dé después por sorprendido. Si al coctel mencionado, le sumamos, la penetración de las redes sociales y la destructiva participación de los dineros ilegales en las campañas -seguramente apoyando a los candidatos disruptivos- entenderemos la magnitud del desafío. Ojalá lo entienda el poco de clase política democrática decente que subsiste en el país.

Uno ya no sabe si está ante un cuadro de cinismo desembozado, o un estado de confusión moral e ideológica pavoroso, cuando escucha a la excongresista Indira Huillca, escamotear las inquisitivas preguntas de Jaime Chincha respecto del caso de Venezuela y si lo que allí se vive califica como dictadura, respondiendo que sí, pero que es igual a la que se vive en el Perú.

Fuera de la retórica y demagógica calificación de “dictadura congresal” que la izquierda se ha inventado para definir la prepotencia y daño democrático que nuestro Legislativo, sin duda, está perpetrando, no hay forma, ni en la más enfebrecida imaginación, que pueda hacer que se califique el gobierno de Dina Boluarte como dictatorial.

Acá el Congreso puede hacer idioteces, pero no ha sido capaz siquiera de tumbarse a la Junta Nacional de Justicia y sus leyes son desacatadas por el Poder Judicial, explícita o tácitamente (como en el caso de la prescripción de los delitos de lesa humanidad); la prensa actúa independientemente y mayoría, si no la totalidad, es crítica del régimen; la sociedad civil (ONGs y gremios empresariales) opera con libertad y autonomía y sus integrantes pueden decir, como lo hacen, lo que les viene en gana sin temer ser encarcelados al día siguiente o sufrir represalias económicas.

Hubo muertes injustificadas a fines del 2022 e inicios del 2023, y la justicia ya tiene un camino trazado para juzgar a los responsables (inclusive el Ministerio Público ha presentado denuncia constitucional contra la presidenta). En una democracia también ocurren violaciones a los derechos humanos, pero, a diferencia de Venezuela, que tiene más muertos en su haber, acá hay un derrotero de justicia que al final del día sancionará a los culpables.

¿Algo así podría ocurrir en Venezuela? Allá se detienen a los opositores, se ha acogotado a la prensa independiente hasta casi hacerla desparecer, las ONGs no existen y los gremios empresariales que osen protestar sufren de inmediato expropiaciones o severos castigos y la represión asesina a diario a opositores. Los poderes del Estado (el sistema judicial y electoral) están copados por el gobierno y éste es capaz por ello de tramitar un fraude escandaloso como el de las últimas elecciones presidenciales.

¿Puede Indira Huillca, sin ruborizarse, decir que vivimos en una dictadura como la venezolana? Eso lo dice para rebajar el calificativo que le endosa al régimen de Maduro y demuestra una vez más, lamentablemente, que un sector importante de la izquierda peruana ha involucionado y ya no tiene entre sus banderas a enarbolar la de la democracia.

Este es un gobierno que brilla por su ineptitud. En diversas conversaciones sostenidas con la dirigencia magisterial del SUTEP, tanto el Ministerio de Educación como el MEF habían llegado a diversos acuerdos que iban a ser tenidos en cuenta en el pliego presupuestal del próximo año.

El gobierno, haciendo caso omiso a su propia palabra, ha decidido romper su compromiso y pretende aprobar un Presupuesto General en el que no se incluirían ninguno de los acuerdos tomados. Como resultado de ello, el SUTEP, gremio que agrupa a 320 mil maestros y que el pasado 23 de mayo convocara a un exitoso paronacional que diera lugar a inmensas movilizaciones callejeras en todo el país, ha decidido iniciar desde hoy una huelga de hambre en cuatro macrorregiones y, de seguir siendo soslayado, convocar a una pronta huelga nacional indefinida.

No solo estamos frente a un incumplimiento de la palabra oficial empeñada sino frente a un acto de torpeza política mayúscula del régimen. Como hemos sostenido recientemente, este gobierno no va a caer por acción del Congreso (jamás van a vacar a Dina Boluarte), pero un movimiento de las masas en las calles, que ya están en punto de ebullición -como se aprecia por diversos actos aislados de furia popular-, sí puede ser el detonante de su caída.

Este gobierno, que dilapida recursos, de la mano de un Congreso populista, no es capaz de cumplir acuerdos básicos, que deberían llevarlo a cumplir la Constitución, que asigna el 6% del PBI al sector Educación, está jugando con fuego.

