[Migrante al paso] Una verdad lamentable
Desaparecí. Me esfumé de sus vidas como si nunca hubiera formado parte de ellas. Después de dos meses en Canadá, viviendo en la casa de unas personas junto con otro joven, mi despedida fue abrupta. Nunca supe qué fue de sus existencias. No sé si siguen vivos. Ellos tampoco saben si yo lo estoy. Me trataron como uno más de su grupo y yo les devolví el mismo afecto. Me acompañaron al aeropuerto y, antes de verles los rostros por última vez, me dieron un pequeño marco de madera con una fotografía en la que aparecíamos todos juntos. Nunca supe por qué, pero lo boté en el primer basurero que encontré al cruzar Migraciones. Ya había cumplido mi etapa en ese lugar y quería olvidarlo. Sin embargo, fui cobarde y respondí a su bondad con una frialdad propia del país que dejaba atrás. Ya no es momento de arrepentirme, pero ahora, tal vez, me hubiera gustado actuar de otra manera. Tenía solo 17 años y pensaba que el mundo estaba a mis pies. En realidad, yo estaba siendo pisoteado por el mundo.
Lo mismo me ha ocurrido a lo largo de mi breve vida. A mis amigos de la promoción los dejé de ver. Les sigo teniendo aprecio, pero han pasado años desde que vi sus caras. Viví en Argentina más de dos años y no hice ningún amigo cercano. Tengo seis o siete amigos que considero mi familia, y con eso me basta. Creo en lo que dice Aristóteles: “Un amigo de todos es amigo de nadie”. No sé si esto le ocurre a todos, pero por ahora puedo vivir tranquilo de esa manera. Narro estas experiencias porque me preocupa el futuro de la amistad en las nuevas generaciones. Hace poco leí una noticia sobre un niño que se quitó la vida debido a un amigo virtual desarrollado por una inteligencia artificial. Existen más de una decena de estas aplicaciones y, sin ánimo de sonar como un viejo amargado, ¿qué valores y empatía se pueden desarrollar por medio de estas plataformas? El mundo está patas arriba, y no es culpa de los pequeños; es culpa nuestra. De nosotros, los adultos, que no sabemos qué hacer al respecto. También de una educación desfasada que, en mi opinión, ya no sirve para nada. Ninguna escuela se salva de profesores depredadores, ninguna comunidad religiosa tampoco y, peor aún, muchas familias tampoco se libran. La coyuntura sociopolítica está embruteciendo a quienes deberían estar a cargo de los niños por no poder controlar su propio odio o sus sueños frustrados. Ser madre o padre no es ningún mérito si no cumples tu rol como se debe. Si no vas a hacerte cargo o vas a descuidar a tus hijos, mejor no los tengas y sométete a una vasectomía o algo similar.
Es culpa de los padres que ocurran hechos como aquel trágico suicidio de un niño de 14 años en California. Si la excusa es que no conocían los riesgos, debieron investigar, debieron preocuparse. Ya todos sabemos que las épocas de pichangas callejeras y bicicletas amontonadas en jardines quedaron atrás. Antes se temían secuestros o robos; ahora el peligro está en los hogares. Y para todos los adultos, profesores, padres, psicólogos y demás que pierden los papeles con niños, son unos fracasados que no sirven para nada. La amistad es esencial para la vida, y pobres de aquellos que no la tienen. Cuando estaba en primero o segundo de primaria, viví una experiencia que me marcó tanto que hasta recuerdo a los personajes con nombre y apellido, que no vale la pena mencionar.
Hora de salida del colegio. Mi grupo de amigos nos acercamos al pobre chico que había estado todo el día callado. “Vamos a jugar”, le dijimos entusiasmados. Su respuesta nos dejó pasmados:
—Ya no puedo ser amigo de ustedes; mi padre me lo ha prohibido —nos contestó cabizbajo.
El energúmeno del padre estaba al costado.
—¿Por qué le has dicho eso? —le pregunté a quien me llevaba 100 kilos.
—Por culpa de ustedes, mi hijo no va a poder ser nadie —dijo enfrentándose, a un niño de 10 años.
