La denuncia penal del exministro del Interior Juan José Santiváñez contra Mónica Delta y otros periodistas de Latina es un acto propio de un régimen que confunde la crítica con el delito. ¿De qué se acusa a los reporteros? ¿De haber hecho preguntas incómodas? ¿De haber expuesto verdades desagradables? La democracia no necesita coristas del poder, sino fiscalizadores implacables.
A ello se suma la actitud intimidante del Ministerio Público, cuando la suspendida fiscal Marita Barreto, que aún mantiene el control del Eficoop, en lugar de proteger la libertad de expresión, la amenaza: Carlos Paredes, Augusto Thorndike, Milagros Leiva y hasta un canal entero como Willax, son sospechosos de conformar una organización criminal, bajo la lupa de una institución que debería ser garantía de justicia, no instrumento de vendetta política.
Y, como si todo eso no bastara, la congresista Patricia Chirinos —una caricatura de la intransigencia— pretende acallar a La Encerrona y a Marco Sifuentes, empapelándolos con querellas judiciales como si fueran delincuentes y no periodistas ejerciendo su oficio.
Estos hechos, que podrían parecer anecdóticos o aislados, configuran en realidad un patrón: el poder, cada vez más autoritario y menos tolerante, intenta disciplinar al periodismo. Criminalizar la crítica, domesticar al disidente, imponer un silencio cómodo.
La democracia peruana, ya maltrecha por otras dolencias, no resistirá mucho más si se liquida lo que queda de prensa libre. Que no digan, cuando el autoritarismo haya echado raíces, que no se les advirtió. Porque hoy no se persigue a los corruptos, sino a quienes los denuncian. Y eso, más que escándalo, es tragedia.