Una movilización beligerante de la masa magisterial puede ser el gran gatillador de la indignación popular respecto de un régimen que apenas tiene 5% de aprobación. El ministro de Educación y el titular del MEF son ciegos frente a esa posibilidad. Ojalá el premier Adrianzén, quien parece más ducho en política, se dé cuenta del grave riesgo que implica tener a todo el magisterio movilizado y el potencial de contagio y de detonante de la furia callejera que ya las encuestas reflejan, pero que aún no cuaja en protesta pública.

Una respuesta lacerante, por los efectos corrosivos que contiene para la democracia, es aquella que responde a la pregunta de cuán interesada está la ciudadanía respecto de la política.

Según la última encuesta de Datum, al 43% le interesa poco informarse sobre política y al 28% le interesa nada, 71% a la que le resbala simplemente todo lo que tiene con ver con la política nacional.

Esta respuesta calza perfectamente con otra medición del IEP, donde al 68% de la población le interesa poco (26%) o nada (42%) la política. Un desdén por los asuntos públicos de gobierno alarmante.

Alarmante porque supuestamente transitamos por una seria crisis política, que tiene los reflectores de la prensa permanentemente prendidos sobre ella, pero que a pesar de tal, no concita el desvelo de la mayor parte de la ciudadanía, a quien seguramente la preocupa mucho más el futuro de Cueva en el fútbol peruano que lo que acontece en el damero de Pizarro o la plaza Bolívar.

Ese ciudadano “alpinchista” es el que luego, como suele suceder en el Perú, vota por joder, y así, aparecen candidatos que reflejan ese estado de ánimo y generan una ruleta de la suerte que, al final, puede tirar por la borda años de esfuerzo partidario, programático, de convocatoria de buenos equipos de gobierno o listas congresales.

Tiene que ver también este desinterés con la poca movilización ciudadana que genera el actual statu quo, con una alianza fáctica deleznable y funesta entre el Ejecutivo y el Congreso. A la mayoría no le importa. Está más preocupada -como también revelan las encuestas- en superar el páramo económico, la sensación devastadora de que la corrupción nos gobierna y la terrible incertidumbre vital que genera la descontrolada inseguridad ciudadana.

El resultado de todo ello es una anomia republicana que reviste los peores pronósticos para el 2026. Pobladores sin república debió haberse llamado el libro de Alberto Vergara. La ciudadanía es una aspiración colectiva aún pendiente.

 

Ya uno no sabe qué conclusión extraer respecto de las encuestas de autodefinición ideológica. Varían entre sí y a veces, dependiendo de la fecha en que se realizan, lo hacen sideralmente dentro de la propia encuestadora.

La última encuesta de Datum, por ejemplo, señala que el 27% de la ciudadanía se identifica de derecha, 21% de centro y 13% de izquierda. El resto de encuestadoras arroja casi un empate, con mayor predominio del centro.

Dicho sea de paso, una sugerencia a las encuestadoras: deberían repreguntar a los encuestados por qué se dicen de derecha, de centro o de izquierda. Ello podría ayudar mucho a trazar un mejor mapa de identidades ideológicas, aun cuando nos resulte claro que no es un predictor electoral (ya hemos visto el 2021 a gente de derecha, o autodefinida así, votando por Castillo)

Vamos a elegir, por ello, un aspecto de la respuesta que, para el caso, nos parece más relevante: 34% no se identifica con ninguna de ellas y en abril de este año solo decía no hacerlo el 21%. En la triada derecha-centro-izquierda, las cifras casi no se mueven entre ambas fechas.

Esta aparente desideologización sería el mejor reflejo del creciente hartazgo ciudadano por la política, esta sí corroborada por todas las encuestadoras. Y ese grueso sector poblacional es materia prima dispuesta a terminar votando por algún candidato radical antisistema, que prometa patear el tablero, poner el país de cabeza y refundarlo desde sus cimientos, por lo general una propuesta autoritaria y vertical.

Ese es el mayor peligro al que nos asomamos el 2026. Porque si le sumamos la inmensa fragmentación (habrá cerca de 60 candidatos), la posibilidad de que con un 7 u 8% de la votación un candidato pase a la segunda vuelta es muy alta, como sucedió el 2021, con las consecuencias políticas que hasta hoy sufrimos.

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La lideresa de Fuerza Popular y el dueño de Alianza para el Progreso, Keiko Fujimori y César Acuña, respectivamente, deben pagar una factura colosal el 2026, cuando intenten postular a la Presidencia, por el apoyo desembozado al delictivamente mediocre régimen de Dina Boluarte.

El pueblo debe tener memoria histórica y recordar que el gobierno repudiado por el 95% de ciudadanos, se sostiene gracias al apoyo que le brindan estas dos agrupaciones en el Congreso (junto a Avanza País y Perú Libre) a cambio de migajas de poder, que revelan la entraña miserable de las dos agrupaciones señaladas.

