Una bandera pirata

Una bandera pirata

Me sentía uno de ellos, que mis amigos y familia representaban a cada uno del grupo pirata. Me sentí abrazado. Como cuando mi padre me da palabras de motivación o mi madre me ha abrazado en momentos que lo necesitaba y no lo sabía. Declararle la guerra al Gobierno Mundial es algo que mi hermano haría por mí y yo por él. Solo obras maestras como esta pueden generar ese tipo de sensaciones.

[MIGRANTE AL PASO]  Después de estar en Canadá por un intercambio obligado en el que debía pensar sobre mi futuro, específicamente qué y dónde estudiar. Estaba bastante perdido, ahora lo sigo estando, pero menos felizmente. Claramente, no pensé nada de eso. Pero fue mi primer viaje solo y tal vez ahí nació mi curiosidad e interés por hacerlo para siempre. Recuerdo salir del aeropuerto de Lima, después de casi dos meses y en el camino mi padre me pregunta: “¿Y qué pensaste?”. Por miedo a decir que no tenía ni idea le dije que quería estudiar Negocios Internacionales en la de Lima. Claramente, con la inteligencia de mis padres, sabían que se me ocurrió en ese instante, no son personas a las que se pueda outsmart fácil, sobre todo cuando tenía 17 años. Así comenzó mi primera expedición fallida de incontables universidades. Sigo pensando que pedirle a alguien de 17 años que decida todo su futuro es exagerado. Fue ese mismo año que conocí al joven pirata que luce un sombrero de paja como emblema y símbolo de su propia libertad.

En ese momento había ya como 600 capítulos, actualmente hay 1142. Casi 26 años en emisión y aún no termina. Y así One Piece se está convirtiendo en una de las mejores obras jamás escritas. Un anime que abarca casi todas las problemáticas reales y cómo con el sueño de cada miembro de la tripulación pirata se van logrando cambios. Eiichiro Oda, el genio escritor de 50 años, actualmente ocupa el puesto número 7 de autores más vendidos en la historia. Por encima suyo solo están Shakespeare, Agatha Christie y otros de ese calibre. Niños que siguen siendo niños y adultos que fueron niños viven su día a día siguiendo los valores que esta obra resalta. Entre ellos, la valentía y actuar frente a injusticias destacan.

Todos los días saliendo de clase, si es que no me tiraba la pera, regresaba a ver sus aventuras sin parar, decenas de capítulos al hilo. De muchas que me quedaron marcadas hubo una en especial que me hizo replantear mi camino en la vida y, por lo tanto, mis sueños. Dentro de esta tripulación, Robin, la arqueóloga, fue secuestrada por la Marina y en represalia comenzó un rescate, y esto pasa cuando se encuentran cara a cara.

En la azotea de Enies Lobby, la sede del Gobierno Mundial. Robin, con las cadenas mordiendo su piel, no dudaba de su decisión: morir. Creía que era lo único que merecía una paria como ella y que era la única forma de proteger a los Sombreros de Paja, sus amigos preciados, de la persecución implacable del Gobierno Mundial.

Pero Luffy, el capitán, no conoce la resignación. No acepta la derrota, ni mucho menos los sacrificios silenciosos. Su grito rompe con toda tensión.

—¡Sogeking, dispara a esa bandera!

Usopp, el ingenioso y miedoso francotirador, oculto tras la máscara, apunta. En un instante, la insignia que había gobernado con miedo al mundo entero arde en llamas. El fuego no solo pulveriza la tela: desafía siglos de sumisión, se burla del poder absoluto y proclama la guerra abierta.

La tripulación no pestañea. Nadie retrocede. Todos entienden lo que significa y lo aceptan con calma brutal. Ya no es solo rescatar a Robin: es desafiar de frente al monstruo más grande del mar.

Robin mira. Ellos han roto el equilibrio del mundo por ella. El precio es inimaginable. ¿Puede cargar con eso? Luffy, con su voz llena de enojo, no admite excusas:

—¡Dilo, Robin! ¡Dilo con tu propia voz!

