[PIE DERECHO] En la historia del Perú republicano, ha habido pocas injusticias tan notables como lo que le está sucediendo a Pedro Pablo Kuczynski. No se trata de beatificarlo o absolverlo de todos los pecados, ya que es perfectamente aceptable —e incluso necesario— enjuiciarlo por cargos de corrupción que supuestamente ocurrieron durante su mandato. Lo que es ilegítimo es aplastar el debido proceso, manipular la Fiscalía y convertir al Estado en una máquina de venganza.
Un expresidente, cercano a los noventa años, con problemas de salud, preparándose para abordar un avión hacia Estados Unidos, es interceptado por algunos agentes que blandían una alerta migratoria de dudosa procedencia legal. El pretexto: riesgo de fuga. La realidad: operación mediática ordenada desde las alturas del poder político para alimentar una opinión pública hambrienta de cabezas.
La orden era así de simple: deshonrar, humillar y exhibirlo como un trofeo. El juego no solo era sucio, el gobierno no era solamente un espectador sino un cómplice, como lo ha admitido, por propia confesión punible, el premier Eduardo Arana. Los poderes no estaban separados allí y el sistema judicial no era independiente, solo actuaba como el perrito faldero obediente del patrón político.
Y, por tanto, la democracia —esa frágil institución por la que tanto hemos trabajado para dar vida— volverá a mancharse, no por dictadores uniformados, sino por demócratas frágiles con togas y decretos como garrotes. En los últimos decenios, en nombre de la justicia, se han cometido abusos que solo pueden llamarse de una forma: arbitrariedad. Y cuando el Estado ya no es capaz de trazar una línea entre el castigo y la venganza, se han dado los primeros pasos por el camino del autoritarismo.