[PIE DERECHO] Uno de los espectáculos más deprimentes que ofrece hoy la política peruana es la claudicación abierta de un sector del Congreso ante las mafias de la minería ilegal. No se trata ya de meros coqueteos, de componendas subrepticias o de indulgencias tácitas, sino de una entrega sin disimulo, un matrimonio de conveniencia en el que el poder legislativo se postra, servil y corrupto, ante un sector que simboliza como pocos la destrucción del país.
La izquierda radical —esa misma que pontifica sobre la justicia social y el cuidado del medio ambiente— ha descubierto en las dragas y las motobombas un inesperado botín electoral y financiero. Donde antes veían al capitalismo depredador, ahora ven votos y dinero. Y los otros, los del centro difuso y la derecha mercantilista, simplemente ven sobres. Sobres abultados, sellados con el lodo del oro ilegal, pero que igual abren con manos ansiosas y conciencias anestesiadas.
Este sector del Congreso no legisla: negocia. No representa: trafica. El proyecto de ley que se discute hoy y los que vendrán no buscan formalizar ni fiscalizar, sino proteger, encubrir y legalizar el crimen ambiental, la evasión tributaria y el poder armado de bandas que siembran terror en Madre de Dios, Puno o la selva central. No es exageración: una parte del Congreso se ha convertido en una sucursal del delito.
Asistimos al entierro de la representación democrática, reemplazada por una suerte de bazar inmoral donde se subastan favores, se comercian leyes y se pacta con el crimen. Todo por una porción de esos miles de millones de dólares que mueve la minería ilegal. Y mientras tanto, el país se hunde entre ríos contaminados, bosques arrasados y comunidades sitiadas por el miedo.
¿Quién pondrá freno a esta barbarie institucionalizada? ¿Quién rescatará al Estado de las garras de estos mercaderes de la política? Porque de seguir así, no será la minería la que se formalice, sino el crimen el que tomará carta de ciudadanía. Y entonces ya no quedará nada que salvar.