Ella por fin explota y grita con voz desgarradora:

—¡Quiero vivir! ¡Llévenme con ustedes al mar!


En ese instante, la condena que había cargado toda su vida se rompe. No hay más dudas, no hay más cadenas. La bandera arde, los Mugiwara sonríen. Me sentía uno de ellos, que mis amigos y familia representaban a cada uno del grupo pirata. Me sentí abrazado. Como cuando mi padre me da palabras de motivación o mi madre me ha abrazado en momentos que lo necesitaba y no lo sabía. Declararle la guerra al Gobierno Mundial es algo que mi hermano haría por mí y yo por él. Solo obras maestras como esta pueden generar ese tipo de sensaciones. Últimamente la bandera de estos piratas ha tomado vida propia y demuestra que de la ficción a la realidad solo hay una estrecha línea.

En Indonesia, la ficción también se hizo carne. Durante las celebraciones por la independencia, en lugar de izar con orgullo el rojo y blanco, comenzaron a aparecer banderas con una calavera sonriente y un sombrero de paja flameando al viento. Lo hicieron primero camioneros, protestando contra reglas que sentían injustas, pero pronto se multiplicó el gesto: gente cansada de gobiernos que hablan en nombre del pueblo y gobiernan para la élite, decidió identificarse con piratas ficticios antes que con autoridades reales. Quemar o reemplazar un estandarte oficial en un día patriótico es un acto que bordea la traición, pero también es una confesión: hay más verdad en un símbolo nacido del lápiz de Oda que en los discursos repetidos desde el poder. Ese fuego en Enies Lobby, cuando la bandera del Gobierno Mundial se consumía frente a Robin, parecía repetirse en el sudeste asiático. No era un capricho otaku, era un lenguaje común entre quienes se sienten despojados de todo, menos de la capacidad de resistir. Y la bandera, que alguna vez ardió en la ficción, ardía otra vez, pero en las plazas y calles reales de Yakarta y más allá. Incluso las autoridades declararon como delito mostrar la bandera del anime.

En Nepal la historia tomó un rumbo aún más dramático. Fueron sobre todo los más jóvenes, hijos de otra generación, quienes salieron a las calles cuando el gobierno intentó silenciar redes sociales y reforzar viejos mecanismos de control. Lo que empezó como indignación digital se convirtió en protesta masiva, y entre pancartas con frases como “Wake up Nepal” o “Unmute your voice”, volvió a aparecer la bandera de los Sombreros de Paja. Para ellos era un gesto de libertad, de decirle al poder que no tienen miedo de hablar, que no aceptan vivir callados. La represión fue inmediata y sangrienta: al menos diecinueve muertos, centenares de heridos, un costo insoportable para un símbolo nacido del papel y la tinta. Pero la bandera siguió ondeando, convertida en estandarte de duelo y esperanza. Como millennial, me toca mirar esa escena con un peso distinto: crecí viendo esos capítulos como refugio, como compañía silenciosa, y ahora descubro que en otro rincón del mundo esa misma ficción sostiene la voz de quienes pelean por derechos básicos. Lo que para mí fue compañía y sentido, para ellos es escudo y grito colectivo. Y ahí confirmo que la frontera entre el manga y la vida real ya no existe: un sombrero de paja puede significar lo mismo que una constitución, una bandera, un manifiesto. De hecho, muchos intelectuales sostienen que las nuevas fuentes de filosofía se encuentran en el anime.

Y entonces recuerdo la escena en Wano, ese país insular inspirado en el Japón feudal, encerrado durante siglos y dominado por la tiranía. Allí, Luffy le entrega la bandera de los Sombreros de Paja a Momonosuke, heredero y nuevo shogun del país. Momo, que alguna vez fue un niño temeroso, recibe ese símbolo como un escudo y una promesa: mientras esa bandera ondee, Wano nunca estará solo. Es un gesto que atraviesa la pantalla y se instala en la realidad: la bandera como herencia, como confianza, como desafío al miedo. Quizá eso explica por qué en Nepal, en Indonesia o en mi propia vida, ese emblema sigue ardiendo como recordatorio de vivir sin rendirse.

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