Vivimos una época de descomposición, un tiempo en que la mediocridad ha dejado de ser la excepción para convertirse en norma. Uno revisa los perfiles de congresistas, ministros, alcaldes, generales, fiscales o magistrados, y lo que aparece frente a los ojos no es la estampa de servidores públicos cultos, íntegros o preparados, sino un desfile grotesco de improvisados, oportunistas, ignorantes y corruptos. Es como si el país entero, harto de sí mismo, hubiera decidido premiar a sus peores elementos con las más altas responsabilidades.
No es solo la política, que desde hace tiempo ha dejado de ser un espacio de ideas y convicciones para convertirse en un mercado de trueques, lealtades compradas y discursos vacíos. Es también la justicia, infiltrada por mafias internas y camarillas sedientas de poder; la Policía, carcomida por el clientelismo y la impunidad; los gobiernos locales, convertidos en feudos de rapiña; la administración pública, reducida a botín de guerra de cada turno.
¿Qué nos ha pasado? ¿En qué momento dejamos de valorar el mérito, la formación, la experiencia, la decencia? La respuesta no es simple, pero sí evidente: hemos normalizado el deterioro. Ya no escandaliza el plagio, la ignorancia o la vulgaridad; se aplaude incluso, si viene envuelta en la retórica populista.
Este clima moral pestilente solo puede conducir al colapso. Un país sin élites responsables, sin autoridades dignas, sin referentes éticos o intelectuales, está condenado a la anarquía o al autoritarismo. Que no se diga luego que no lo vimos venir. La decadencia está ahí, en cada sesión del Congreso, en cada declaración ministerial, en cada fallo judicial. Y lo más trágico: nos estamos acostumbrando a ella como quien se resigna al mal olor de una habitación cerrada.