El arte de presumir disfrazado de humildad

“Humblebragging” El arte de presumir disfrazado de humildad

[OPINIÓN] Hay personajes en la política que insisten en recordarnos —día, tarde y noche— que no cobran un centavo porque la sobra el dinero, y que la mitad de su fortuna la destinan a los pobres, a los niños, a la educación, al universo y a sus ángeles custodios. No dicen “miren qué bueno soy”, pero lo repiten tantas veces que uno termina creyendo que la frase viene con truco.

Ese viejo truco tiene nombre: humblebragging: El arte de presumir disfrazado de humildad.

Es como decir “yo no quiero hablar de mis sacrificios”, mientras te instalas un megáfono en la solapa. Nada sorprendente en ciertos personajes que creen que la caridad rinde más cuando se ejerce frente a cámaras.

En psicología esto se asocia al narcisismo: la necesidad permanente de que alguien te aplauda, aunque sea por hacer el bien. No se trata de ayudar, sino de que todos lo sepan. Y si no lo saben, se recuerda. Y si ya lo recordaron, se repite. Cada día, cada entrevista, cada acto público.

La jactancia, en su versión local, funciona además como un escudo moral. “No cobro”, “yo dono”, “yo sacrifico”, “yo entrego”. Palabras grandes para esconder vacíos más grandes. Porque la caridad auténtica es silenciosa; la otra, la de vitrina, viene con reflectores, guion y libreto.

¿Por qué lo hacen?

Primero, por validación. Quien se repite a sí mismo que es bueno, quizá teme no serlo tanto. Después, por estatus: no hay mejor inversión que el aura de filántropo; abre puertas, limpia culpas y endulza titulares.

Finalmente, por necesidad emocional: algunos necesitan sentirse salvadores para no enfrentarse a sus propias fracturas. No es maldad, pero tampoco es santidad.

El impacto es claro. La generosidad pierde valor cuando se convierte en campaña. Hasta la ética cristiana —que algunos  tanto reclaman— es precisa: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Aquí, en cambio, las dos manos reparten volantes para que todos se enteren.

La consecuencia es predecible: la gente deja de creer. La caridad se vuelve marketing y la humildad, un accesorio. Y cuando eso ocurre, todo suena sospechoso: desde la cifra que asegura no cobrar hasta la fortuna que supuestamente dona “a la mitad”.

No hace falta nombrar al personaje. Basta escuchar sus discursos: cada frase es un recordatorio de lo mucho que sacrifica, de lo poco que recibe y de lo imprescindible que cree ser. Él no presume; él “informa”. No alardea; “solo aclara”. No busca reconocimiento; “simplemente es así”.

Que cada quien juzgue. Pero en tiempos donde la necesidad es real y urgente, la caridad que se grita deja de ser caridad. Y la humildad que se anuncia deja de ser virtud. El humblebragging o alábate coles, en castizo,  se vuelve ruido, y hoy, el país necesita menos ruido y más verdad.

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