Humblebraging

En otros mundos

Una obsesión y una crisis global mal manejada terminaron con la mente y la vida de un sujeto. No fue la religión; fue el monstruo más horrendo de todos y solo se encuentra dentro de nosotros, los humanos: no hay credo que importe en ese sentido.

[MIGRANTE AL PASO] El techo bajo, los arcos que daban a las clásicas piletas de los riads te obligaban a agachar la cabeza para cruzar; hoy son usados como hospedajes dentro de las calles laberínticas y coloridas de las medinas. Hace mucho eran pequeños palacios de gente adinerada, siempre con un jardín y una pileta al medio. La palabra significa justamente jardín. En este caso en Marrakech, un día antes de partir hacia Portugal, conversaba con Said, un joven amable y juvenil; me llevaba más de una cabeza y hablaba inglés y español a la perfección, aparte de su lengua madre, el árabe.

Tendría 25 años aproximadamente, era una persona normal. No usaba turbante ni tenía una mentalidad restrictiva, prejuicio que muchos solemos tener ante religiones ajenas. Mientras los mosaicos y puertas talladas iban cambiando de color al atardecer, me contaba sobre cómo había sido la pandemia. Me invitó un cigarro de tabaco armado con hachís. Yo, al comienzo dudoso y con sospechas, pero mis ganas de pasarla bien me superaron. Parecía un puro por el tamaño. “Cuidado, ah, que acá es fuerte eso, por no decir extremadamente ilegal”, me contaba. Yo, como fumador experimentado, no me pasó nada. Los dos teníamos los ojos como faroles o semáforos en rojo. Entraban otros turistas y, por lo menos, aparentaban no darse cuenta.

La noche anterior, Said me acompañó por una Coca-Cola. Iba a ir solo, pero me dijo que me acompañaba porque las estafas abundan en ese país. A lo largo del viaje perdí la cuenta de la cantidad de veces que intentaron hacerlo. Mientras caminábamos a la tienda de su amigo, las calles angostas, antes repletas de azules y rosados estridentes, ahora eran oscuras y lúgubres. No me asusto con facilidad, pero de no haber estado en situaciones similares antes probablemente sí lo hubiera estado. Solo hombres en los caminos. Motos que iban a toda velocidad entre los callejones frenaban a pocos centímetros tuyos y te gritaban cosas que evidentemente no entendía.

—¿Ves a esas personas que vienen detrás de nosotros? —me pregunta. Ya iban varias cuadras que nos seguían y yo ni cuenta.

—Son agentes de la guardia civil y nos están siguiendo porque te ven a ti, turista, y a mí, marroquí; creen que te voy a robar —me dice entre acostumbrado y fastidiado.

Marruecos es un reino y Mohammed VI, el actual, concentra todo el poder del país. Hay instituciones democráticas, pero no hace falta dos dedos de frente para darse cuenta de que todo está controlado y las leyes son extremadamente severas. Si eres lugareño, te pueden llevar preso por tener unas cuantas botellas de alcohol.

Unos días antes, en la ciudad de Fez, tuve un altercado violento con unas personas que comenzaron a tocar asquerosamente a dos chicas que estaban conmigo. Todo escaló y los golpes no faltaron. Sinceramente pensé que iba a morir hasta que me rescataron unos policías. Al subir al carro casi como escape, mis piernas temblaban y no podía sostener bien el teléfono de los nervios. No sabía si había actuado mal o bien. Como un niño perdido, teniendo 30 años, llamé a mis padres y a mi hermano buscando consuelo. Después no sabía qué pensar: por un lado estaban estos engendros y por otro estaba Said, un buen tipo. No son los musulmanes, ni cristianos, ni judíos, ni nada. Simplemente son humanos siendo humanos, que dentro de sus propias contradicciones algunos cometen atrocidades y otros son gente que vale la pena. Said me preguntó al ver el chichón de mi cabeza y le conté con confianza.

—Ese tipo de gente malogra nuestra imagen y es injusto —exclamó, ahora sí enfadado.

Comenzamos a hablar de chicas, de amigos, de familia, de la pandemia, cosas totalmente mundanas y comunes. Me di cuenta de que no importa de qué religión eres, sino de qué tan idiota eres. Juzgar por religión no se debe tomar a la ligera. Yo no soy ni santo ni sabio, y como ateo renegón a veces caigo también en esas tonterías.

La pandemia en otro extremo del mundo. Me contó que en su edificio la gente enloqueció. Entre risas me decía que mucho del Quran te puede volver loco. No es algo discriminador. Lo mismo pasa con la Biblia y más libros religiosos. Un señor del piso de abajo: sus gritos eufóricos se escuchaban desde su pequeño departamento compartido con varios familiares.

—Yo soy Al-Mahdi —gritaba el señor—, y todos ustedes son herejes y pecadores.

Me lo contaba riéndose; su vecino se había vuelto loco. A la figura mesiánica se le llama así, como se autoproclamaba el loco. Las cosas se tornaron oscuras y el rostro de Said, menos juguetón y juvenil. La pandemia fue brutal y demasiado en algunos entornos. Él jugaba con el señor cuando era niño. Era alguien solo pero amigable. Una obsesión y una crisis global mal manejada terminaron con la mente y la vida de un sujeto. No fue la religión; fue el monstruo más horrendo de todos y solo se encuentra dentro de nosotros, los humanos: no hay credo que importe en ese sentido.

Llegó mi taxi. Said me ayudó con las maletas. Me fui. Un mundo dejado atrás. Un aprendizaje tal vez. Nunca más veré a ese joven del riad. Tal vez nunca regrese a Marruecos. Pero como viajero, esa es la norma. Descubres un mundo y te vas. Pero la medina colorida queda ahí y las injusticias que ocurren cuando oscurece permanecen.

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