En política, como en la vida, hay decisiones que se pagan caro. El reciente voto de confianza otorgado por el fujimorismo al gabinete de Eduardo Arana —un primer ministro anodino al servicio de una presidenta ilegítima— es uno de esos actos que sellan con fuego la memoria del electorado. ¿Qué puede haber motivado semejante acto de suicidio político? ¿El afán desesperado de no perder cuotas de poder en un régimen que se desmorona? ¿La compulsión histórica del fujimorismo por abrazar el autoritarismo cuando el país más necesita decencia y claridad?
Keiko Fujimori, la eterna candidata, puede que logre el 2026, como en anteriores elecciones, pasar a segunda vuelta. Pero el costo será nuevamente el mismo: el rechazo visceral de una mayoría que la percibe —con razón— como garante del continuismo, de la impunidad y del oportunismo más vil. Apoyar a Dina Boluarte es respaldar un gobierno cuya legitimidad no proviene de las urnas sino de un pacto tácito con el Congreso más desprestigiado de nuestra historia republicana.
Lo más patético es que el fujimorismo parece no aprender. Cree que la historia se repite como en los noventa, cuando bastaba el miedo al caos para mantener el control. Pero el Perú ha cambiado. La calle, esa fuerza que derribó presidentes y desafió al poder con dignidad, no olvida. Y si algo castiga con vehemencia es la traición.
El fujimorismo, al votar la confianza, no salvó a Boluarte. Se hundió con ella. Selló un nuevo pacto con la impopularidad, y quizás —ojalá— con la irrelevancia histórica. Porque el país no necesita más cinismo ni más caudillos reciclados. Necesita, con urgencia, moral, visión y coraje. Todo lo que el fujimorismo, una vez más, ha decidido abandonar.