El psicópata está convencido de que tiene la razón y de que los demás son simples obstáculos a su voluntad. No siente empatía, no reconoce el dolor ajeno y no entiende el valor de lo que no le pertenece. Para él, los demás son piezas desechables en su tablero. Actúa así con las personas, con el poder y con el dinero.
Un psicópata no necesariamente mata; a veces simplemente engaña o destruye, sin rastro de culpa. Padece un trastorno antisocial de la personalidad (TAP), caracterizado por su incapacidad para respetar normas sociales, su facilidad para mentir, manipular y su frialdad ante el necesidad ni el sufrimiento ajeno. Y aunque parezca una definición clínica, basta mirar alrededor para reconocerlos: los hay en la política, en los negocios, en las instituciones y hasta en los cargos públicos.
Y claro, el psicópata no solo manipula: también invierte —y bastante— en hacerlo. No le tiembla la mano para gastar dinero en convencer a la gente; para alquilar conciencias o adquirir líneas editoriales completas. Se rodea de operadores sumisos e “influencers”, expertos en justificar lo injustificable. Es, al final, un negocio redondo: él compra la mentira y el público la aplaude.
Amar tu límite, en cambio, es una forma de salud mental. Es lo que impide que alguien se lance del quinto piso sabiendo que va a morir. Es lo que evita que un funcionario gaste dinero público en proyectos inútiles o que una autoridad inaugure una avenida a medio hacer solo para colgar su nombre en una placa. Pero el psicópata no ama su límite; lo desprecia. Porque cree que el límite es para los débiles, y que el poder lo justifica todo.
Hoy vemos en todas partes ejemplos vivos de esa psicopatía: tráfico infernal, vacunas inservibles, trenes fantasmas o calles que se desangran entre la inseguridad y el caos, mientras algún individuo- y los hay hasta prontuariados- manipula a los ingenuos para que lo vean como “la opción” en cualquier próxima elección.
Y lo más triste no es el psicópata en sí, sino los incautos, ignorantes e idiotas que lo aplauden con los pies. Porque sin ellos, su poder no existiría.
Al final, gracias a Dios, nos queda la familia, los hijos y los nietos —que un psicópata, o no tiene, o no le importan— para recordarnos que todavía hay esperanza. Que se puede vivir amando el límite, respetando al prójimo y, sobre todo, evitando convertirse en eso: un idiota funcional al servicio del psicópata de turno.