Carlos Álvarez, de bufón a candidato  

Carlos Álvarez, de bufón a candidato  

“Mientras que Tulio Loza y Luis Felipe Angell se convirtieron en paradigmas de la sátira política crítica y valiente —que en tiempos de dictadura no se autocensura ni se pone al servicio del poder —con Carlos Álvarez estamos ante algo totalmente distinto.”  

[CIUDADANO DE A PIE] Por estas fechas, hace dos años, Juan Carlos Tafur -siempre en su compulsiva y angustiada búsqueda de candidatos de derecha capaces de enfrentar con posibilidades de éxito a la “izquierda radical y disruptiva” —impulsaba públicamente la candidatura de Carlos Álvarez a la presidencia de nuestro país. No lo hacía en el vacío, sino que, como el propio periodista señalaba, respondía al interés que la “élite empresarial y financiera” tenía en el personaje, debido a su posicionamiento —por delante de Keiko Fujimori y Rafael López Aliaga—, en una de esas “encuestas reconocidas” de las que ya hemos tratado en nuestra nota anterior (https://x.com/SudacaPeru/status/1996238955956605119?s=20). Las credenciales de Álvarez para postular, según Tafur, eran sus años de apoyo a obras sociales, el manejo de un buen discurso, haber recorrido el país de “cabo a rabo”, y detalle que despierta suspicacias democráticas, ¡ser querido por las fuerzas armadas!

A este auspicioso bautismo mediático le siguió la confirmación en forma de una entrevista en El Comercio. “¿Por qué discriminar a un cómico?”, se preguntaba Sonia del Águila, especialista en música y televisión de ese medio. “¿Quién dijo que hay un perfil único para servir al país?”, ensayaba Álvarez como respuesta. Resulta interesante que sea en esta complaciente y solícita entrevista donde se reconozca que hay quienes lo ven como “el cómico, el imitador, el bufón que ahora pretende ocupar un lugar en la arena política.” Pero ¿existen realmente elementos en la dilatada trayectoria profesional de Carlos Álvarez que justifique tal apelativo, o se trata simplemente de un intento de ridiculizarlo y minusvalorarlo?

Bufonería cortesana versus sátira política contestataria

La relación entre el humor y la política ha sido históricamente dual y ambivalente: desde los bufones de las cortes medievales, al servicio del poder, hasta los incómodos y a menudo temidos cómicos de la sátira política contestataria.

El bufón, ante todo, era un sirviente del soberano, un instrumento de gestión política (Otto) de lo que hoy llamamos “el oficialismo”. Tanto servía como válvula de escape para aliviar las tensiones internas del régimen monárquico (Outram), como de arma política del rey contra rivales y enemigos a los que no convenía atacar directamente. El bufón cortesano era pues            —contra muchas de las ideas románticas existentes—, un actor operando conscientemente dentro de las estructuras de poder, con una “libertad de expresión” estrictamente pactada (Billington).

La sátira contestataria, en cambio, “es el arma más eficaz contra el poder. El poder no soporta el humor, ni siquiera los gobernantes que se llaman democráticos, porque la risa libera al hombre de sus miedos», afirmaba el Nobel de Literatura Darío Fo. La noble misión de la comedia política auténtica es atacar al poder con las armas de la burla y la ironía, con el objeto de señalar y criticar sus defectos, sus abusos y sus hipocresías. También vigilar, porque el poder, por definición, debe ser vigilado (Montesquieu), y esta vigilancia solo puede ser ejercida por ciudadanos libres. La risa puede además insuflar al pueblo una «segunda vida» en la que las jerarquías y el sentido común dominantes son cuestionados (Bakhtin). Es por ello que la sátira es tremendamente impopular entre los gobernantes, pues proporciona al pueblo una forma de disidencia, particularmente en regímenes políticos opresivos. Werner Finck y Kurt Gerron en la Alemania nazi, así como Mikhail Zoshchenko y Vladimir Voinovich en la Unión Soviética, son ejemplos elocuentes del destino reservado a los humoristas incómodos bajo poderes dictatoriales.

Camotillo el Tinterillo y Sofocleto  

Aunque se reconoce al gran actor cómico trujillano, Álex “el Mono” Valle, como el precursor de la sátira política televisiva peruana en los inicios de los años sesenta, fue Tulio Loza quien elevó este género a su más alto nivel. Encarnando a “Camotillo el Tinterillo” —candidato eterno a la presidencia por su ficticio partido—, el mordaz e hilarante cómico denunciaba con humor directo la corrupción, el racismo, la burocracia y los abusos del poder. Sus valientes críticas al gobierno militar velasquista le valieron amenazas, vetos y finalmente el exilio en Argentina en 1973.

