Aún puedo oír el mar

Esta casita de cartón abre sus puertas en la adolescencia y en los colegios de Lima, donde los libros convivían con las peleas y las cartas de amor, el reencuentro de un amigo deportado de EE.UU., desmitificando el "sueño americano" entre cárceles, noches en McDonald's y la añoranza por un hijo lejano. La música de Anri y Bob Dylan ambienta esta introspección sobre el tiempo, la juventud perdida y esos sueños que, aunque lejanos como el mar, aún resuenan como un guiño a la eterna nostalgia.

[CASITA DE CARTÓN] Esta Casita de Cartón abre sus puertas una mañana de domingo en este invierno tétrico y grisáceo con una notificación de TikTok. Una vez dentro del universo de videos que van y vienen como hojas danzando con el viento, aparece por casualidad aquel entrañable y melifluo tráiler de Puedo Escuchar el Mar, una tierna y a la vez nostálgica película que evoca los vientos puros e inocentes de la juventud, exactamente remontándose a la época escolar. Al instante, me fue inevitable no adentrarme al túnel del tiempo y regresar a aquellas épocas en el Mariscal Cáceres o en el Romeo Luna Victoria, colegios donde forje mis años de estudiante, cuando era tan feliz detrás de una pelota de fútbol o escribiendo cartitas de amor a aquellas enamoradas de mis amigos o alguna compañerita que inspirara en mis suspiros de ensueño. Aunque debo confesar que, por un periodo de esos años, era un ferviente seguidor de lo encantado, lo inalcanzable, lo platónico, de aquellos amores que brillaban a lo lejos como estrellas que resplandecen a lo profundo en este anochecer de junio. Como esta máxima del gran casanova y conquistador, el don juan por excelencia de la poesía peruana, César Calvo: “He aprendido en esta vida, si he aprendido algo, que nada hay más hermoso, nada más perdurable ni perfecto, que el recuerdo encantado de lo que nunca ocurrió”. Y se quedaban así, entre páginas de ilusiones que atesoraba en una casita de cartón.

Es que ya por esos días era devorador de poesías. Pero no solamente de versos de eximios poetas como Vallejo, José Asunción Silva, Mallarmé sino también ya me nutría de excelsos narradores como el gran Gabo, quien señalaba en esta arista jodidamente romántica: «En verdad hay sentimientos que es mejor que se queden en lo platónico; y es mejor recordarlos así, irreales, inacabados, porque eso es lo que los hace perfectos». Yo tenía esa concepción en los primeros años de la secundaria. Pero entre confesiones, debo decir que nunca fui un ratón de biblioteca. Por el contrario, era un devorador de libros, pero a su vez un belicoso bullero y peleandero cuando había que dar el cuero, porque como era en esos tiempos y más en los colegios turnos tarde y en un “cono”, el respeto se ganaba a base de puños. Sobre todo, en mi siempre recordada escuelita en Los Olivos, “Andrés Avelino Cáceres”, donde me hice hombre, ya que pasaba comúnmente, como la canción de los punkekes argentinos, 2 minutos, “piñas van, piñas vienen”.

Y entre estos recuerdos que suele acompañar mis días, me reencontré con un gran amigo de esos años, Gerardo Guerrero, quien ha regresado recientemente desde el país del Tío Sam a estas latitudes, aunque no por voluntad propia, sino por la polémica y férrea política migratoria de Trump. Contándome la vida del inmigrante que va en busca del sueño americano, desmitificándolo con la pobreza abrumadora que yace como el culto al materialismo, consumismo y al engaño que parecen respirar entretenidamente. Porque realmente el país de la libertad hace mucho dejó de ser lo que Hollywood ha sabido pregonar eficazmente. Haciéndonos creer que es el paraíso terrenal y que su política exterior es la de los ‘avengers’, de los siempre guardianes del mundo, con las ínfulas cansinas de ser los buenos de la historia, cuando bien sabemos que tienden a serde los grandes gestores de miserables y tétricas guerras. Pero entre todas las vivencias que pasaría, como el dormir por necesidad en la calle o en McDonald´s, lo que me dejaría más sorprendido sería los dos meses que pasaría encerrado en una cárcel debido a la política rigurosa ya mencionada y el trato que recibiría. Pero a su vez, que tendría como único compañero en aquellas noches desoladoras un librito sobre la vida del gran trovador de Minnesota, Bob Dylan, mientras su mente viajaba en el vaivén del deseo que era volver a ver su pequeño hijo, Gabriel Salvador. Después hablaríamos sobre tiempo y de lo fugaz que tiende a ser, de lo que creíamos que seríamos y de dónde estamos hoy. Del que parecemos estar tan lejos de aquel mar que creíamos eterno que era la juventud, siendo ahora que nos sentimos cada vez más perecederos. Ahora vamos a bares y hablamos de viejos amigos como amores y poco a poco vamos peinando canas sin quererlo.

Al terminar este escrito, suenan las campanillas melodiosas de Anri con esos saxos tan puramente refrescantes, tan verdes como un campo que nunca pisamos, pero del que creemos haber vivido en alguna otra vida, cerca del paraíso, bajo un sol fulgurante, un crepúsculo en la retina de nuestros mejores recuerdos. Y en eso llega la escena final, el reencuentro de los personajes: el tosco pero noble Taku Morisaki y la engreída Rikako Muto. El pasado toca de nuevo el presente, con el acordeón de una existencia profunda y lenta. Una mirada que el tiempo no ha cambiado, solo nuestros rostros, que caen bajo la sombra de los años.

Y seguimos viviendo, nadando entre los suspiros de los días, con los recuerdos como estelas que dejamos en la arena profunda del tiempo, perdiendo la mirada en lo eterno. Y lo eterno es el mar y el cielo que hoy miramos.

Esta casita de cartón cierra sus puertas poniendo en su tocadiscos a Anri-Remember Summer Days, caminando por el túnel del tiempo, en los años de escuela, buscando reencontrarse con ese joven que buscaba comerse el mundo, cuando lo único que tenía eran sus sueños. Nuestros sueños. Y aún los tenemos. Aún oímos el mar, aunque ahora un poco más lejos por el tiempo.

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