El próximo gobierno tiene que tener en claro que son dos las grandes responsabilidades que debe asumir en caso de llegar al poder: reconstruir el Estado, que está hecho flecos, lo que implica prácticamente todo el sector público y sus prerrogativas (salud, educación, seguridad ciudadana, justicia, regionalización, etc.); y poner el pie en el acelerador en la conversión del Perú en una economía de mercado proinversión, capitalista a la vena.
Tenemos que recuperar los niveles de inversión privada de la época Fujimori-Toledo-García, que lamentablemente Ollanta Humala empezó a ralentizar, que implique la disminución extraordinaria de la pobreza que hubo, además del crecimiento y la reducción de las desigualdades.
Eso implica recuperar la autonomía profesional de los organismos reguladores (lo que, dicho sea de paso, se está haciendo con Osiptel ahora, es de horror), relanzar Proinversión, sacar adelante la cartera de proyectos mineros estancados a pesar de tener todos sus papeles en regla (incluidos sus estudios de impacto ambiental), seguir firmando acuerdos de libre comercio, reducir los costos laborales; emprender, en suma, una revolución capitalista.
Alan García se preguntaba por qué si su gobierno había sido tan exitoso en materia económica y había sacado de la pobreza a millones de peruanos, cuando se presentó a las elecciones del 2016 tuvo tan desastroso resultado. La razón se explica en su abandono de la primera tarea: la de reconstruir un Estado ausente para la mayoría de los peruanos, incapaz de proveerles de servicios públicos básicos. Junto con García, toda la transición post Fujimori adoleció de ello y eso explica, entre otras razones, el triunfo de Pedro Castillo el 2021.
Pero esa tarea es imposible sin los recursos fiscales que una dinámica acelerada de crecimiento capitalista puede proveer. El Perú tiene un potencial enorme. Si se desatan los nudos que amarran el flujo de inversiones privadas, podemos alcanzar tasas de crecimiento significativas, sin mayor sobresalto y así alcanzar el círculo virtuoso de enriquecimiento y reforma del Estado que se necesita para salir del statu quo inmóvil en el que nos encontramos desde el 2016 y que alimenta, justamente, a los candidatos disruptivos de izquierda.