Brevísima revisión ideológica personal de fin de año

Brevísima revisión ideológica personal de fin de año

“Flanqueada a la derecha y a la izquierda por movimientos básicamente anti derechos -o que en su empeño por promover los de algunos colectivos, conculcan los de todos los demás- la democracia estalló en mil pedazos”

[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS] Siempre me manejé a base de ideas e ideologías, también de marcos teóricos. Comprendo la realidad como un universo que requiere ser interpretado en busca de una inalcanzable verdad, que no se puede alcanzar por un motivo intrínseco a su naturaleza: se mueve. La historicidad, la temporalidad obligan a modificar el diagnóstico cada cierto tiempo, obligan a verdades de corta y mediana duración, nunca absolutas, el cambio marca la pauta, la adecuación es inexorable.

Luego está la crítica, la interpretación y su enorme repercusión en la epistemología. Una sola verdad, en un solo tiempo, igualmente será desafiada y, en simultáneo, diferentes teorías e ideologías se disputan el pedestal del conocimiento comúnmente aceptado. Ni siquiera los totalitarismos pudieron detener estas dos pulsiones ineludibles: la historicidad y la crítica.

Yo me formé en casa de un velasquista, mi padre Ezio, relacioné a Velasco con la justicia, con devolverle a los pobres lo que les había sido arrebatado, la parte de la dictadura del GRFA no la entendí muy bien por aquellos años. Precisamente en 1980, cuando cursaba primero de secundaria, ya sin generales en Palacio de Gobierno, cayó en mis manos Haya de la Torre y el APRA de Luis Alberto Sánchez.

Entonces mi base ideológica se completó. Volví a ese libro tres décadas después y comprendí por qué pensaba como pensaba, por qué me consideraba de izquierda sin ser comunista, porque creía fervientemente en la justicia social y porque entendía la democracia como una utopía que debía defenderse por encima de cualquiera otra. Quién mejor que Sánchez para legar la posta, perseguido por dictaduras desde Sánchez Cerro hasta Odría. Nadie como los apristas de la generación fundacional y la siguiente, la de Andrés Townsend y Armando Villanueva, para comprender por qué son importantes la democracia y el orden constitucional como marco de referencia para construir la justicia social y para comprender que el siglo XX peruano se truncó precisamente por lo contrario: por los tanques, los fusiles, el olor a pólvora, la represión política y la conculcación de la libertad.

Los tiempos universitarios me alejaron de un APRA en la que no militaba y del desastre de su primera gestión, y me acercaron a la Izquierda Unida, donde me caractericé por ser demasiado moderado e independiente. Había otra utopía en muchos de esos bravos compañeros que yo no alcanzaba a compartir, desde el lenguaje, el enfoque, la mirada, la propia ideología: el marxismo. Yo creía, como dijo Haya, en un país en el que se crease la riqueza para el que no la tiene y no tanto en quitársela al que la tenía.

Lo señalado no obsta que promueva una  política tributaria más justa y una redistribución por parte del Estado que suponga la revolución de sus servicios y de su infraestructura para promover el desarrollo: creo en llevar a nuestra burguesía tomada por las orejas, por un Estado rector, a comprometerse con dicho desarrollo, pero no creo en maniqueísmos. No creo en buenos y malos, ni en odios ancestrales, ni en revanchismos. No es el camino que lleva a la justicia, no para mí.

Después leí a Jürgen Habermas y su optimista Más allá del Estado Nacional  en el que ofrece una mirada alternativa a El fin de la historia de Francis Fukuyama. Para el alemán, tras la caída del muro, eran la democracia y los derechos el hombre los que finalmente habían vencido al autoritarismo y al nacionalismo. Por consiguiente, aquellos eran también los llamados a vivir para siempre, y no el mercado sin atadura de ningún tipo, tras su victoria sobre la economía dirigida.

Al final, Francis Fukuyama no tuvo razón, pero tuvo más razón que Habermas. Desde el flanco progresista, la democracia y los derechos del hombre fueron atacados por un excéntrico movimiento que se denominó woke o wokista y que obtuvo similar e identitaria respuesta de una derecha bíblica y puritana, cuando no libertaria, lo que inició la batalla cultural. Flanqueada a la derecha y a la izquierda por movimientos básicamente anti-derechos -o que en su empeño por promover los de algunos colectivos, podrían conculcar los de todos los demás- la esencia de la democracia, su espíritu deliberante, el alma de sus grandes teóricos, desde los padres griegos, hasta Jefferson y Hamilton, pasando por Rousseau, Locke y Montesquieu estallaron en mil pedazos. Solo quedaron el esqueleto de una maquinaria electoral y las ruinas de viejas instituciones que funcionan ora para financiar los sueños alucinados de unos, ora para fungir como infinita fuente de enriquecimiento ilícito de otros.

Hace unas décadas, Hugo Neira hablaba del Perú, de su inexorable camino hacia Tartaria, de sus leyes no escritas que son las que, finalmente, rigen nuestros destinos. Pero me temo que la asincronía es planetaria y no local, que la inmensa brecha que existe entre las ruinas de las instituciones y la política real explica por qué casi cuatro décadas después de la caída del muro no emerge aún otro paradigma, otra episteme.

Vivimos atrapados en una dimensión que se devanea entre dos mundos paralelos, y no creo plantear más que una verdad de Perogrullo que sin embargo debe decirse. En las instituciones vive el Gran Hermano, se devanea ese poder Judicial que nunca le dijo a Josef K. de qué lo estaban acusando; mientras tanto, el espacio público lo ocupa el ciudadano de pie. Allí, cotidianamente, extorsionan a señitos emolienteras en las esquinas de viejos barrios con aroma a menudencia frita. En esas mismas esquinas, cada tanto, asesinan a un microbusero que se negó a pagarle cupo a un sicario, pero estas son cosas de la calle, no son cosas de las instituciones.

Pero estas líneas trataban de una revisión de mis ideas a lo largo del tiempo. Estoy en el lugar de siempre, el de la izquierda democrática, que busca reconciliar al Estado con la sociedad. Y, como buen latinoamericano, estoy a la espera de un caudillo providencial que convierta en realidad mis más anheladas utopías ad portas del año por venir.  ¿O podrá ser un partido?

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