Francisco Tafur

Como Bilbo en la Comarca

"Qué lástima sentí. Si cuando el personaje de Vargas Llosa se pregunta sobre lo jodidos que estábamos, ahora estamos peor. No se me fue el disgusto hasta llegar a la Costa Verde y que la brisa me despejara un poco."

[Migrante al paso] De vuelta en Lima.

Mientras aumentan los viajes, las aventuras, los errores, los riesgos, las diferentes culturas y paisajes increíbles, mi propia ciudad cada vez se vuelve más ajena. Es un sentimiento del que no me enorgullezco; de hecho, llega a ser doloroso. Como todos esos héroes épicos que emprendieron su aventura y están instalados, cómodos y bien acomodados, en mi psique o alma. No suelo inclinarme por el reduccionismo académico, así que le llamo simplemente “ser”. En mi caso, siento que es una especie de oso; siempre me gustaron, y si algo tenemos en común es hibernar.

Camino entre mis calles barranquinas de madrugada. Toda la ciudad se ha vuelto borrosa, pero mi querido distrito tiene una barrera memorial que no me permite olvidarlo, y no quiero hacerlo nunca. Paso por la esquina donde salí volando en bicicleta cuando recién aprendía a frenar. Cruzo la calle donde, cuando era menor de edad, tuve que defenderme a los puños de una decena de policías abusivos; hasta ahora recuerdo el dolor que producen las porras de los oficiales. Borracheras en la plaza. En la bajada de baños, me siento en el mismo jardín donde me fumé mis primeros cigarros, ocultándome de mis padres. Despertarme para ir a almorzar a mi hogar familiar, donde la comida de siempre es reconfortante. Las cosas cambian y yo no logro hacerlo. Ver la ventana de mi abuela, luego de evitar que mi perro salga disparado, y no verla sentada viendo Netflix con algún dulce que invitarme, me genera una nostalgia incontrolable. Extraño esas navidades llenas de regalos, extraño a mi querido amigo que se encuentra en Londres, extraño a mi hermano que se mantiene resiliente como mi ejemplo a seguir, desarrollándose en la ciudad de los bravos, Nueva York. Muchos me ven como un hombre violento, descuidado, un caso perdido o un centro de expectativas; pero soy un humano más. De carne y hueso. Aquí me encuentro como Bilbo en la Comarca, ansioso de ver montañas nuevamente.

Francisco Tafur 

 Hiroshima.

La ciudad que vio al cielo prenderse en llamas. Un templo alejado de la ciudad. Entre montañas boscosas. Senderos de piedra con incontables estatuas de Buda. Grabadas en la misma piedra de la montaña o esculpidas y desperdigadas en los jardines, fuentes, riachuelos. Envueltas en el rosado de las hojas de sakura que se amontonaban en el suelo. Te cubres de paz y tranquilidad. Parte de mi locura es perseguir la paz sin creer en ella, pensaba. No somos más que nuestras contradicciones. Cruzando los puentes para atravesar numerosos riachuelos, subiendo el sendero te puedes refrescar con unas bandejas de bambú que se llenan constantemente por el sistema de agua artesanal. Mientras me echaba agua en la cabeza con otro bambú cortado, sentía que estaba alimentando mi espíritu samurái, que todos tenemos sin querer; es arquetípico. Estos templos, normalmente cuidados por generaciones de una misma familia, toman un rol divino en el folclore japonés. Mitaki Dera, desde el año 805.

Vi a una anciana que subía las escaleras, acompañada de sus hijos, que la ayudaban, y de un bastón en cada brazo. Estaban sonriendo. Avanzaban a paso lento. Pude ver la mirada de la señora: solo veía determinación en su cara arrugada. En este terreno surreal éramos los únicos; no notaron mi presencia. Después de una hora de descanso y contemplación, retomé la escalera de piedra para seguir encontrando áreas realmente bellas. Es algo único. Antes de llegar a la cima, me volví a encontrar a la familia; estaban arrodillados, con las palmas juntas y los ojos cerrados. Frente a ellos había un pequeño altar rústico. Si existen los momentos sublimes, este era uno de ellos.

Francisco Tafur

6 a. m. Aeropuerto Jorge Chávez, hace 10 días.

Tomé un taxi de las compañías que se encuentran antes de salir. Era un chato, panzón, que caminaba encorvado. Salimos del aeropuerto y veo en su ventana un sticker de la PNP.

—¿Eres policía? —le pregunté.

—Era, hace un par de años que ya no estoy en servicio —respondió.

A pesar de que era muy temprano, el tráfico y la bulla eran abrumadores. La neblina era densa, pero en cierta forma familiar y acogedora. Es un curioso cariño por mi caótico lugar. Nos cruzamos, entre las trochas que se tienen que usar para salir del embrollo de la avenida Faucett, con un patrullero que había detenido una camioneta. El policía estaba en la ventana del conductor.

—Ya se acercan fiestas, están sacando su beneficio —me lo decía como si estuviera orgulloso—. Así era, te ganabas unos buenos mangos en estas fechas.

—Yo, un poco asqueado, le dije: “¿Y qué tan seguido es eso?”, mientras dejaba mostrar mi inocencia.

—Cada vez más, así se gana, y los jóvenes son los peores —soltó una risa desagradable.

Qué lástima sentí. Si cuando el personaje de Vargas Llosa se pregunta sobre lo jodidos que estábamos, ahora estamos peor. No se me fue el disgusto hasta llegar a la Costa Verde y que la brisa me despejara un poco. El contraste con lo contado es también muy exigente; cuando hablamos de Japón, hablamos de otro mundo.

Desde ese momento, se podría decir que me he dedicado a dormir y escribir. La cotidianidad de mi propio lugar me dio un martillazo que me agitó. Como cuando a veces sientes que la vida te deja atrás. Todo eso es mentira; solo es mi propio cuerpo somatizando la lucha interna de crecer, cuando he sido un niño hasta la adultez. A veces se necesita descansar, y es mejor darle su tiempo. Ordenar tus pensamientos para no actuar prepotentemente. Este oso viajero que ya se acostumbró a la soledad anhela más calor del que estoy dando. Mi realidad y la colectiva están en conflicto, así que el tiempo tomado fue necesario. Después de todo, Bilbo volvió a ver montañas.

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