El gobierno aliancista que nos gobierna, entre el Ejecutivo y el Legislativo, va a dejar un legado destructivo que va a costar tiempo remediar y desde ya debería ser plan de gobierno de la centroderecha liberal, si quiere marcar una postura antiestablishment que le permita competir con relativo éxito frente a las izquierdas radicales y el revitalizado keikismo.

Es de horror el plan destructivo de la institucionalidad democrática, comparable solo a la que desplegó el fujimorismo en los 90. La ventaja es que vivimos en una relativa democracia y el Poder Judicial y el Ministerio Público resisten la embestida, pero no se puede saber si al final lograrán su cometido con la complicidad de un Tribunal Constitucional dócil y solícito.

En materia económica el régimen nos deja un brulote indigerible con la operación Petroperú, que la oposición, por supuesto, dejará pasar por agua tibia a cambio de prebendas y favores. Y lo que es más grave, ha aprobado una reforma del sistema de pensiones que empeora el sistema que ya existía desde los 90 porque ahora incluye en la extracción de rentas a favor de los grupos de poder a la masa de ciudadanos independientes (favores que se pagan por las millonarias donaciones de campaña, sin duda).

Y la situación se va agravar porque al Ejecutivo y al Congreso les importa un comino el repudio popular del que son justificadas víctimas. No registran o no quieren hacerlo, el nivel creciente de furia popular que solo busca un detonante para estallar.

Allí está, en todo caso, el guión para los sectores moderados de la izquierda y la derecha. Dar inicio a una oposición radical al pacto Ejecutivo-Legislativo, al statu quo, al orden vigente. Que la ciudadanía sienta a plenitud la disconformidad de este sector ideológico con el estado de cosas.

De otra manera, serán desbordados por la narrativa radical de las izquierdas, la inercia que ya coloca a Keiko Fujimori en la segunda vuelta, y el pasivo de la fragmentación punible de la centroderecha.

-La del estribo: una maravillosa experiencia leer El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, escritor polaco británico. Gracias nuevamente a Alonso Cueto y su club del libro. Las páginas de Conrad, debe decirse, inspiraron a Francis Ford Coppola a filmar la grandiosa Apocalypse Now. Conrad fue admirado por Borges y, sobre todo, por Mario Vargas Llosa. Un escritor notable.

Dos grandes desafíos tendrán al frente los movimientos moderados de la derecha y la izquierda. Por el lado derechista, la revitalización del fujimorismo, fruto del fallecimiento del líder histórico, Alberto Fujimori. La centroderecha liberal va a tener que aguzar el ingenio para lanzar propuestas divergentes que la diferencien del fujimorismo y le hagan entender a la población del desastre que supondría una elección de Keiko Fujimori.

El mercantilismo, autoritarismo y devaneos con la corrupción de Fuerza Popular lo tornan inaceptable como opción de desarrollo. Baste ver el mamarracho mercantilista que ha supuesto la reforma del sistema de pensiones que nos han endilgado y que solo beneficia a los grupos de poder que las manejan. Y si a ese combo le sumamos el conservadurismo que Keiko le ha agregado al movimiento, se entenderá que lo suyo no constituye una apuesta por la modernidad.

Por el lado de la izquierda, la centroizquierda democrática tiene frente a sí a propuestas radicales hasta el desquiciamiento, que se encaraman en la furia popular existente contra el statu quo y a la que será muy difícil combatir, si no se pliegan de alguna manera a lanzar propuestas disruptivas. Y claro que hay un arsenal ideológico capaz de movilizar los afectos negativos de la población sin caer en el delusivo plan de un Antauro, Bellido o Bermejo.

Una izquierda democrática, que entienda que la economía de mercado es el motor de la inversión, pero que debe ser ecualizada por un Estado presente, y que además haga de la democracia formal un valor supremo, inviolable, podría tener éxito si logra romper los parámetros de la “normalidad” discursiva o narrativa.

