Mario Vargas Llosa es, sin lugar a dudas, una de las figuras más brillantes que el Perú ha dado al mundo en su historia republicana. Tan colorida como sus novelas, su vida ha estado definida por la búsqueda de la libertad, la inteligencia crítica y una feroz lealtad al trabajo arduo. Retirado y con 89 años recién cumplidos, la forma en que su legado intelectual y moral no solo se mantiene intacto, sino que se fortalece con el tiempo, amplía aún más el alcance de lo que ha logrado, como esas creaciones monumentales que muestran el tamaño de su contribución solo a lo largo de los años.
No es solo el Premio Nobel —que, en 2010, coronó una carrera literaria brillante— o los innumerables premios que ha recibido durante décadas en todo el mundo. Es la consistencia ética que sustenta su valentía cívica, una defensa inquebrantable de la democracia liberal, lo que lo convierte en un punto de referencia indispensable en momentos de confusión y mediocridad. No hay en él un cálculo oportunista, ninguna gran concesión al populismo: hay una fe inquebrantable en las instituciones, en la cultura como fundamento de la libertad, en el poder redentor de la literatura.
Desde «La ciudad y los perros» hasta «Tiempos recios», ha escrito como pocos sobre los impulsos humanos, la violencia, el deseo, la ambición, la política y la traición. Pero, además, ha sido capaz de reflexionar sobre el Perú con claridad, angustia y amor, enfrentando prejuicios y deconstruyendo mitos con una pluma afilada y un juicio libre. Incluso cuando sus posiciones políticas fueron controvertidas, no se le puede acusar de timidez o inconsistencia.
Y hoy, no queda más que rendir homenaje. Porque en Mario Vargas Llosa vive no solo el escritor genial, sino también el ciudadano modelo, el hombre que nunca perdió la fe en que el Perú podría ser un país mejor. Ese sueño, tan desafiante como vital, podría ser su mayor regalo.






