[PIE DERECHO] La presidenta Dina Boluarte ha vuelto a escupir en la cara del país. Como si no bastaran los muertos de diciembre, el silencio insultante ante la prensa, las joyas inexplicables y las operaciones de belleza en plena tragedia nacional, ahora decide premiarse con un aumento de sueldo descarado. En un país donde más del 30% de la población vive en la pobreza, esta frivolidad no es solo una afrenta: es un crimen moral.
No se trata del monto en sí, aunque es escandaloso. Se trata del gesto. De la señal que envía una mandataria que debería estar recogiendo escombros, pidiendo perdón cada día por la forma en que llegó al poder y por los errores —por no decir horrores— de su gestión. En lugar de ello, se rodea de adulones, se ausenta del debate público, y ahora, cual reina de opereta, decide subirse el sueldo mientras millones de peruanos no tienen qué comer.
El Perú no solo padece una crisis política. Vive una tragedia de representación. Nunca en nuestra historia reciente se había sentido tan hondo el divorcio entre el gobierno y el pueblo. El Ejecutivo es una corte de fantasmas: ministros sin rostro, tecnócratas sin legitimidad, una presidenta que cree que gobernar es maquillar su imagen con bisturí, joyas y ahora, más dinero.
Y lo peor es que nadie parece capaz de frenarla. El Congreso, igual de desprestigiado, mira a otro lado. La clase política, fragmentada y ruinosa, piensa en las elecciones del 2026 como si fueran un trámite más, sin entender que lo que se gesta hoy es una ola de hartazgo que puede arrasarlo todo.
Aumentarse el sueldo en estas circunstancias no es solo torpeza: es una provocación. Una muestra de que este gobierno, más que autoritario, es simplemente indiferente. Y esa indiferencia, tarde o temprano, será castigada. No en los pasillos del poder, sino en las urnas, cuando los peruanos decidan que ya no quieren más reinas ni virreyes, sino un país que los respete.