El desastre gubernativo de Dina Boluarte hace difícil que las propuestas moderadas se impongan sobre las que prometen patear el tablero, pero tendrán que hallar la forma de distinguirse del statu quo y a la vez marcar distancia de los radicalismos que de ambas orillas van a surgir.

De hecho, el fallecimiento del líder histórico del fujimorismo, Alberto Fujimori, con la imagen de unidad precedente que había logrado galvanizar con su familia, supondrá una inyección anímica política a favor del keikismo.

Si ya, según las encuestas, Keiko mostraba índices de potencial votación cercanos al 10%, seguramente aquellos subirán y la colocarán ya, casi segura, en la segunda vuelta del 2026.

De allí la urgencia de clamar por la unidad de la centroderecha liberal. Le haría daño al país que llegue al poder la opción populista, mercantilista, autoritaria y conservadora que representa Keiko Fujimori, que ha heredado lo peor del legado de su padre y le ha agregado un ingrediente conservador que su progenitor no tenía.

Debe evitarse a toda costa que el país se vea envuelto nuevamente en la tesitura de tener que votar por Keiko Fujimori como mal menor frente a un Antauro Humala o un Guido Bellido, como sucedió en el 2021 frente al nefasto Pedro Castillo.

El país merece una opción de derecha moderna, democrática e institucionalista, ya no el modelo ajado del keikismo, pero si no se produce una conjunción de esfuerzos políticos le estarán regalando el pase a la segunda vuelta a Fuerza Popular.

Y lo peor es que lo más probable es que pierda esa elección. En los predios naranjas confían en que esta vez sí la harán porque Antauro es un cuco mayor que Castillo. Se equivocan de cabo a rabo. Antauro es mejor candidato que Pedro Castillo y, además, postula encaramado sobre una mayor furia popular que la que existía el 2021.

Si queremos a un desquiciado proyecto político sentado en Palacio el 2026, asegurémonos de que Keiko Fujimori pase a la segunda vuelta. Para evitarlo, no nos cansaremos de reiterarlo, ello pasa por lograr un gran frente centroderechista, con equipos tecnocráticos y un buen programa de gobierno (además de, por supuesto, un buen candidato).

Alberto Fujimori ha sido, sin duda, la figura central de la política peruana en el siglo XX. Con claroscuros inevitables de mencionar, pero su paso por el poder marcó un antes y un después que hasta hoy perdura.

En su haber figuran la gran transformación económica, que revirtió el régimen estatista instaurado por el otro gran reformista del siglo pasado, Juan Velasco Alvarado, la misma que les permitió a Toledo y García llevar el crecimiento económico y la reducción de la pobreza a niveles impensados.

Fue responsable político también del cambio de estrategia antisubversiva que arrinconó a Abimael Guzmán y a Sendero Luminoso, aunque en ese trance haya tolerado la existencia de grupos paramilitares como el grupo Colina y se haya hecho de la vista gorda con violaciones a los derechos humanos (no obstante lo cual, resulta arbitraria su sentencia como autor mediato de las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta).

Revolucionó el interior del país con una política de infraestructura popular (luz, agua, desague, colegios, postas, caminos rurales), con instituciones superlativas como Foncodes, que nunca antes se habían plasmado en el Perú (quizá su antecedente más cercano sea Cooperación Popular de Fernando Belaunde).

Contra lo previsto, logró firmar con gran inteligencia estratégica de Torre Tagle la paz con el Ecuador, un logro que se subestima mucho en el Perú pero que ha tenido un impacto mayúsculo en nuestra colocación geopolítica en la región.

Pero Fujimori fue un dictador explícito entre 1992 y 1995 y encubierto entre el 95 el 2000, cuando permitió que Montesinos destruyera las instituciones democráticas y la corrupción haga metástasis de una manera como hasta entonces nunca se había visto.

La segunda reelección lo terminó de pervertir al punto de paralizar, inclusive, las reformas económicas que había emprendido en su primer lustro (fruto de ello, hoy tenemos a Petroperú y Sedapal y un Estado elefantiásico, como muestras de lo dicho).