Yo era pequeño, pero tenía el ego maradoniano. Lo miré fijamente a los ojos, como me habían enseñado en el karate. Tenía los ojos rojos de ira; de ser posible, lo habría golpeado. Ese viejo calvo, panzón, sin barba y con tatuajes me hizo darme cuenta de que existe gente miserable en el mundo. Eso es lo que puede hacer una adultez sin sabiduría. En mi cabeza lo comparaba con mis padres, y este señor parecía un insecto musgoso a su lado. Lo único que supe de mi viejo amigo fue que se hundió en las drogas y pasó de un centro de rehabilitación a otro.
En otra ocasión, fui con dos amigos y sus padres a correr olas, y tuvimos que regresar temprano porque iba a ir a la ópera con mi familia.
—¿Qué es eso? —le preguntó uno de ellos a su padre.
—No tienes ni por qué saber; nunca vas a ir —le dijo, orgulloso de su ignorancia. Todos rieron menos yo. Igual, ¿qué podía esperar de un viejo surfer que tenía más agua salada que neuronas? A mí no me afectó porque, como dije anteriormente, tengo el ego alto.
Actualmente, está de moda el dicho de que tienes que matar al ego porque es tu enemigo. Nunca he escuchado nada más falso. Yo he superado todas las situaciones difíciles gracias a eso. No sé si quieren convertir a la humanidad en un mundo de vegetales, de gente sin ambición y sin sueños. Es ridículo. La educación del hogar, al igual que la institucional, está en deterioro desde que yo era sólo un niño, y lo peor es que parecen aceptarlo con aplausos.
Ahora les contaré lo que para mí significa ser padre, aunque no lo soy. Tenía como 11 años, y en el centro comercial Caminos del Inca había un lugar para jugar cartas de Pokémon y Magic. Mi padre nos dejó una hora allí mientras hacía compras. Éramos cuatro: mi hermano, su mejor amigo, mi mejor amigo y yo. Como travesura, le robé una carta a un grandulón e intenté escapar. Me atraparon y recibí una reprimenda fuerte de parte de este barbudo que jugaba cartas para niños. Me vetaron del local como si fuera un delincuente.
Pasó media hora y llegó mi padre. Se dio cuenta, ya que somos parecidos y siempre tuvo la capacidad de notar cuando algo me había ocurrido. Caminamos al estacionamiento, subimos al carro, y mi padre levantó la voz exigiendo que explicáramos qué había pasado. Mi gran amigo José le contó porque tampoco estaba satisfecho con lo sucedido. Recibí el castigo que ameritaba, pero eso no fue todo. Nos dijo que esperáramos en el auto y llevó a mi hermano con él. En esa época, mi padre aún era joven, con una fuerza de temer, la voz imponente, más de un metro ochenta, y el tamaño de sus manos parecía el de un gorila. Armó un escándalo para proteger la dignidad de su hijo, yo. Amedrentó a todos los que estaban en el local, y cuando señalaron al que me había insultado, se lo comió vivo. Claramente, muerto de miedo, pidió disculpas; de lo contrario, el pobre barbudo habría quedado hecho leña. Yo me sentí orgulloso de quien era mi padre y supe que siempre podía contar con él.
Nuestro país es un territorio minado para los infantes. A diario se reportan aproximadamente 34 casos de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes. Lo más aterrador de esta cifra, que de por sí ya es espeluznante, es que siete de cada diez casos son perpetrados por familiares o personas cercanas. No somos un país en dictadura, no somos un país comunista, no somos un lugar donde se come bien, no somos el país de Machu Picchu. Somos un país de violadores, asesinos y extorsionadores. Esa es la verdad. Mientras los pequeños sufren las consecuencias, los adultos irresponsables actúan cobardemente. “Mírenme, soy de izquierda, soy mejor”. “Mírenme, soy de derecha, soy mejor”. Tres días de clases virtuales, ¡ay, qué escándalo! Les recomiendo a todos los adultos peruanos que dejen de lloriquear y actúen frente al verdadero problema, que es la situación de los niños. En ellos se encuentra el futuro. No en gente que se pelea por su orientación política; sinceramente, son unos payasos. Como ya lo he dicho antes: un adulto que no protege a sus menores no es más que un fracasado.