[MIGRANTE AL PASO] Era primero o segundo grado de primaria. Por alguna razón todos estábamos saltando como locos y gritando. Era alguna actividad entre clases. Un gran amigo de esa época solía ser bastante molestoso y aprovechaba cualquier oportunidad para hacerlo. Mientras saltábamos él me iba golpeando suave, pero lo suficientemente fuerte para que moleste. Se repitió varias veces. En mi cabeza sentía cómo una especie de monstruo interno iba apoderándose de mí. Ya no pensaba en diversión y en saltar con mis pequeños compañeros de clase. Todo había cambiado a “tengo que responder”. Estaba entrenado: desde muy chicos, mi hermano y yo comenzamos a practicar karate. Solo conocía la violencia controlada y deportiva del kumite, que es la práctica de pelea en el karate. Todos seguían saltando. Yo me detuve. Recuerdo perfecto ver, entre las personas que se movían, el punto exacto. Puse mi puño en la cintura y, con el movimiento giratorio clásico de las artes marciales, le di un golpe a mi amigo en la boca del estómago. Recuerdo que se quedó sin aire y comenzó a llorar; yo me asusté y lo acompañé en el llanto.
¿Qué me asustó?, me preguntaba. Me di cuenta de que tenía la capacidad de hacer daño. Nos amistamos y no pasó nada, éramos niños y buenos amigos. Pero el recuerdo quedó marcado. Ese monstruo agresivo que todos tenemos me sigue asustando. A veces puedo sentir cómo se apodera aún de mi forma de ser y siempre busca atacar, incluso morder si es necesario. Es un sentimiento horrible. Sin querer, me convertí en alguien que no puede domarse a sí mismo. Ese monstruo no es otro más que un lado de mi propia identidad. Cada vez que ocurre algo similar, el proceso se repite: la ira me consume, actúo violentamente y me pongo triste, con ganas de llorar. Evidentemente, ya no golpeo a nadie. De adulto, un mal golpe puede terminar en tragedia. Pero es la sensación, los pensamientos, cómo miro a la gente. Cómo hablo, incluso solo el tono, porque tampoco soy de insultar. Pierdo el sentido. Y nuevamente, no puedo controlar a la bestia iracunda.
No tengo un altercado físicamente violento hace 10 años aproximadamente. La última vez mi nudillo explotó, literalmente, y de nuevo me asusté. Me pegaron entre 10, en el piso, pero nuevamente, sin sentido, el monstruo sonreía y buscaba la oportunidad de golpear de vuelta. Tenía máximo 22 años. Esa vez, en mi salón del colegio, tenía 11 años máximo. En unas semanas cumpliré 32 y me da miedo. Ahí se involucran otros factores que asumo son normales en gente de mi edad: una mezcla entre “estoy envejeciendo” y “no poder ver lo que has logrado”. Como si solo importara lo que no pudiste lograr o aún no logras. Lo que sí hiciste y aprendiste se vuelve invisible.
Justamente, esa voz que te aplasta: “no has hecho nada con tu vida”, te dice, y le crees. “Tus padres a tu edad ya tenían tales cosas”, y no pienso en que he viajado por gran parte del mundo. Ese monstruo te susurra que no puedes; que ser un buen amigo, haber ayudado a gente, miles de cosas aprendidas y logradas, te convence de que nada de eso tiene valor. De eso se alimenta la bestia que actúa y me protege, para luego sentirme triste. Puede sonar absurdo para muchos que lo lean o tal vez infantil. Y justamente, voy a cumplir 32, pero sigo siendo inocente y confiado. No estoy seguro si sea bueno eliminar ese aspecto, pero antes ni me lo planteaba.
La Sunat. Esta semana. De nuevo explotó la furia. Es un lugar que debe poner de mal humor a todos, pero sentir rabia ya es demasiado. Un grupo de WhatsApp, solo amigos cercanos. Comencé a renegar y actuar como un niño engreído. Quería pelearme. Pasaron unos minutos y me di cuenta. Pedí perdón y no pasó nada; nuevamente, es gente cercana. Caminé de vuelta a casa. Estaba caminando por la pista, arrimado, y un carro me comienza a gritar que vaya por la vereda. Le respondió el monstruo. Avanzó, frenó un metro adelante y abrió la puerta. Yo no me moví un centímetro. Comencé a discutirle con la voz alta. Me respondía sentado, con la puerta abierta. La oportunidad era perfecta, podía ser usada como excusa y pelearme. Me acerqué. Estaba delante de él. Mucho más grande. Extendí la mano y le dije: “He tenido un mal día, mala mía, perdón”. Después del apretón de manos cerró la puerta y se fue. ¿Gané? ¿Perdí? ¿Importa? No lo sé, pero aún tengo ese lado latente. Uno que no me gusta, pero que, sin embargo, soy yo. Tengo metas económicas, literarias y más. Pero mi mayor ambición es la calma, así que solo me queda una opción que espero lograr en algún momento: caminar de la mano junto con la bestia.








