La paciencia y la patanería

Cómo se vio: un blanquito, grande y alto, se baja agresivo de un auto de lujo; literal, el perfil del tipo más odiado en nuestro país. Mis palabras parecían gritos en tono alto y la gente se quedaba mirándome como si fuera un loco. No los juzgo porque, efectivamente, me comporté como tal. Fui desmedido y se me vio abusivo.

[MIGRANTE DE PASO] “El hombre no es otra cosa que lo que hace.” “El hombre se define por sus actos.” Estoy de acuerdo con aquel excéntrico filósofo Jean Paul Sartre, pero hace unos días actué como todo lo que no quiero ser: prepotente, pedante e impulsivo. Siguiendo esa lógica, fui un patán y un agresivo. Yo, que me guío por mis ídolos ficticios, el viejo Gandalf hubiera estado decepcionado. Si bien todos somos malos y buenos a la vez, la idea es inclinarte hacia el lado positivo. Lo cortés no quita lo valiente. Lo tomo como aspectos por mejorar. Sin embargo, si me sentí mal, no soy un psicópata.

Regresaba de hacer ejercicio hacia la casa de mis padres, manejaba un buen carro. Llegando para estacionarme encuentro una grúa y a una encargada de la municipalidad. No sabía qué pasaba, pero inmediatamente me puse de mal humor. Le dije a la señorita si podían mover la grúa; lamentablemente, mi voz es muy grave y, como diría mi madre: “Tú no hablas, ladras.” Yo no me doy cuenta, siento el malestar, pero no percibo cómo es visto desde afuera; es algo desagradable tanto para mí como para quienes me rodean. Es difícil aceptar defectos, pero me considero una persona capaz de recapacitar.

Estacioné de manera agresiva y me bajé queriendo imponer presencia cuando no era necesario. Bajé y fui directo a encarar a la encargada. Movimientos bruscos con los brazos y manos mientras hablaba. “Es ilegal lo que estás haciendo, vienen a intimidar con la grúa, han malogrado la cuadra,” dije esas cosas, que no son insultos, pero sonaban como tal. Luego entré molesto, después de mirar feo a alguien que solo hacía su trabajo. Me quedé con malos ánimos todo el día, malogré mucho por una nimiedad. Me sentí ridículo.

Cómo se vio: un blanquito, grande y alto, se baja agresivo de un auto de lujo; literal, el perfil del tipo más odiado en nuestro país. Mis palabras parecían gritos en tono alto y la gente se quedaba mirándome como si fuera un loco. No los juzgo porque, efectivamente, me comporté como tal. Fui desmedido y se me vio abusivo. La verdad es que nadie merece ser tratado así y cometí un error por una simple calentura. Ni siquiera di tiempo a explicaciones. En algún momento fue recurrente mi impulsividad. Hace tiempo no pasaba, pero esta vez, como ya saben, ocurrió.

Falleció Aureliano. Era tarde, casi madrugada, no regresaba a Lima por varios meses. Disfrutaba la brisa y neblina del mar que caracteriza nuestra Costa Verde. Ese tipo de neblina tan espesa que ni el mar de al lado ni el carro del frente son visibles. La bahía limeña se vuelve misteriosa. Llegué a mi cuadra. “La ‘U’ ganó,” me dice la clásica voz ronca y con una gracia particular de Aureliano, quien estuvo en la cuadra desde que tengo memoria. Gran tipo, nos defendía y cuidaba cuando jugábamos en las calles. “Francesco,” me decía. Nunca supe si lo decía de broma o en verdad pensaba que ese era mi nombre; siempre lo tomé con cariño. A ese simpático saludo, le respondí de mal humor. Nuevamente mis gestos y tono de voz incrementaron la intensidad de lo que estaba diciendo. No volteé a ver, simplemente entré a mi casa. Quise buscarlo, pero no lo encontraba; quería pedir perdón. De un momento a otro se le dejó de ver por la calle barranquina. Recuerdo que había perdido peso radicalmente los últimos años. Hace unos días llegó un mensaje al grupo familiar donde informaban de su muerte, un mensaje con su cara. Era una imagen vieja, pero resaltaba su sonrisa, una que siempre me mostraba desde que regresaba del colegio. Nunca pedí perdón, y me arrepiento. No sé si fue algo mayor, pero me quedo con que tal vez le hice daño a alguien que solo me deseaba bien. Es importante pensar en ese tipo de cosas, porque te das cuenta de que el poco control emocional puede herir, incomodar e, incluso, generar un arrepentimiento que en el caso mencionado no tendrá redención. Es imposible saber cuándo verás a alguien por última vez, así que es mejor ser amable, tengas el problema que tengas.

Pensándolo bien, eso que me pasó no es raro en el Perú. La bronca fácil, el grito antes que la palabra, el gesto duro como escudo. Lo ves en la calle, en las combis, en los taxis, en la cola del banco. Todo parece una competencia de quién impone más. Y sí, a veces estamos tan cansados de todo que solo queremos sacar la frustración con alguien, aunque no tenga la culpa. Como yo con la encargada. Como yo con Aureliano. Cosas mínimas, pero que se te quedan grabadas.

Vivimos acelerados, tensos, con el fastidio a flor de piel. Y no es solo culpa de uno. Es el país también. La desconfianza, la impaciencia, la desigualdad que se siente en cada esquina. Es como si todos lleváramos una espina clavada. Pero eso no nos quita responsabilidad. Porque así como la política está podrida, también nosotros podemos pudrir un momento con una sola palabra mal dicha. Ojalá podamos cambiar eso. Bajar un poco el tono. Ser más suaves entre nosotros. No siempre se puede, pero al menos intentarlo. A veces basta una mirada distinta para que todo no termine como un arrepentimiento más.

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