En particular, destaca el caso de Keiko Fujimori, porque ella aparece en las encuestas con la más alta intención de voto y seguramente creerá que con un par de gestos beligerantes, de acá a un año, en contra del gobierno, logrará que el pueblo olvide estos años de connivencia con el peor gobierno republicano que hemos tenido, después del horrendo periodo de Pedro Castillo.

Sorprende que algunos duden de si Keiko va a ser la candidata o lo va a ser su padre. Tremendo cuento chino. Alberto Fujimori sabe que no puede postular, por razones constitucionales y por temas de salud y edad. Keiko está jugando la estrategia de capturar el albertismo, repitiendo la misma táctica que empleó el 2021, donde al amistarse con su padre logró que en el imaginario popular su actuación congresal -el sabotaje a PPK- sea pasada a segundo plano o, en todo caso, que no le afectara tanto como para impedir su pase a la segunda vuelta.

Aunque abominen del cierre del Congreso perpetrado por Vizcarra, a los fujimoristas les convino que ello ocurra porque de haberse mantenido ese Congreso, con absoluta mayoría naranja, hasta el 2021, Keiko no pasaba a la segunda vuelta de ninguna manera. Esta vez, ni una vacancia el 2025 a Dina Boluarte logrará salvarla del oprobio, porque esa vacancia daría pie a un gobierno congresal dominado por Fuerza Popular o a un desmadre callejero para que se vayan todos, en la que su partido sería el principal blanco.

La factura política electoral la debe pagar el fujimorismo. La derecha debe entender que su fragmentación solo ayudaría a que nuevamente el fujimorismo dispute la jornada definitoria que por justicia política no merece.

Es tal la penetración de las economías ilegales en la política peruana, generada con mayor impunidad desde el gobierno de Pedro Castillo, pero mantenida y acentuada por el régimen actual, que recuperar el país de esas mafias le va a costar al gobernante que emprenda esa tarea una resistencia violenta y sangrienta.

De por sí, que no sorprenda si durante la campaña algún candidato que ponga especial énfasis en ello pueda ser víctima de un atentado. Los miles de millones de dólares que mueven la minería legal, la tala de maderas, el narcotráfico, la trata de personas, el contrabando, el transporte informal, los sindicatos mafiosos de la construcción civil, las bandas extorsivas de cupos, los ha empoderado al punto de animarse a infiltrar la política y las principales instituciones del país.

¿Se ha preguntado por qué no hay “operaciones Walquiria” contra estas mafias? ¿Por qué no hay megaprocesos judiciales? ¿Por qué no hay operativos policiales o recursos de inteligencia destinados a capturar a los cabecillas de estas verdaderas organizaciones criminales? ¿Por qué en el Congreso se dictan normas recurrentes a su favor? ¿Por qué los gobiernos regionales no mueven un dedo por tocar sus intereses y más bien conviven “armoniosamente” con ellas?

El país que, con sus terribles defectos y ausencias reformistas, padecimos entre el 2001 y el 2021, ya lo hemos perdido. La transición no fue hacia una mejor democracia, más arraigada y sólida, sino hacia la conformación de una sociedad cercana a la categoría híbrido criminal que portales de investigación como Insight Crime le asignan a regímenes como el de Maduro, en Venezuela.

Va a costar sangre romper ese statu quo. Laresistencia de estos grupos criminales será violenta. Ocurrirá como en México cuando el presidente Felipe Calderón decidió darle lucha frontal al narcotráfico (nunca México tuvo tantos muertos como en esa época). No vienen tiempos fáciles para el país, sobre todo, si nos toca en suerte un gobernante democrático decente, decidido a acabar con estas mafias.

Pero queda claro que esta es la primera tarea gubernativa por desplegar si se quiere que la democracia y la economía de mercado sigan siendo los ejes vitales sobre los cuales se mueve el carromato de la nación peruana.

-La del estribo: una recomendación insoslayable. ¡Acudan a ver Como una uva seca al sol, de Lorraine Hansberry, que dirige magistralmente Ebelin Ortiz, con actuaciones de primer orden de un elenco mixto, de experimentados y noveles! Es, de lejos, lo mejor que se ha puesto en teatro este año en la cartelera limeña. Va en el Centro Español del Perú hasta el 7 de octubre. Entradas en Teleticket.

Siguiendo con la saga: a leer Crónicas con garra, del gran periodista Rubén Marruffo. No es la historia del centenario del equipo más grande del Perú, sino un conjunto de anécdotas interesantísimas, muy bien narradas y con solvencia de datos. Como dice su autor, es el “detrás de cámaras” con historias desconocidas para la mayoría de hinchas cremas.

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