La centroderecha liberal, que anteriormente era el último refugio de la sensatez en medio del populismo y la fanfarronería y la regla de la muchedumbre, ahora se encuentra en pedazos, comprometida por la infantilidad de sus vanidades y la cobardía de sus vacilaciones.
Mientras la derecha bruta y achorada avanza con confianza, vociferando eslóganes primitivos, movilizando el miedo, anhelando dictaduras y odiando todo lo que huela a pluralismo o modernidad, los corderos liberales, incapaces de formular una fórmula común, se encuentran estancados en sus disputas mutuas.
Las encuestas lo gritan unánimemente: el extremo no es popular por sí mismo, sino debido a la falta de una alternativa. Es el vacío el que crea los monstruos. Esa mayoría silenciosa que, en otros momentos, habría buscado refugio en una alternativa razonable y democrática está siendo llevada —en algunos casos, apremiada; en otros, arrastrada— a proyectos autoritarios que priorizan el orden sobre la libertad.
No hay excusa posible. Las vanidades personales, viejos resentimientos o incluso pequeñas discrepancias ideológicas no son pretexto para este naufragio colectivo. La tibieza no es eximida por la historia. Los liberales necesitan unirse o resignarse a expresar su consternación mientras el país es nuevamente entregado al hechizo de los líderes.
Esta irresponsabilidad terminará costándonos caro: en derechos, en instituciones, en convivencia. La centroderecha liberal no puede jugar a las escondidas y debe asumir su deber histórico. No queda más tiempo. El destino de Perú depende en gran medida de que recupere el coraje y la visión que ahora le falta. Pues, si no puede salvarnos de la barbarie, ¿para qué sirve?