[OPINIÓN] Hay momentos en que el silencio es cómplice. Y este es uno de ellos.
Vivimos inmersos en una época donde la mentira no necesita disfraz, basta con repetirla lo suficiente y rodearla de aplausos comprados para convertirla en verdad. La mediocridad se ha institucionalizado: gobierna, legisla, sentencia y hasta pontifica desde sets de radio—internet y televisión. Mientras tanto, la gente —esa que debería indignarse— prefiere creer cualquier fábula antes que enfrentarse al vacío que deja la realidad.
Hoy es posible imponer ideas sin sustento, sin estudios previos, sin lógica ni presupuesto. Basta una puesta en escena, una promesa ruidosa y un ejército de perfiles digitales dispuestos a insultar al que cuestione. Porque ya no se trata de razonar, sino de “sentir que algo es cierto”, aunque la evidencia diga lo contrario.
Lo más grave no es que existan quienes manipulan, sino que abundan quienes se dejan manipular; y lo hacen con con entusiasmo. Personas ilustradas, con títulos y trayectoria, de “buena familia” disque, y que por conveniencia, nostalgia o simple terquedad, prefieren cerrar los ojos ante lo evidente. Y cuando el delirio se les vende como esperanza, lo compran al contado y lo defienden a ciegas.
Esa necesidad colectiva de creer en algo —lo que sea— ha convertido la política en espectáculo y la gestión pública en una farsa. Aquí, lo absurdo se celebra, lo ilegal se normaliza y lo peligroso se minimiza. Y cuando alguien osa levantar la voz, así sea por defender la legalidad, lo tildan de aguafiestas, de negativo o, peor aún, de “enemigo del progreso”.
Pero no nos engañemos. Detrás de cada cortina de humo hay incompetencia, improvisación o intereses inconfesables. Y quienes aplauden desde las tribunas lo hacen no porque no entiendan, sino porque prefieren no entender. Porque duele menos aplaudir que pensar.
Así funciona este tiempo: la ignorancia se premia, la duda se castiga y el sentido común es un lujo en extinción.
Por eso, este no es un artículo para señalar con el dedo, sino para poner un espejo. Y ya se sabe: a quien le caiga el guante, que se lo chante. Porque no hay peor ciego… que el que no quiere ver.