Nunca está más oscura la noche que cuando está por amanecer. Ese viejo proverbio chino, repetido con resignación por quienes han atravesado tiempos difíciles, se adapta con precisión a la situación actual del Perú. Nos hallamos sumidos en una oscuridad que parece interminable: corrupción rampante, inseguridad desbordada, una clase política desacreditada hasta la náusea y una ciudadanía harta, descreída, escéptica. Y, sin embargo, hay motivos para creer que no todo está perdido. Hemos salido de crisis peores. Y lo hicimos —no está de más recordarlo— cuando tuvimos gobiernos capaces de mirar más allá del cortoplacismo vulgar y de los intereses mezquinos.
Lo que el Perú necesita no es una revolución, sino una refundación moral del Estado, un liderazgo lúcido y comprometido que crea, sin dogmatismos ni complejos, en las virtudes del mercado, en la inversión privada como motor del desarrollo y en la necesidad ineludible de contar con instituciones fuertes. Es decir, una democracia funcional, no este remedo que hoy tenemos, donde los poderes se confabulan o se anulan y donde la política se ha convertido en un espectáculo grotesco de cinismo e improvisación.
El próximo gobierno —si es que aún nos queda esperanza en el proceso electoral— debería poner el énfasis en aquello que más duele y más aterra a los peruanos: la inseguridad y la corrupción. Sin seguridad ciudadana, cualquier otro esfuerzo se diluye. Y sin una decidida voluntad por erradicar la corrupción —desde el Estado hasta las más altas esferas empresariales— no hay país posible. A la vez, no puede olvidarse el núcleo de todo proyecto moderno: una educación pública de calidad y una salud digna, sin clientelismo, sin mediocridad.
El Perú puede amanecer, si se lo propone. No es una ilusión ingenua, sino un anhelo basado en la convicción —sustentada en la experiencia— de que hemos sido capaces antes y podemos serlo otra vez. Si acaso hay una luz al final de este túnel, será porque tuvimos el coraje de exigirla y la sabiduría de construirla.
La del estribo: qué maravilloso leer por primera vez a Guillermo Cabrera Infante y su proverbial Tres tristes tigres. Un agradecimiento adicional al club del libro del entrañable Alonso Cueto. Revisitar autores clásicos es una bocanada de oxígeno en medio del tráfago miserable de la coyuntura.