Fujimori fue extraordinario en lo bueno y en lo malo. Su recuerdo seguirá albergando por ello amores y odios eternos que seguirán marcando la política los siguientes lustros. Lo cierto es que pesar sus pasivos, entregó un país bastante más viable que el que recibió, que estaba al borde del colapso. El balance final lo hará la historia larga.

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Se está complicado tanto la trama de los audios del ministro del Interior, Juan José Santibáñez, y se ve a la par el respaldo público de la presidenta, que más parece un pacto mafioso que un síntoma de simpatía política. Si a ello le sumamos el ya extraño retraso en la captura de Vladimir Cerrón, uno empieza a sospechar si la presidenta no está envuelta en una trama de corrupción que, descubierta, la ponga al desamparo de un Congreso que por más pacto fáctico que haya establecido con ella, se vería obligado a proceder a su vacancia.

Sería lo mejor que le podría pasar al país. No podemos tolerar dos años más de un Congreso que se ha propuesto destruir la institucionalidad democrática (siendo el Ministerio Público el último de sus objetivos) a paso firme e impune, junto a un Ejecutivo mediocre y débil que no es capaz de desplegar una mínima política pública decente y eficaz.

Ese marasmo político del Estado está aumentando los niveles de irritación ciudadana a niveles tales que si no estallan ya no sólo de manera aislada, como vemos en las calles contra funcionarios públicos, se manifestarán en la colocación del voto en las ánforas llevando al país al imperio de la furia y el desencanto.

Ya votó el Perú así dos veces en las últimas décadas. Lo hizo en el 90 por Fujimori, quien felizmente se reconvirtió y lejos de aplicar el programa heterodoxo que prometía terminó desplegando la mayor reforma estructural de la economía vista desde los tiempos de Velasco. Y lo hizo también el 2021 con Pedro Castillo, con los resultados calamitosos que hasta hoy sufrimos con la heredad de su mediocre vicepresidenta Dina Boluarte. Un lustro desastroso que no ha hecho si no ahondar la crisis política y económica que ya desde el 2011 empezamos a padecer.

Le haría bien al país que se adelanten las elecciones. Un año menos de suplicio le restará posibilidades a los candidatos disruptivos, que prometen patear el tablero y, en base al malestar ciudadano, construir un país donde el odio y la venganza sean su signo vital. Que se vaya Dina Boluarte ayudará a atemperar ese estado de ánimo cada vez más arraigado.

La del estribo: interesante apreciar en las tablas la obra de Mario Vargas Llosa, ¿Quién mató a Palomino Molero?, con la adaptación y dirección de Edgar Saba y un elenco actoral encabezado por el gran Gustavo Bueno, Haydeé Cáceres, Oscar Carrillo, Ramón García, Susan León y otros. Va en el clásico teatro Marsano hasta el 29 de setiembre. Entradas en Teleticket.

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Hay momentos históricos que hacen que las naciones requieran de un tipo de gobierno en particular, si alguno de derecha inclinado sobre todo a reforzar la marcha económica o si alguno de izquierda predispuesto más a construir un tejido institucional.

Hoy, el Perú necesita a gritos un régimen de derecha liberal, que ponga especial énfasis en romper el marasmo económico instalado en el país desde el 2011 cuando Ollanta Humala empezó a pervertir las fórmulas de mercado construidas desde la reforma de los 90.

Con ello, el Perú recuperará las tasas de crecimiento que permitieron la generación de una inmensa clase media (por primera vez en su historia el dibujo sociográfico de las clases sociales peruanas era un rombo), disminuir radicalmente la pobreza y aminorar las desigualdades.

De la mano con ello, con ese sostén sociológico prodemocracia, abocarse a hacer lo que los regímenes de la transición no hicieron, que es construir reformas institucionales en salud, educación, seguridad y justicia, pero desde un punto de vista liberal, no de izquierda, ni caviar (por años, la izquierda ha manejado estos sectores y los resultados saltan a la vista: millones en consultorías -que debieran ser investigadas- y cero resultados).

