Pie Derecho

El ocaso del liberalismo peruano

“En vez de encarnar la disrupción que requería ese magma social hastiado, el liberalismo peruano se volvió un remedo del statu quo”

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el liberalismo en el Perú parecía anunciar una era de lucidez. Era la década de los ochenta, cuando la ruina del estatismo y el terror de Sendero Luminoso empujaron a ciertos sectores ilustrados a redescubrir las virtudes de la libertad individual, el mercado abierto y el Estado de derecho. Hernando de Soto, con El otro sendero, ofrecía entonces una lectura esperanzadora: el Perú profundo, informal, emprendedor a su manera, albergaba en sus entrañas una protoeconomía liberal que solo necesitaba reglas claras y propiedad formal para florecer.

Pero esa visión, aunque audaz, pecó de ingenua. Confundir el ansia de sobrevivir del informal con una vocación liberal fue un error fatal. El comerciante ambulante, el mototaxista, el bodeguero de barrio no eran liberales en potencia, sino sobrevivientes del abandono, reaccionarios frente al Estado, antiestablishment por necesidad, no por convicción ideológica. Y cuando el liberalismo criollo, antes que rebelarse frente a ese Estado obeso, clientelista y corrupto, decidió convivir con él, aliarse a sus beneficios, se condenó a la irrelevancia.

En vez de encarnar la disrupción que requería ese magma social hastiado, el liberalismo peruano se volvió un remedo del statu quo. Se tornó tecnocrático, elitista, confundió el crecimiento económico con justicia, y la estabilidad con progreso. No supo articular una narrativa popular ni proponer una ética del esfuerzo con alma. Creyó que bastaba con cifras y marcos legales.

Hoy, devorado por los populismos de izquierda y de derecha, reducido a columnas de opinión y foros de nicho, el liberalismo peruano vive su hora más baja. No lo ha vencido el marxismo, ni siquiera el autoritarismo, sino su propia cobardía. En el Perú, ser liberal debió ser un acto de coraje, no de acomodamiento. Pero nuestros liberales, salvo contadas excepciones, prefirieron la comodidad de los salones a la incomodidad del pueblo. Y ahora pagan, como suele ocurrir en nuestra historia, el precio del desencanto.

 

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