[MIGRANTE AL PASO] Todos nos sumergíamos de niños en el agua, con los ojos rojos por la cantidad exagerada de cloro que ponían en las piscinas. A veces nos hacíamos los muertos para ver si alguien reaccionaba, a veces solo te dejabas llevar por las pequeñas ondas. Botabas todo el aire y te hundías. Fingías estar meditando en la profundidad de un lago o el mar, para al abrir los ojos ser otro. Más poderoso y calmado. Creo que no era solo cosa mía, pues mi hermano también lo hacía y cuando lo he comentado a otros parecía ser algo universal. Una ablución inconsciente que todos hicimos. Sin contar el bautizo, para quienes estamos bautizados, del que no recordamos absolutamente nada.
No se me ocurre un lugar más calmado que estar ahí, solo sumergido. Los sentidos más apagados y, por lo tanto, también los pensamientos. A mí me pasaba algo extraño: el agua me daba miedo y paz a la vez. Tuve clases de natación prácticamente desde bebé y me quedaba dormido mientras flotaba en las pequeñas tablas espumosas, clásicas de las academias. Sin embargo, según lo que me cuentan, me agarraba de las rejas para no entrar a las clases. Me imagino a gente jalándome de las patas y yo aferrado a los tubos de fierro. Hasta grande, estaba en la selección de natación del colegio y tenía medallas en estilo libre y espalda. Me ponías en una piscina que no sea deportiva y, si no tenía piso, iba a estar agarrado de los bordes. Tal vez porque nunca llegas a tener el control total en el agua. No es nuestro terreno. Siempre está presente, significa algo en todas las religiones o mitologías, y lo mismo sucede para cada persona. Es uno de los grandes arquetipos mitológicos, y probablemente el más tangible. Con todos nuestros sentidos y en todos sus estados.
Debe ser rarísimo vivir en una ciudad sin mar, tu relación con el agua cambia totalmente. Miles de experiencias no estarían. Siempre fui miedoso en general, pero con el mar era algo diferente. En las playas más amigables me imaginaba a monstruos enormes o tiburones que iban a aparecer desde las profundidades. Ver hacia el fondo, sobre todo en nuestro mar cargado de especies y microfauna, donde la luz solo avanza pocos metros, se siente como estar al borde de un abismo infinito. Se siente igual de gigante que ver el cielo, pero más oscuro.
En un viaje familiar a las playas caribeñas de México tomamos un tour para nadar con tiburones ballena. Solo en esa época del año aparecen en ese lugar tras todo su recorrido migratorio. El bote se movía demasiado, todos mareados y hasta vomitando. De chico me pasaba hasta en los carros: si el camino tenía muchas curvas, era suficiente para que tenga que parar a vomitar. En mar abierto, no se veía ni un indicio de tierra hacia ninguna dirección. Aparecieron unas manchas negras enormes vistas desde afuera del agua. Tenías que saltar en dirección hacia ellas. Yo estaba igual de aferrado al bote que a las rejas de la academia de natación cuando era niño. Mi padre me tuvo que empujar, amigablemente, para que entre al agua. Con los lentes de snorkel se veía todo nítido. Eran criaturas jurásicas; cada una de sus aletas era más del doble de mi tamaño. Veía a mi padre, que es grande, al costado, y parecía diminuto. Yo nadaba con precaución; en teoría no pasa nada, pero un colazo de esos animales te mata sí o sí.
Un humano en mitad del océano al costado de tiburones ballena se siente del tamaño de un plancton. Todo el mareo ya se había ido, solo estaba perplejo por estas bestias colosales de piel atigrada. Después de un rato vuelven a sumergirse. Veía cómo estas bestias sin dientes iban desapareciendo en el fondo. Lo que antes eran colosos, se iba reduciendo hasta desaparecer en la profundidad oscura. Entraban a un terreno totalmente desconocido; ahí mismo, a cientos de kilómetros hacia abajo, hay todo un mundo al que no podemos acceder. Donde hasta los tiburones ballena son pequeños. Esa imagen me marcó de por vida. Entendí que no somos nada, a pesar de a veces creernos muy grandes. Por un momento sentí la misma calma que sentía cuando me dejaba llevar por las ondas de una piscina.
Podría contar mil anécdotas relacionadas al mar. Desde mañanas divertidas corriendo tabla con amigos, revolcones y miedos más profundos que plasmé en él. En Lima estamos acostumbrados a tener el mar al costado, incluso a verlo todos los días. Al estar tan acostumbrados no nos damos cuenta de qué tan hermoso es poder ver el mar al lado, y aun más raro que nuestra ciudad esté encima del acantilado donde antiguamente chocaban las olas antes de la Costa Verde. Desde las culturas antiguas, el mismo mar ha marcado el desarrollo de civilizaciones enteras y, aun así, pasa desapercibido. Es bonito pensar que, a pesar de todas las diferencias e injusticias que tenemos en nuestro país, por lo menos los que vivimos en la costa compartimos alguna historia vinculada con nuestro vecino más inmenso.