Lo único bueno que se hizo en materia institucional fue la reforma educativa dirigida por Jaime Saavedra, que solo quien no lo conoce puede tildar de izquierdista, caviar o estatista. Hay decenas de estudios de políticas públicas que, desde un punto de vista liberal, proponen fórmulas de arreglo de problemas seculares como la salud y la educación públicas, la justicia y la seguridad.  A ellos y sus tecnócratas hay que acudir.

Anticipo mi voto: lo haré por aquel candidato de derecha liberal que sepa ofrecer un programa de gobierno y un equipo tecnocrático capaz de empezar a hacer estar reformas estructurales desde el primer día. No votaré por la izquierda y mucho menos por la derecha populista y mercantilista que impera, por ejemplo, en el Congreso actual.

Se necesita una refundación republicana, pero rápida y acelerada, no gradual no timorata. La vorágine reformista de los 90 en materia económica debe ser replicada incluyendo en esta ocasión materias de institucionalidad democrática secularmente soslayadas en el Perú y que han generado la justificada irritación popular con el statu quo.

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El apaleo desmedido e injustificado que sufriera a manos de la policía, Lucio Castro Chipana, secretario general del Sutep, a propósito de los justificados reclamos que el gremio sindical está realizando por convenios incumplidos por este gobierno, lo lanza de lleno a la arena política.

Ya de por sí, Castro está registrado como parte del Partido de los Trabajadores y Emprendedores y busca, por ende, afianzar una opción política de izquierda para las elecciones del 2026. No ha tenido mejor lanzamiento que el que el gobierno, torpemente, le ha desplegado por la habitual conducta abusiva de las fuerzas represivas.

La historia política del país está plagada de hechos así, que luego escalan y se convierten en hitos fundacionales de líderes. Desde el manguerazo de Belaunde, el desplante de Alan García a Manuel Ulloa, el propio desempeño del radical y taimado Pedro Castillo en la huelga magisterial del 2017, sirvieron de catalizadores de la opinión pública.

En el caso particular de Lucio Castro, este gesto tiene un componente adicional. Sintoniza perfectamente con la irritación popular que este gobierno genera, que el statu quo produce, y que ya se expresa en diversas circunstancias por arrebatos de furia popular.

La educación y su mejora son un clamor ciudadano. Y el Sutep ha sabido ponerse del lado de la reforma magisterial. Sus reclamos tienen, por ello, una legitimidad mayor porque exige lo que la ciudadanía hace suyo: una mejor educación pública para todos los sectores populares.

En la izquierda ya hay varias candidaturas, pero ninguna tiene la base sindical organizada y galvanizada que tiene Lucio Castro. Más de 350 mil maestros alineados como un puño (se ha logrado derrotar al senderista sindicato de Castillo) son una fuerza política de arranque que permite avizorarle un futuro electoral promisorio.

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izquierda peruana, lucio castro, partido de los trabajadores y emprendedores

[PIE DERECHO] En lugar de tener a un ministro del Interior arremetiendo en cuanta ocasión se le presenta en contra del Ministerio Público, deberíamos tenerlo abocado a tiempo completo a luchar contra la delincuencia y la criminalidad. Debería ser uno de los ministros a ser cambiado, pero, al parecer, el respaldo con aspavientos que ayer le ha dado la presidenta Boluarte, nos hará tener que soportarlo algunos meses en tan crucial cartera.

La inseguridad es terrible. Porque no se trata tan solo ya de los roba celulares o atracadores al paso. Hay redes de criminalidad organizada que extorsionan pequeños y microempresarios a punta de amenazas y balazos (véase el caso de la empresa de transportes El Chino), generando una profunda retracción de la economía, ya que esa red de millones de peruanos emprendedores pues simplemente deja de invertir por temor a que unos pillos le arrebaten sus ganancias a punta de pistolas.

