Ladran, molestan, ensucian, vomitan… y cuestan. Ocupan espacio, tiempo y atención. Una o dos veces por semana, llegan peluqueras caninas, manicuristas y masajistas de perros, y se pagan con mi billetera, obvio.
Marielena la simpática joven que contraté para mantener el orden y la limpieza del hogar, dedica el 40% de su tiempo —es decir, de mi billete— a cuidar a estos animalitos del Señor. Mientras tanto, la cocina, mi cocina, está hecha un desastre. Se encuentra invadida por bolsas de comida canina maloliente alineadas junto a mucho alimento “dietético” y “saludable” de mi esposa y Marielena (son socias en mi desgracia)… incluso el pan parece haber sido elegido por un veterinario. Y por si fuera poco, los perros se suben a mi cama con total impunidad.
El 60% de las conversaciones en mi casa giran en torno a los perros. ¿Comió el perro? ¿Vomitó el perro? ¿Está triste el perro? ¿Ya sacaron a los perros? Para empeorar las cosas, ECPC —mi hija favorita— me deja sus perros de visita cada vez que sale de compras ¿Y qué puedo hacer? ¿Rechazar el pedido de mi #1? Nunca jamás. Pero los detesto igual.
Odio a los perros. Y no por crueldad. Los odio porque son el símbolo viviente de mi derrota. Me cuestan una fortuna, ocupan mi casa, mi cama, mi tiempo… amén del cariño que a veces me gustaría recibir yo. He perdido la batalla. Soy un huésped en mi propio hogar.
Escribo esto como testimonio por si de algo les sirve a los que, como yo, están en riesgo de flaquear (como yo) por un amor canino(y ajeno) algún día. No quiero compasión. Solo quiero que el mundo sepa que fui vencido… por los perros. Que, dicho sea de paso, se pueden ir todos —muy en paz y con cariño— a la CsM.
¡No los soporto!
PD: Mi papá tenía la razón. Los perros son una mierda.

 
 
 
 









 
