Teníamos un plan de escape. Era simplemente salir por la biblioteca, subir al techo y pasarte a la otra casa sin correr riesgos. Nunca lo hicimos, claro. Pero eso debíamos hacer si se metía alguien peligroso a la casa y nuestros padres no estaban. Nosotros le añadimos una cosa en particular. Como solo había un acceso al segundo piso, nuestro plan incluía poner el pesado televisor al borde de la escalera y tirarlo si alguien subía. Un poco salvajes, ahora que lo pienso. Pero en ese momento nos parecía una estrategia militar. Lo cuento porque tengo ese recuerdo ahí, constantemente, como una vieja escena que mi cabeza repite sin motivo.
También recuerdo cómo envolvíamos el enorme cubo con sábanas y almohadas para amortiguar el sonido que hacía al prenderse y no despertar a nadie. En teoría deberíamos estar durmiendo, pero claro, la teoría nunca funcionó con nosotros. Era como dos imanes chocando: el sueño y la curiosidad. ¿Por qué rondan esos recuerdos? Recuerdos que giran alrededor de un televisor antiguo, pesado, testarudo. Claramente hay más detrás, pero por ahora me aburre entrar en análisis psicoanalíticos. Tampoco manejo el lenguaje, así que mejor lo dejo así.
En ese mismo cuarto, sentados en el sofá, mi padre se animó a jugar PlayStation con nosotros. Era pésimo. Menos en ese momento: era Metal Gear Solid 1, hasta el juego me acuerdo. En ese se defendía, sorprendentemente. Nosotros nos burlábamos y mi hermano comenzó a pasarse un poco. Entre nosotros nos decíamos “no seas bestia” cuando cometíamos un error. En la euforia de estar jugando, mi hermano se lo dijo a mi padre un par de veces. De pronto, mi padre se molestó y levantó solo un poco la voz:
—¿Te gustaría que te diga que eres una bestia, ah?
Nos quedamos mudos y aprendimos la lección. Después seguimos jugando y no pasó nada, como si nada hubiera ocurrido. De hecho, es uno de los pocos recuerdos que tengo de mi padre levantándonos la voz. Lo curioso es que no lo recuerdo con miedo, sino con cierta ternura. A veces pienso cómo no nos mataron… a mí, por lo menos.

Ese cuarto fue cambiando: pasó de ser de mi hermano y mío a ser solo suyo. A mí me mandaron a otro, aunque igual terminaba durmiendo en el sillón del de siempre. Podría decir que casi no usé mi nueva habitación. Salvo cuando jalé como seis cursos y me castigaron. Me quitaron el televisor y en mi cuarto solo había libros. Hasta le pusieron pestillo al cuarto de mi hermano para que no entrara. Yo sentía que estaba preso. Felizmente siempre se apiadaban y no duró mucho mi encarcelamiento. “Como hacían los niños antes”, pensaba. No tenían nada que hacer, y aun así sobrevivían.
Volví a jugar PlayStation con mi padre, esta vez, FIFA; tuve que dejarlo ganar una vez por lo menos, para no repetir la historia. Yo nunca le gané en ajedrez, eso sí. Era imbatible. Despertarme todos los días con Max a mis pies, un enorme pastor alemán que parecía más viejo que todos nosotros juntos. Hasta un fantasma creo que vi en ese cuarto, una silueta blanca que juro haber visto moverse entre los muebles. Mi hermano sacándome a la fuerza de su cama porque la dejaba caliente luego de las siestas postcolegio. Él llegaba de la universidad y se molestaba. Era su cama, su territorio, su ley.
Los “cucuruchos de la muerte”, así llamábamos a nuestro juego, una versión casera que consistía en agarrar a almohadazos a quien fuera el cucurucho en ese momento. No tenía sentido, pero era divertidísimo. La primera vez que vi a mi hermano con un cigarro me puse a llorar como si hubiera descubierto un crimen. Jugar gladiadores con los cojines como escudos. Los mismos amigos que tengo ahora, sentados ahí en versión pequeña, con los mismos gestos, las mismas risas, los mismos gritos. Todo un mundo dentro de un solo cuarto.
Tengo mil anécdotas más. Fue el cuarto donde crecí. Ahí formé gran parte de lo que soy ahora. Los valores que tengo gracias al alarido de mi madre cuando nos vio apuntándole a palomas con nuestras hondas. Nunca más se repitió nada similar. Pero así debe ser el cuarto de todos los niños: un lugar seguro donde puedan jugar, imaginar, pelear y reconciliarse.
Y que los monstruos se los imaginen, y no sea quien duerme en el cuarto de al lado. Al final, los niños son los verdaderos líderes y de quienes dependerá todo. Así que todos merecen un lugar como el que yo tuve: caótico, ruidoso, lleno de errores y pequeñas victorias. Un cuarto con un televisor que pesaba una tonelada y un millón de recuerdos que todavía, de alguna forma, siguen encendidos.







