La primera mandataria, Dina Boluarte, al convocar elecciones presidenciales, enfrenta una situación que podría implicar más que una salida institucional. Es una maniobra táctica que intenta cambiar la mirada del público, levantándola libremente de los escándalos y las tormentas de críticas que han plagado su administración hacia un atardecer electoral nublado.
En una situación tan precaria como la que enfrenta actualmente su administración, hay una manera de interpretar la convocatoria de elecciones como una maniobra astuta para restaurar su imagen pública ante un país dividido que cada vez más la ve con desconfianza.
Como alguien intentando cambiar el curso de una historia cuyos personajes se desmoronan, Boluarte intenta escribir un nuevo capítulo en su historia política, uno que podría resguardar su figura y, con ella, la estabilidad de un gobierno que la tormenta ha puesto a temblar.
En la política peruana, las decisiones no están aisladas de las complejidades de un juego de poder que, en ocasiones, parece vencer a quienes lo juegan. Y la presidenta, esta vez, se convierte en una protagonista ambigua, atrapada entre intereses personales y las exigencias de un pueblo que casi se ha quedado sin paciencia.
Boluarte sabe que el enfoque del país no está fijado en sus méritos, sino más bien en sus pasos en falso; en los vacíos que su administración ha creado. Ante este vacío, las elecciones son una opción para intentar redirigir la narrativa, para crear la ilusión de una renovación política, aunque sea temporalmente.
La convocatoria de elecciones, sin embargo, no debe enmarcarse únicamente como un movimiento de distracción. En una nación cuya estabilidad política puede hacerse añicos como un cristal, las elecciones pueden ser terreno fértil para una nueva trama de poder. Si Dina Boluarte cree que incorporando el trasiego electoral se libra de riesgos mayores, se equivoca. Un escándalo de proporciones la sacará del poder así falten pocos meses para que se vaya o haya convocado a elecciones.