Mención especial merece igualmente Luis Felipe Angell “Sofocleto”, exponente privilegiado de nuestra sátira intelectual. Sus libros, columnas periodísticas y apariciones televisivas eran implacables denuncias de la hipocresía, la corrupción y la mediocridad de la élites. Su humor no dejaba títere con cabeza, fuera este civil o militar, de izquierda o de derecha. Pagó su audacia con censura, encarcelamiento y deportaciones.

Así, mientras que Tulio Loza y Luis Felipe Angell se convirtieron en paradigmas de la sátira política crítica y valiente —que en tiempos de dictadura no se autocensura ni se pone al servicio del poder —con Carlos Álvarez estamos ante algo totalmente distinto.

¿Un bufón cortesano?

La bufonería cortesana sigue vigente hoy en aquellos humoristas que se ponen al servicio del poder (Eco, Eagleton), que adulan con bromas complacientes a los gobernantes, los defienden mediante propaganda camuflada de chiste y ridiculizan selectivamente a sus adversarios. Este fue, precisamente, el caso de Carlos Álvarez en los años postreros del gobierno de Alberto Fujimori, cuando hizo uso de su gran talento para promocionarlo y ensalzarlo, mientras ridiculizaba sistemáticamente a sus opositores. Su presencia en el canal estatal entre 1999 y 2000 ha sido interpretada como parte de la estrategia mediática fujimontesinista. El propio Álvarez ha admitido recientemente que en aquellos años apoyó al gobierno de Fujimori —una clara admisión de su función como cómico bufonesco al servicio de un régimen corrupto—, “pero no sus tropelías”, precisó. Este poco creíble deslinde fue de inmediato objeto de burla por parte de Carlín, quien lo retrató en una caricatura de La República con indumentaria y actitud de bufón, frente a un apoltronado y divertido Fujimori. César Hildebrandt agregaría poco después una crítica más directa a esta declaración, calificando a Carlos Álvarez de “canalla” por haber satirizado —por dinero y no por convicción ni ideología— a todos aquellos que se enfrentaron a la dictadura fujimorista: un bufón a sueldo.

El candidato

Carlos Álvarez aspira a la presidencia de un país asolado por la delincuencia, cuya institucionalidad democrática viene siendo erosionada día a día, y donde la estabilidad económica se encuentra amenazada por un déficit fiscal creciente. No se trata, por cierto, de un fenómeno aislado ni novedoso, sino más bien característico de estos tiempos caóticos y convulsos. En sociedades exhaustas como la nuestra, existe la tentación de confundir al comediante con el estadista y la popularidad con la capacidad para gobernar. Los resultados de encumbrar a cómicos y payasos   en posiciones de poder suelen oscilar entre la decepción y la catástrofe. Personajes como Beppe Grillo en Italia, Volodímir Zelenski en Ucrania y Jimmy Morales en Guatemala, que se promocionaron bajo la premisa de que alguien ajeno a la política era, por definición, moralmente superior, adolecieron, una vez alcanzado el poder, de taras similares: desconocimiento del aparato estatal y de las instituciones, carencia de cuadros técnicos probados, toma de decisiones improvisadas, luchas internas, dificultades para establecer estrategias coherentes y, lo más grave, corrupción rampante.

La postulación de Álvarez coloca su trayectoria en el centro del debate: ¿qué tipo de liderazgo moral puede ofrecer alguien cuya relación con el poder político ha sido la de bufón cortesano al servicio de un régimen corrupto? ¿Son dignas de crédito sus declaraciones de guerra a la delincuencia y la corrupción? ¿Posee las agallas y el fuste para “desratizar” el Perú y conducir un gobierno que imponga orden, seguridad y transparencia? ¿Son sus ofrecimientos de “mano dura” algo más que los acostumbrados lugares comunes habituales de los discursos de la derecha radical? En todo caso, Carlos Álvarez ofrece —a sabiendas o no— un servicio inestimable a esas élites que hoy lo apoyan y publicitan en Cosas: contribuir a la dispersión del voto de los sectores populares, haciendo uso de su celebridad mediática. Ese es su nicho electoral asignado, porque los sectores pudientes de la derecha nacional ya tienen sus candidatos… y ciertamente él no se encuentra entre ellos.

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