Si uno tiene un puesto de emoliente y recibe una carta amenazadora, pues, o cierra, o se muda o deja de poner el segundo puesto que tanto anhelaba. Si a la peluquería la amenazan, pues lo propio. Y como hablamos de gente de medianos ingresos, en el peor de los casos se van del país, destruyendo un tejido social empresarial que tanto bien le hace al Perú, como trama de integración ciudadana.

En términos políticos, el daño es aún más grave. Se rompe el contrato social en su cláusula primera, que es la cesión al Estado del uso de la fuerza para combatir el delito. El daño democrático que un estado de indefensión genera es letal y corroe el apoyo a la democracia. Por eso el inmenso desprestigio del que goza en nuestra región (salvo, según el Latinobarómetro, en El Salvador, a pesar del autoritario Bukele que los gobierna).

Y estamos frente a un gobierno al que, literalmente, le importa un comino el tema. No hay un sol de inversión en infraestructura policial, no hay coordinaciones con el Ministerio Público, no hay reorganización seria en curso. Como sin ellos no fuera, olvidando que es su tarea básica y esencial.

Vamos a pagar esa factura. Los candidatos de talante autoritario van a cosechar a manos llenas del statu quo de inseguridad ciudadana, tanto de izquierda como de derecha. Y ello será plena responsabilidad del que, ya hemos dicho, es el peor gobierno republicano que hemos tenido, después del de Pedro Castillo.

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delincuencia, inseguridad ciudadana, ministro del Interior

Se anuncia una vez más un presunto cambio de varios ministros. El objetivo es meridiano: refrescar un gabinete alicaído y de esa manera tratar de subir algunos puntos en las encuestas.

El problema es que el gobierno de Boluarte anda totalmente despistado, sin brújula, sin saber qué hacer, y malcree que el tema es cosmético, epidérmico, que basta con cambiar la superficie y asunto arreglado.

Mientras este régimen no sea capaz de remediar el problema de la inseguridad ciudadana, la crisis económica y el problema endémico de la corrupción (las tres principales preocupaciones ciudadanas, según todas las encuestadoras), no servirá de nada que cambie tres o seis ministros, o que fusione cuatro o seis ministerios.

Y el problema estriba justamente en que sobre los temas señalados, no hay un solo indicio que haga presumir que el Ejecutivo tiene idea de qué hacer. Ha tenido tres ministros del Interior, ninguno ha sido capaz de, siquiera, presentar un plan verosímil de lucha contra la delincuencia que se ha adueñado de las calles del Perú. Y tenemos al actual ministro enredado con audios comprometedores, más preocupado en salvar su imagen, que en capturar a las bandas criminales que hoy son dueñas del país.

En materia económica había muchas expectativas respecto de José Arista, hasta entonces considerado un correcto economista, pero que adolece de un gran defecto: falta de carácter. No tiene la fuerza suficiente ni los arrestos para enfrentar los arrebatos populistas del Congreso. Cede en todo, sin chistar. Y tampoco tiene peso al interior del propio gobierno. No es capaz, por ejemplo, de empujar la propuesta del directorio de Petroperú, al punto que el mismo ya advirtió, en boca de su presidente, de que si hasta este fin de semana el gobierno no da una respuesta clara al que ha sido el mejor planteamiento que se ha hecho sobre la quebrada empresa estatal, darán un paso al costado.

Y la corrupción, sistémica en el país -no ha surgido con este gobierno- se mancha indeleblemente con los andares de Nicanor Boluarte y lo que se va conociendo de su proceder. Y Dina Boluarte no hace nada por alejarlo de su entorno sino todo lo contrario.

Mientras no haya políticas públicas de, por lo menos, mediana aplicación, un cambio ministerial es un simple engañabobos, que algún desavisado consejero presidencial le debe haber hecho creer a la Presidenta que le va a ayudar en sus dramáticos niveles de desaprobación.

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