[EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS] Recién el presidente de Brasil Ignacio Lula da Silva ha declarado que «ningún presidente de otro país puede opinar cómo va a ser Venezuela o Cuba». La víspera, el Partido de los Trabajadores, el de Lula precisamente, difundió un pronunciamiento condenando cualquier intención del presidente Trump de invadir Venezuela, con lo que la declaración del mandatario carioca redondeó la postura de su gobierno frente a la situación del país llanero.
Vista desde lejos, esta posición podría parecer absolutamente plausible y coherente, pero desde cerca aparecen los detalles, la letra pequeña. Soy de los que espera que la época en la que los marines de Estados Unidos desembarcaban e invadían diferentes países de su patio trasero haya culminado para siempre.
A América Latina la constituyen una serie de países soberanos que no necesita de un gran policía o patrón extrajudicial que imponga a la fuerza regímenes adeptos a sus intereses en aquellos que se presentan como “adversos o insubordinados”. Porque la democracia, principistamente, nunca le importó demasiado al Tío Sam fuera de sus fronteras, a pesar de su larga y encomiable tradición bipartidista y constitucional.
Pero Lula y el PT no se quedaron en la denuncia de lo que antes se denominaba imperialismo yanqui. El mandatario también dijo que los presidentes de la región no pueden opinar -es decir condenar- sobre los regímenes venezolano y cubano. Político al fin y al cabo, Lula, que se mostró ambiguo ante el flagrante fraude y violación de los derechos humanos perpetrados en Venezuela por el régimen de Nicolás Maduro en 2024, aprovechó la actual amenaza americana para finalmente darle a su homólogo venezolano el espaldarazo que se guardo cuando las papas quemaban tras el proceso eleccionario del año pasado. Pero hay más: en diciembre de 2022, el propio Lula da Silva condenó la violación a los derechos humanos por parte del régimen de Nayib Bukele en El Salvador. ¿No que no se puede opinar sobre los mandatarios de otros países o depende del color político?
No nos confundamos, soy el primero en denunciar lo mismo que Lula. El régimen de Bukele me parece más o menos una satrapía bien organizada, pero satrapía y al fin y al cabo, y jamás estaré del lado de quienes sostienen dictaduras porque eventualmente pudiesen obtener resultados económicos o administrativos favorables. Siempre la ruta debe conducir hacia la democracia.
Pero ese es precisamente el problema: en América Latina no hay demócratas. Hasta ahora solo he visto nítidamente a uno, el presidente chileno Gabriel Boric, que denunció sin atenuantes a la dictadura venezolana, dejando de lado eventuales sinergias ideológicas. Boric también inició en la región un proceso de reconversión de la izquierda hacia agendas más sociales, pasando a un segundo plano las agendas culturales luego del fiasco electoral que sufriera el proyecto constitucional progresista de 2022.
Ojalá imitemos a Boric, ojalá surjan políticos cuya vocación democrática se sitúe por delante de sus posturas ideológicas, de derecha o izquierda, y que entiendan que la república democrática, volcada al servicio de la persona humana y del bien común, debe constituir siempre la base del contrato social, así como las reglas del juego a partir de las cuales todo lo demás puede discutirse.
Pero en América Latina no hay demócratas, la democracia fue una utopía real para muy pocos, los demás, en su hora, se decantaron por el socialismo. No tenemos un ADN democrático, por eso mi colega Osmar Gonzáles me dijo que en el Perú no tenemos democracia, que lo que tenemos es régimen constitucional, lo que viene a constituir apenas su preludio.
¿Será suficiente Gabriel Boric? ¿será suficiente evocar la vocación democrática de un Haya de la Torre y el republicanismo de Simón Bolívar para comprender que nuestra región solo puede labrarse un lugar en este mundo consolidando un gran bloque económico a la vez que democrático? Lo demás es la deriva, a lo sumo el movimiento pendular, y, al final del camino, los peces pequeños devorados por los peces grandes en las profundidades del abismo autoritario.