[MIGRANTE AL PASO] Después de dos años regresé a Buenos Aires, donde viví un buen tiempo. Desde antes de subirme al avión todo se sentía raro, como si algo en mí estuviera fuera de lugar. Siendo honesto, no sabía muy bien qué sentir o si realmente quería regresar o no. Fue una época confusa, donde aprendí demasiado, pero también descubrí aspectos intensos y oscuros sobre mí mismo y sobre la vida en general. Durante el vuelo estaba algo desesperado; me había olvidado de los aviones de Aerolíneas Argentinas: sucios, antiguos y estrechos. Si mides 1.80 metros o más, vas a tener un mal vuelo sí o sí. Yo no duermo en los vuelos, así que iba recordando todo lo que había vivido en ese país. Incluso sentí ansiedad después de mucho tiempo sin experimentarla.
Al llegar al aeropuerto fue peor aún. Desde niño no hacía una cola de dos horas en migraciones, donde te pedían hasta el pasaje de vuelta y revisaban todo con una desconfianza exagerada. La diferencia de trato hacia personas con ciertos rasgos específicos era demasiado evidente. Hace menos de un mes estuve en Estados Unidos y, a pesar de todos los problemas que han estado ocurriendo, fue mucho más tranquilo el paso por migraciones. Igual, nunca te puedes guiar por esas comparaciones. Parece que ser un energúmeno con autoestima baja es casi un requisito para ese trabajo. En fin, puse un pie afuera del aeropuerto y todo cambió de golpe: la gente era amable, sonriente, y en el trayecto hacia mi hotel me di cuenta de que me había olvidado de lo bonita que es la ciudad, con un clima rarísimo. Hace calor y frío a la vez, algo que parece imposible, pero sucede aquí.
Después de descansar un rato, escribí a unos amigos o conocidos, pero ninguno me contestó. Eran tres nada más. No los culpo tampoco: yo decidí desaparecer de sus vidas primero. A algunos incluso los borré de mis redes sociales porque quería eliminar ese momento de mi vida, pero es imposible borrar el pasado. No sentí tristeza, así que probablemente mucho no me importaban. De hecho, mejor que no me hayan contestado. A veces creo que tengo un problema con ese tipo de cosas, porque no es la primera vez que me ocurre. Cuando estuve en Canadá de adolescente por dos meses, me dejaron en el aeropuerto para regresar a Lima y me dieron un regalo. Cuando perdí contacto visual con ellos, boté el regalo a la basura y nunca más hablé con ninguno. ¿Está mal o bien? No lo sé y tampoco importa demasiado.
Como había dormido bastante cuando llegué, se me desestructuró un poco el horario y estuve durmiendo tarde. Busqué qué tan lejos estaba de mi antiguo departamento, donde vivía. En el mapa la ubicación estaba guardada como “casa”. Me había olvidado de ese detalle. Nunca pensé en ese departamento como un hogar; estaba muy lejos de eso, la verdad. Fui caminando. Poco a poco me iba acordando de las calles, de los huecos en el pavimento y de los grafitis que siguen iguales. Llegué y me quedé un rato viendo el edificio. Seguía el portero viejo y renegón, que me caía mal desde siempre. Recordé lo desagradable que me resultaba. Estaba parado en la esquina de Arenales con Azcuénaga, me fumé unos cuantos cigarros antes de seguir caminando. Por esas calles solía caminar de madrugada, escuchando música porque no podía dormir, cientos de noches iguales. Recordaba también el apagón de cuatro días por el calor intenso, las voces de la gente gritando cuando Argentina metía un gol, alguna que otra pelea en las calles, los psicólogos, las pastillas, el insomnio y las semanas sin hablar con nadie. Felizmente ya no estoy en esa situación. No fue Buenos Aires, fui yo. Esta ciudad me parece encantadora, con defectos comunes de cualquier ciudad de Latinoamérica, pero no deja de ser genial.
Me demoré en escribir esta crónica. Era una mezcla de miedo con frustración. No me salían las palabras y dudaba demasiado. Hay mil cosas que podría decir, pero preferí enfocarlo en lo que significa regresar a un lugar en el que he vivido. Un lugar hermoso, pero no un lugar que supe disfrutar en su momento. Siendo sincero, yo no quería venir. Mi padre insistía en que lo haga y, por más inteligente que seas, no se puede superar la sabiduría de alguien que ha vivido más que tú. Así que hice caso. Y efectivamente, en solo estos días siento un gran cambio. Era algo que tenía que enfrentar y lo estoy haciendo.
Ayer en la noche, cuando no sabía qué escribir, aparecían en mi cabeza miles de ideas para trabajar en ficción, que es lo que siempre he querido. Como si hubiera tenido una especie de cierre con algo que no me daba cuenta de que seguía abierto. Como una herida que no había terminado de cicatrizar. Ahora, por fin, llegó el momento en el que puedo reírme de esos años y, al mismo tiempo, usarlos como un recuerdo que ya no pesa tanto, sino que se transforma en un impulso para lo que viene.